Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Bibliotecas y bibliotecarios

La Biblioteca de Alejandría contenía setecientos mil volúmenes, salas de trabajo y gabinetes especiales; su primer director fue Demetrio de Falera, que trabajó siguiendo las instrucciones de Tolomeo I; entre sus sucesores en el cargo se contaba Apolonio de Rodas, autor de un poema épico dedicado a los Argonautas. Se le atribuye a Julio César, caudillo letrado, autor, de dos escuetos libros de memorias militares, una primera destrucción de la biblioteca, que algunos consideran que fue accidental; pero el incendio y destrucción definitivos fueron obra de los musulmanes: el esbirro Amr Ibn-el-As cumplió concienzudamente la orden del triunfador Omar, según el cual no hacen falta libros que no sean el Corán: pues los que están conformes con su doctrina son innecesarios, y los que no lo están, perniciosos. Se miren por donde se miren, los libros siempre son sospechosos para los tiranos.

La biblioteca de la Universidad de Oviedo también conoció el fuego y la destrucción. En toda época de barbarie se acaba quemando libros, bien sea con la llegada de los nazis al poder o durante los eventos revolucionarios de 1934.

En una España enfrentada, ambos bandos enemigos, aparte de coincidir en muchísimas cosas, coincidieron en el desprecio hacia los libros: recuerdo haberle escuchado contar al profesor Roca Franquesa que la biblioteca de la Universidad de Barcelona estuvo a punto de perecer porque los miembros de una bandera de la Legión acampada en los alrededores empleaban los libros como combustible.

Pero felizmente han pasado aquellas épocas de recio enfrentamiento nacional, o, por lo menos, eso espero. Ahora leo en los periódicos que la biblioteca universitaria ovetense cuenta con 450.000 volúmenes: alguno menos que la de Alejandría en sus mejores momentos, pero todo se andará. Bajo la dirección de Ramón Rodríguez, estos libros están en buenas manos, como antes lo estuvieron en las de su antecesora, doña Carmen Guerra. Para doña Carmen, pocos placeres había equiparables al de abrir un libro con un cortaplumas, y ella, a mi lado, decía: «¡Qué bien suena!». A música celestial.

A los libros hay que amarlos. Casi tanto como a las personas y a los animales, y a veces más. Recordemos el encendido elogio que hizo de los libros Richar d'Aungervyle, obispo normando de Durham, en el siglo XIV, así como el de Michel de Montaigne, para quien los libros eran el amigo perfecto, el más discreto, el que no defrauda.

Ramón Rodríguez tiene el carácter adecuado para estar entre libros, custodiarlos y mimarlos. Es una de las pocas personas civilizadas que dio este país; y posee la sensibilidad y delicadeza suficientes (aparte de conocimientos) para no ser un burócrata que no va más allá de los títulos y de los ficheros.

Todas las bibliotecas, incluidas las públicas, tienen algo de melancólico, por lo que para estar en ellas se requiere cierto temperamento poético. En todas las bibliotecas, aseguraba Borges, hay algunos libros que no leeremos jamás, y esto nos advierte sobre la finitud de las cosas humanas.

Otro bibliotecario de esta Universidad fue Ignacio Aguilera, muerto recientemente, con más de ochenta años. Había sido director adjunto de la biblioteca de Menéndez Pelayo en Santander y trabajó en la creación del Centro Coordinador de Biblioteca de Asturias, con Lorenzo Rodríguez Castellanos. En la Casona de Tudanca, que fue de José María de Cosío, se le acaba de hacer un homenaje.

Es lástima que a estas alturas el nombre de Aguilera diga poco en Asturias, al tiempo que es de justicia que sus paisanos le hayan recordado.

La Nueva España · 10 de noviembre de 1989