Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Luis el del Ferroviario

La ruta de la sidra en Oviedo inevitablemente tenía que pasar por la calle Gascona, porque esta calle, aunque un poco desviada hacia el Norte, como flecha que apunta al Naranco, enlazaba, por otro lado, las dos zonas sidreras de la ciudad, ambas situadas al norte de la calle Uría, pero separadas por la Escandalera. La ruta de la sidra, hace treinta años, empezaba en el Gato Negro, en la calle Mon, y pasando por delante de la Catedral, se prolongaba hasta el Ovetense, donde, por ser lugar de excelentes carnes, había buena sidra, pero también se consumía vino. Si seguíamos esa ruta, se debía retroceder hasta la ilustre calle Altamirano, con Lito y Casa Manolo, donde había, además, asturianadas, cocina de otoño (caza memorable y tortillas de setas), ambiente de Noreña y La Mortera de Olloniego y peleas de gallos los domingos por la mañana ambas situadas al norte de la calle Uría, pero separadas por la Escandalera. La ruta de la sidra, hace treinta años, empezaba en el Gato Negro, en la calle Mon, y pasando por delante de la Catedral, se prolongaba hasta el Ovetense, donde, por ser lugar de excelentes carnes, había buena sidra, pero también se consumía vino. Si seguíamos esa ruta, se debía retroceder hasta la ilustre calle Altamirano, con Lito y Casa Manolo, donde había, además, asturianadas, cocina de otoño (caza memorable y tortillas de setas), (con algún cantarín de Joaquín Villa, con aroma de cuando cantaba en New York con Caruso). A Manolo iba todas las tardes, al crepúsculo, Emilín, con la cartera debajo del brazo, y se sentaba debajo de la jirafa y de la mandíbula del rinoceronte, cerca de la chimenea. Herrerita, en cambio, era más bien cliente de la Gran Taberna, y ahí tienen a dos extremos legendarios, en dos calles paralelas. En el mundo de los Romario y de todos esos a quienes se les concede más importancia que si fueran dioses, políticos, concejales, tonadilleras o premios Nobel, y que hasta ataques de histeria producen, y ocupan la mayor parte de la información, Emilín y Herrerita, entre la calle Altamirano y la plaza de Porlier fueron el fútbol: el viejo fútbol, antiguo y bravo, que hacía las concentraciones tomando sidra en Colloto y acababa Emilín pareando goles de rosca «delantera eléctrica». Un poco más abajo estaba Falín, en la cantina del Vasco. Supongo que la cantina de estación más «guapa» del mundo. Lástima que se haya perdido.

El fútbol y la canción. Y la intelectualidad. Carlos Clavería y Emilio Alarcos, dos académicos de la Lengua, estaban en el Cervantes, que no era de sidra, antes de que Conrado se trasladara unos metros más al Sur, a Casa Conrado. Y enfrente el Niza, refugio de clandestinos, con Genaro detrás de la barra, Charo siempre maternal y Charito con el camafeo de Che Guevara. Qué Oviedo. Qué Oviedo que no volverá. Ya había cerrado el Ferreru y el Pelayo estaba a punto de cambiar de imagen. El Pelayo era posta de diligencias del ALSA. Las gentes del occidente de Asturias confiaban en el ALSA más que en el correo. Iban todos al Pelayo a ve qué traía o llevaba el ALSA, como los de la cuenca del Nalón se acercaban a la Gran Taberna, posta de Los Carboneros. A partir de ahí, la gran etapa sidrera, lugar de reposo para todo lo que se quisiera, era Marchica. Y la meta, el Cantábrico, a la entrada del Naranco, y que luego cruzó la calle para seguir manteniendo su prestigio de sidra y cocina. Y entre todos éstos estaba el Ferroviario, llamado así por ser frontero al ferrocarril del Vasco, y desembocadura natural de quienes venían de Mon y de Altamirano. Más tarde se abrió la sidrería de Marcelino, trasera a Santa Clara, para quienes querían ruta y regresar al centro por el Pelayo. En la calle Gascona se abrió también El Llagarín, casi sobre la trinchera del tren: lugar de buena sidra y buena canción.

El Ferroviario no tardó en adquirir la fama de servir la mejor sidra de Oviedo. Sidra de Peñón. Lo escribo sin menosprecios a otros, yo jamás bebí sidra, sino vino. Pero siempre me encantó el ambiente de las viejas sidrerías y la gran cocina de Laura: no sólo los callos sino algo en apariencia tan simple como los huevos fritos con salsa de tomate, que muchas veces tomé con Víctor y Lalín, dos alleranos inolvidables. Luis, detrás de la barra, parecía un torero: más serio que Manolete y, sin embargo, socarrón, con humor, el espíritu de Felechosa trasplantado a Oviedo, su embajador de lujo. Entre chasquidos de la sidra al golpear en el vaso, se escuchaban canciones cantadas por Ignacio Apaolaza o Manolo Ponteo, nada menos. El otro día entré en una sidrería de Nava con el «Capi» ingeniero de la vida y un escanciador me dijo: «¿No me recuerda? Empecé en el Ferroviario y de ahí le conozco». Haber escanciado en el Ferroviario es como obtener un master en Harvard. Luis, maestro, gracias por haber sabido enseñar.

La Nueva España · 16 de julio de 1998