Ignacio Gracia Noriega
Cistercienses
El retorno de los monjes cistercienses a Valdediós es una «buena nueva». En este país colectivista y pagano, donde únicamente se rinde culto al dinero fácil y por dinero naufragan ideologías y se pervierten dignas trayectorias, y se podría decir, con Quevedo: «Madre, yo al oro me humillo», es conveniente un poco de espiritualidad. Desprestigiada hasta lo indecible la «ética» socialista, el hombre, a la larga, e incluso a corto plazo, habrá de plantearse la cuestión fundamental de creer en algo, porque la creencia en los programas políticos es algo demasiado mezquino como para que merezca mayor consideración. Decía Malraux, que, como yo, no era religioso, que la religión predominará en el siglo XXI. La religión, que sacó a Polonia del hondo y negro túnel en que sumió a esa sufrida nación el socialismo real, tal vez en España vuelva a ser de utilidad pública. Este país se secularizó demasiado pronto, y del mismo modo que antes todo el mundo iba a las procesiones y la plaza de Oriente a vitorear a Franco, ahora casi todo el mundo se va a la playa y vota a los socialistas. El regreso de los cistercienses a Valdediós por lo menos nos recuerda que algo permanece inmutable todavía. «Somos cuatro hombres que viven el Evangelio», han dicho. Y su abad, el P. Jorge Gibert, se ha definido con referencias de otros: «Unos dicen que soy tremendamente conservador; otros, que soy tremendamente progresista». San Benito, en su tiempo, fue también un hombre progresista porque supo mirar al pasado y rescatarlo; pero hoy lo que menos falta nos hace son «progresistas», porque ya hay demasiados y constituyen una numerosa tropa que va desde los actuales gobernantes hasta los especuladores inmobiliarios. ¡Ay, progreso, cuántas tropelías se cometieron en tu nombre!
Yo no concibo a un cisterciense de hoy día con tejanos como tampoco lo concibo haciendo «footing» (que es manía muy generalizada entre los curas de las películas norteamericanas, a partir de «El exorcista»). Para mí, son un eco de la Edad Media incrustados ahora en el marco incomparable de Valdediós. Entrar en Valdediós es como entrar en la Edad Medía. Ese silencio, esos árboles, esas viejas piedras parecen decirnos que el tiempo se ha detenido y que nos hemos trasladado a otra época.
La regla de San Benito, que se dirigía al «oído del corazón», propone un principio que es bueno para cualquier época: «Ora et labora», y más para este país, donde ni se «ora», ni, lo que es peor, se «labora». Todo el mundo sueña con la subvención estatal, y, por si fuera poco, después de Mastrique, éste va a ser un país subvencionado, asilo de ancianos y de tahúres. Los cistercienses defendieron el trabajo y la cultura, e incluso en momentos de decadencia de la orden no perdieron de vista la referencia cultural, como escribe Ernst Robert Curtius en su impresionante «Literatura europea y Edad Media latina»: «La idea del gran valor del papel destinado a la escritura se emplea figuradamente en el relato de San Benito sobre la decadencia de la orden por él fundada». En esta época en que la espiritualidad no se tiene en cuenta, era de esperar más profunda decadencia del espíritu monástico. Pero con los cistercienses nos vuelven aromas medievales. No toda la Edad Media ha de ser tenebrosa. Chesterton la imaginaba alegre y clara como una mañana de primavera, como los vitrales de una catedral gótica, como una página de Chaucer o una pintura de fra Angelico.
El medieval ambiente de Valdediós, en el que esperemos que vuelva a escucharse el gregoriano, nos dice que hay muy corto trecho entre Citaux y Asturias.
La Nueva España · 27 de septiembre de 1992