Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Personas y hechos de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Los eucaliptos

Leemos en los papeles que el Principado prohibirá que se planten eucaliptos en varios concejos de la región, y la medida le parece atinada incluso a personas que son sumamente críticas con las decisiones del Principado. El eucalipto tiene mala fama en nuestra región; algunos le acusan de la desaparición del bosque autóctono. Pero el bosque autóctono desapareció a causa del secular aborrecimiento del español hacia el árbol. Como escribió Víctor de la Serna: «Un español con un hacha en la mano, frente a un árbol, era la guerra. Siempre sucumbía el árbol». Tan sólo algunos españoles civilizados como nuestro paisano el marqués de Santa Cruz de Marcenado se preocuparon de proteger el árbol, al que dedica atención en su «Rapsodia político económica monárquica»

Se decía (Plinio así lo dejó escrito, por lo menos) que una ardilla podía ir desde los Pirineos hasta las columnas de Hércules de árbol en árbol, sin poner el pie en tierra, como el «barón rampante» de Italo Calvino. De ser esto cierto, es innegable que España ha pasado por un proceso severo de desertización; Asturias misma se está desertizando. La superficie asturiana se llena de peligrosas calvas, que indican vejez o quién sabe qué enfermedad. En el aspecto arbóreo, la vecina provincia de Santander (o autonomía de Cantabria, como ahora se dice), tiene mayores bosques: grandes extensiones de árboles, muchos de ellos autóctonos, pueblan los valles montañeses. Y, sin embargo, Víctor de la Serna lamentaba en «La rata de los foramontanos» que Santander se estuviera llenando de eucaliptos, ese árbol que huele a farmacia, y elogiaba a Asturias porque de aquélla, a comienzos de la década del cincuenta, se veía libre de esa plaga. Yo recuerdo la época en la que empezaron a plantarse eucaliptos en Asturias. Empezaron a plantarse como negocio, y, como en tantos otros negocios, quienes se beneficiaban de ellos no quisieron darse cuenta de los inconvenientes que el nuevo cultivo pudiera traer.

El eucalipto procede de Australia, como se sabe. «Aclimatado a principios de siglo en los exquisitos invernaderos de la Malmaison como primor exótico» –escribió el marqués de Tamarón–, «pronto se convierte en típico cultivo industrial, apto para producir celulosa, drenar pantanos o eliminar paludismo, pero desterrado de cualquier jardín que se respete». O sea, que lo bello, cuando es útil, deja de ser bello, como escribió Gautier.

Yo no digo que el eucalipto sea bello; además, corroe la tierra sobre la que se asienta. Su productividad es ilusoria, y apta tan sólo para quienes opinan como Luis XV: «Ya durará esto tanto como yo. Después de mí, que venga el diluvio». Contra él se han desatado campañas de ecologistas y políticos: el otro día, subiendo a Sotres, vi la consabida pintada de «ocalitos, non», puesta en un lugar inverosímil, donde para pintar había que colgarse de la roca sobre el abismo. Claro que la pintada está firmada por el PC: a eso le llamo yo militancia y jugarse el tipo por una idea o, lo que es peor, por un «ocalito».

Pues quien se jugó el tipo escribiendo «ocalito», pensó que lo estaba escribiendo en bable, y no es así. O sea, que vale el mensaje contra el eucalipto, pero no su pretensión de dignificar la «llingua llariega». Álvaro Galmés me dijo que había visto en una tesis doctoral la referencia a un «monte de los ocalitos» cerca de Sevilla; Tamarón dice que en Andalucía también se le llama «carlitos». Y en Cantabria recibe el nombre de «ocalitos», como aquí, y en Galicia, «arcolitos», y en algunas zonas de Asturias es el «eucalitro». No se trata, pues, de bable, sino de la palabra latina que se le atragantó a la mayoría de los españoles.

La Nueva España · 2 de marzo de 1989