Ignacio Gracia Noriega
Oviedo en cien años
Juan de Lillo, «periodista sobradamente conocido por su larga e intensa trayectoria profesional», durante la cual ha escrito páginas y libros notables en los que prevalece eso que en Asturias escasea tanto como los puestos de trabajo, el sentido común (ya se ha dicho por ello que es el menos común de los sentidos), culmina al fin su ameno recorrido por un siglo de Oviedo, de 1860 a 1960, en dos tomos muy bien editados, con profusión de fotografías, patrocinados por el Ayuntamiento de la ciudad. Obras como ésta o como «En busca del Oviedo perdido», de Manuel F. Aveno, de parecidas características, son grandes ventanales abiertos a la nostalgia. Una nostalgia que, en estos casos, no se reduce a entonar el «¡ay, Oviedín del alma!», del mismo modo que, según Luis Cernuda, el sentimiento de la vejez en la poesía (por ejemplo, en Yeats, que es a quien cita), es algo más serio y profundo que la socorrida lamentación rubeniana de «juventud, divino tesoro». El «Oviedín del alma» se ha transformado, en casi siglo y medio, en otra cosa, mucho mayor, mucho más ruidosa, bastante más contaminada; pero que esta ciudad siga teniendo alma se lo debe a los ovetenses; a esos ovetenses a los que Juan de Lillo dedica su obra: «A los ovetenses. A todos los que fueron haciendo Oviedo a lo largo de sus doce siglos de historia». Porque en Oviedo, donde nunca, hasta hace poco, se conocieron cicaterías localistas (más bien es Oviedo, por su vocación imperial, la gran ciudad universal, según Gustavo Bueno), el título de ovetense no se le discute a nadie que quiera serlo, por lo que tan ovetense era Feijoo, aunque nacido en Casdemiro (Orense), como Clarín, a quien «nacieron» en Zamora; como Gustavo Bueno, que es de Santo Domingo de la Calzada (y donde, si preguntas por él, te dicen: «¡Ah, sí!, un señor que sale en la 'tele'»); como Evaristo Arce, que es de Villaviciosa; como Juan de Lillo, que es de Moreda; como yo, que soy de Llanes, o como Emilio Alarcos, que tuvo un abuelo que fue sastre en el Fontán.
Cito de propósito a Evaristo Arce porque es autor de uno de los libros más perspicaces sobre la psicología de la ciudad: «Oviedo y los ovetenses». Esa es una estupenda historia del grupo zoológico ovetense, mientras que «Oviedo, crónica de un siglo», de Juan de Lillo, en sus dos tomos, lo es más bien de su paisaje urbano: un paisaje que se ha transformado extraordinariamente, pero aun así, la personalidad de la ciudad es tan grande que resulta todavía reconocible. El monte Naranco, la aguja de la Catedral, el Campo San Francisco: no creo que haya muchas ciudades que puedan presentar tarjetas de identidad tan claras y tan identificables.
Oviedo, además de ser una ciudad con fortísima personalidad, es una ciudad-anécdota. Dice el profesor Santiago Melón que Indalecio Prieto, que a fin de cuentas era ovetense y siempre lo proclamó y lo tuvo a gala aunque un par de insensatos intentaron borrarle del censo y del libro de bautismos de San Isidoro, era un hombre-anécdota, porque siempre tenía un chascarrillo, una historieta divertida, un rasgo de humor a flor de los labios o en la punta de su estilográfica. Igualmente, siempre hay anécdotas referidas a Oviedo: anécdotas jugosas; socarronas, divertidas, benevolentes, que revelan la óptima condición de sus habitantes, tan elogiada por Palacio Valdés, a quien no le gustaba Oviedo, pero le gustaban, y mucho, los ovetenses.
En ese siglo que Juan de Lillo abarca, de 1860, muchas cosas cambiaron. «Durante mis años estudiantiles padecieron grandes mudanzas el mundo, España y Oviedo –escribe, Ramón Pérez de Ayala en el prólogo a «Doña Berta», de «Clarín»–. Fue una época finisecular en las ideas y en las costumbres. Comenzaba a hablarse de modernismo en las artes, en las letras o incluso en la ortodoxia católica». Pero mucho más cambiaron el mundo España y Oviedo en los treinta y tantos años que siguieron a 1960, que en todo el siglo anterior: tanto que ya lo del modernismo es una antigualla y ahora se habla (o, por mejor decir, se habló en otro tiempo) de «posmodernidad».
Supongo que a los jóvenes les resultará sorprendentemente el Oviedo rescatado por Juan de Lillo. Para los que ya tenemos alguna edad es un delicioso regalo.
La Nueva España · 3 de febrero de 1998