Ignacio Gracia Noriega
San Antonio
San Antonio de Padua es un santo casamentero y bondadoso, protector de niños y de noviazgos, que se celebra en esta hermosa época del año, próxima al solsticio de verano, en la que la primavera todavía no es verano. Los antiguos, antiguos modernísimos, quiero decir, como Lope de Vega o Shakespeare, distinguían entre estío y verano. «Todavía en el antiguo régimen, y aún en los inicios del siglo XIX, la voz verano carecía de su significación meteorológica o estacional actual, en el sentido de estío», escribe Gómez Tabanera. A mediados de junio todavía la climatología es dulce, y los días son muy largos: va el año hacia arriba, aunque por San Juan, que es el santo del solsticio, los días empiezan a menguar. Los San Antonio están íntimamente relacionados con celebraciones populares y con el mundo rural. Otro San Antonio, o San Antonio Abad o San Antón, es santo de pleno invierno. La iconografía le representa con el hermoso cerdo, que reafirma así su condición de «cristiano viejo». San Antonio de Padua es un santo de flores, San Antón es un santo de viandas. Por el invierno no hay flores, por el estío no se consume el cerdo. Son santos igualmente simpáticos y risueños, pero de dos estaciones distintas, lo que vale tanto como decir que pertenecen a dos mundos distintos. Las diferencias entre el estío y el invierno estaban profundamente señaladas en el ámbito rural.
San Antonio de Padua, aunque unido indisolublemente a la ciudad italiana de su sobrenombre, en realidad era portugués de Lisboa, hijo del capitán Martín de Bulloes, y no se llamaba Antonio, sino Fernando: cambia de nombre al entrar en religión, tomando el hábito de franciscano menor. Inicialmente fue misionero en África, pero unas fiebres le obligaron a regresar a Europa. Una tempestad desvía la nave a las costas de Sicilia, por lo que San Antonio aprovecha para trasladarse a Asís, donde conoce a San Francisco. También explicó Teología y ganó fama como predicador; en cierta ocasión en que le faltaba público para su sermón, predicó al mar y los peces salían del agua para escucharlo. «Realizó en vida numerosos milagros, desde la resurrección de los muertos hasta la sumisión de las fuerzas de la naturaleza a su voluntad, por lo que fue llamado el Taumaturgo de Padua –escribe Margarita Candon y Elena Bonnet–. Jesús se le apareció varias veces bajo la figura del Niño, motivo que ha sido representado por Murillo, Alonso Cano y otros artistas». Ahora, un pintor de esta época, Vicente Sabero, se propone ofrecer su particular visión del santo para la iglesia de San Antonio, de Cue.
Las fiestas de Cue son de primavera. Se celebran San Fernando, que era el nombre de pila de San Antonio, con la poética y antiquísima ceremonia del enrame de las fuentes; San Antonio, y la Sacramental, que coincide con San Juan. San Antonio, lo mismo que San Fernando, es santo vinculado a una fuente, y las fuentes se enraman con ofrendas florales; en cambio, por la Sacramental, las calles del pueblo se cubren con alfombras de flores. Flores y corrientes de agua, ¿caben mejores representaciones de la primavera? Por San Antonio se canta:
La fuente de San Antonio
es digna de todo aprecio,
por ser un rico tesoro
que Dios concedió a este pueblo.
La fiesta se celebra en la plaza de las escuelas, frente al bar La Espuela. Es fiesta para los del pueblo, y si me apuran, para los de esta zona del pueblo. Mozos y mozas bailan el pericote mientras el veterano Ignacio Noriega, el gaitero de San Roque del Acebal, toca la gaita. Goza fama de ser el pericote de Cue el más puro, el más legítimo, el más solemne y el más bello de cuantos pericotes se bailan. Mi abuela solía decir que en sus tiempos las mozas lo bailaban con un vaso de agua encima de la cabeza para no hacer movimientos bruscos. Corretean algunos niños por la plaza, una furgoneta pintada de blanco vende helados, el quiosco de la música está dignificado con la bandera española. Viendo este pericote ancestral y majestuoso, sentimos el peso de la tradición (Cue es un pueblo celoso de sus tradiciones). Y de pronto, en algún lugar hay un televisor encendido y alguien grita «¡Goool!». Nos acaba de acometer la modernidad y una de las bailarinas del pericote perdió el paso.
La Nueva España · 21 de junio de 1998