Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Don Luciano y el tiempo

Hay un cuento muy breve y muy hermoso de Jorge Luis Borges, incluido en «El Hacedor», que se titula «El testigo». En tan sólo dos páginas percibimos el vertiginoso paso del hombre por la Historia. En un establo, «casi a la sombra de la nueva iglesia de piedra», un viejo sajón espera la muerte.

«En los reinos de Inglaterra el son de las campanas ya es uno de los hábitos de la tarde –anota Borges–, pero el hombre, de niño, ha visto la cara de Woden, el horror divino y la exultación, el torpe ídolo de madera recargado de maderas romanas y de vestiduras pesadas, el sacrificio de caballos, perros y prisioneros. Antes del alba morirá, y con él morirán, y no volverán, las últimas imágenes inmediatas de los ritos paganos; el mundo será un poco más pobre cuando este sajón haya muerto».

La conclusión del cuento es reflexiva y estremecedora: «Hechos que pueblan el espacio y que tocan a su fin cuando alguien muere pueden maravillarnos, pero una cosa, o un número infinito de cosas, muere en cada agonía, salvo que exista una memoria del universo, como han conjeturado los teósofos.

»En el tiempo hubo un día que apagó los últimos ojos que vieron a Cristo; la batalla de Junín y el amor de Helena murieron con la muerte de un hombre».

¿Qué habrá muerto para siempre, de forma irremediable, con la muerte de don Luciano López y García-Jove, fallecido en la Casa Sacerdotal de Oviedo, hace unos días?

Su muerte sí que nos ha empobrecido a todos en esta empobrecida Asturias, porque don Luciano era un eco de otro siglo, casi un personaje de «La Regenta» caminando con calma y sin pausa por las calles de la levítica ciudad, ahora en vías de transformación.

«Hemos visto a un jinete de otro tiempo», se escucha, por los menos, en dos nostálgicas películas de John Huston: en «Los que no perdonan», cuando aparece el anacrónico guerrero confederado (Joseph Wiseman) entre la niebla; en «El juez de la horca», cuando reaparece Roy Bean (Paul Newman) en la ciudad que ha progresado tanto que no queda más remedio que destruirla.

Ahora podremos nosotros decir también: «Hemos visto a un cura de otra época»; y conforme vaya pasando el tiempo nos daremos cuenta de lo abandonados que nos ha dejado don Luciano con su partida: en el aspecto histórico, en el plástico, en el moral.

Cuando murió el tío Aurelio de Tielve yo escribí que, a no ser que se aportara otro caso semejante de longevidad extraordinaria, era el último superviviente de todos los ejércitos que combatieron en Cuba durante la guerra de la Independencia: al cerrarse sus ojos se apagó para siempre la voladura del «Maine», que ahora ya no es más que un acontecimiento histórico, registrado en los libros, pero no en la memoria de quienes lo hayan contemplado.

Al morirse don Luciano, si le consideramos como tal, probablemente muere el escritor más viejo del mundo; pero deja ese decanato en buenas manos: en las de Ernst Jünger y Julien Green, y, en Asturias, en las de Juan Antonio Cabezas.

A don Luciano le tocó asistir a dos guerras mundiales, a una civil, a la de Cuba y Filipinas, a varias revoluciones y a la revolución del Concilio Vaticano II. No obstante, sentía curiosidad hacia el presente y el futuro, había leído las «Crónicas marcianas» de Ray Bradbury, y protestaba porque los astronautas de la NASA sólo se interesaban por tonterías, y no por asuntos de mayor trascendencia: por ejemplo, averiguar si los extraterrestres se regían por monarquía o república, y cosas así.

Con don Luciano, seguramente, se ha ido el último adulto que trató a Armando Palacio Valdés y los últimos ojos que contemplaron la «aldea perdida».

La Nueva España · 3 de septiembre de 1992