Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Por los caminos de la Asturias central

Ignacio Gracia Noriega

El centenario del viejo hidalgo

Una semblanza de Jesús Evaristo Casariego a los cien años de su nacimiento

Recordemos con antelación suficiente el centenario del nacimiento de un personaje singular, ocurrido el 7 de noviembre de 1913, por si otros, y de manera destacada la Institución o Rinstituto que él intentó reflotar (cosa imposible, tratándose de una obra muerta varada entonces en la Diputación y ahora en la Administración que ocupa el mismo edificio aunque haya cambiado el nombre), en ejercicio de la «corrección política», olvidan la efeméride.

No sé si al potente hidalgo le gustaría haber nacido el mismo día, mes y año que Albert Camus, a quien sin duda reprocharía sus ideas «modernas», pero las disculpada por el mismo motivo que el canónigo don Cesáreo Rodríguez y García-Loredo, quien en sus clases de Religión en la Universidad refutaba enérgicamente a Voltaire, Rousseau y Sartre con la palabra «infracerdos», pero no a Camus, el cual no era «infracerdo» porque su madre era española.

Español por parte de madre, algo bueno le habría tocado a aquel Camus de quien tanto se hablaba por los primeros años sesenta del pasado siglo, antes de que cayera sobre él la losa del olvido. Y aunque tronante hidalgo no lo admitiera, algo le reunía con Camus y es que ambos tenían un sentido moral y una lealtad sin renuncias a sus compromisos.

Jesús Evaristo Casariego nunca abandonó las ideas por las que había luchado en la guerra y en la paz con no menos entusiasmo guerrero. El, solía decir, era un guerrero y no un soldado, que es la burocratización del guerrero. Y despreciaba a los Areilza y Fraga, que se habían dejado tentar por la democracia, y nada digamos de tipos como Laín Entralgo, Cela, Torrente Ballester y demás, que de ser cortesanos del franquismo pasaron a sedo de la «bodeguiya» de Felipe González. No, Jesús Evaristo Casariego nunca fue cortesano, pudiendo haberlo sido, y prueba de ello es que en su vejez pasó por verdaderos apuros económicos. Mas él, a pesar de todo, permanecía en pie como un roble añoso.

En cierta ocasión había salido al Cantábrico de Luarca al pescar a bordo de su bote; a lo lejos, procedente del Oeste, se acercaba un raudo yate que a la altura del bote de don Jesús Evaristo frenó en seco (como si se tratara de un vehículo automóvil delante de un semáforo), y asomó su cabecita por la cubierta un anciano vestido de blanco con los prismáticos colgados al cuello, que se dirigió a él con vocecilla aflautada:

- ¿Qué tiempo tenemos, don Jesús Evaristo?

- En posición de firmes, sin tener en cuenta los movimientos de las olas

Don Jesús Evaristo tronó:

- ¡A sus órdenes, mi General! Aquellas nubes que se insinúan al ocaso no presagian nada bueno.

Y el de la vocecilla, dirigiéndose al capitán del yate, le ordenó:

- A toda máquina hasta San Sebastián, que hemos escuchado el dictamen de un experto conocedor de los mares.

Así me lo contó don Jesús Evaristo y así lo cuento. Me contó otras muchas historias que sería muy largo repetir; pero lo cierto, y es de lo que se trata, del «régimen anterior» no sacó nada.

Don Jesús Evaristo Casariego Fernández-Noriega, el hidalgo de la Barcellina «frente a la mar de España», era un tipo formidable, creado con mimo y constancia por un tinetense muy imaginativo llamado también Jesús Evaristo Casariego. El hidalgo de la Barcellina fue la obra maestra de Jesús Evaristo Casariego, muy por encima de su abundante obra literaria. En su hermosa novela «El mayorazgo navegante», cuyos primeros capítulos reproducen la atmósfera de la «Sonata de otoño» de Valle-Inclán, traza el esquema del personaje que hubiera querido ser de haber vivido en una época que estuviera a su altura: marino de guerra, aventurero, cazador de osos, amante de una duquesa rusa... Como escribió Agustín de Foxá en su «Soneto de envío al Capitán y Poeta Casariego»:

Tú debiste ser un noble cazador de la Montaña de otro tiempo; asar un oso en el friego de tu hogar, gobelinos de hilo de oro en tu tienda de campaña, y tener un mayorazgo navegante sobre el mar.

Mas le tocó una época «que se nos muere de ficheros y oficinas»: mala suerte.

Y no le tocó vivir el tiempo futuro que él había anunciado, este siglo XXI que se suicida con los venenos implacables del hedonismo, el pasotismo, el socialismo y el nihilismo. La vida fue amable con él abandonándole a tiempo. De vivir hoy hubiera tenido la confirmación de que no andaba tan desencaminado en el artículo que bajo el epígrafe de «Grandes verdades» publicó en el diario «Región» el 24 de septiembre de 1977.

Después de haber pronunciado yo un discurso sobre el Cardenal Inguanzo en el entonces IDEA, después Rinstituto, Casariego, su director, me llamó a un aparte y señalando a los otros miembros asistentes, me dijo el oído: «Estos son unos gorrones, así que vamos a darles una larga cambiada y a cenar usted y yo».

Le gustaba salpicar su conversación con la rica y castiza terminología taurina. Vino con nosotros Santiago Melón, que me acompañaba, y a Gómez Tabanera no hubo manera de mandarle al chiquero. Durante la cena Melón tuvo la ocurrencia de decirle a Casariego que era un hidalgo valleinclanesco y esto lo tomó a voces. «¡No señor, soy asturiano, en todo caso seré un hidalgo como los de don Armando Palacio Valdés!» Contar aquella cena da para tres artículos. Al levantamos, quedó un charquito debajo del asiento de Tabanera. Melón, que lo vio, escribió en una servilleta de papel: «Fue Tabanera».

Se presentaba como luarqués y siempre tenía Luarca en las puntas de su pluma pero era de Tineo; cartografiaba la Casona de Barcellina «frente a la mar de España», más desde ella no se veía el mar; a la puerta de su casa constaba el famoso azulejo: «Prohibida la entrada a mujeres vestidas de hombre y a curas vestidos de herejes», pero en su entierro había una mujer con pantalones tejanos según consta en una fotografía aparecida en «La Nueva España» (consulten la hemeroteca si lo dudan).Y, en fin, fue el primer director del IDEA elegido democráticamente aunque los «demócratas» de la nueva situación hicieron todo lo posible por defenestrarle, ideando aquella barbaridad de que los miembros de número de la muy docta casa perderían esa condición al cumplir los setenta años (salvo el juntalibros de Figueras, aferrado al cargo de director muy traspasados los setenta, porque como dijo el guerra, hay gente «pa tó»). Don Jesús Evaristo fue un digno director, lo mismo que su sucesor Tuero Bertrand: esperemos que Ramón Rodríguez pueda figurar al lado de éstas al hacer recuento. Como la situación monetaria de Casariego no era boyante, las noches que había de quedarse en Oviedo dormía en su despacho de IDEA y antes de acostarse lavaba los calcetines, que discretamente ponía a secar detrás de su mesa.

Casariego era un gran tipo: «Gran señor de caza y guerra», como le califica Manuel Machado. Vivió toda su vida soñando y no permitió que la cruda realidad le mellara, aunque cada vez que se acercaba a los molinos de viento la revolcaban como el hidalgo manchego. Vivía un universo de veleros, de guerrilleros carlistas, de guerreros valientes, sacerdotes piadosos y de mujeres castas y buenas esposas como Penélope. El título de uno de sus libros certifica su desdén hacia las «ideas vigentes»: «Romances modernos de Toros, Guerra y Caza». Sus personajes preferidos eran don Quijote, Jim Hawkins y el marqués de Bradomín, como él carlista, católico y sentimental.

La Nueva España · 1 junio2013