Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Despedidas & necrológicas

Ignacio Gracia Noriega

María Luisa y su lubina al champagne

La cocinera avilesina recientemente fallecida forjó con su saber una familia de alta gastronomía

Por una esquela en el periódico nos enteramos de la muerte de la cocinera avilesina María Luisa García (a quien no se debe confundir, pese a la coincidencia de nombre y ocupación, con María Luisa García, la excelente cocinera de Mieres, autora de grandes «best-sellers» de la literatura coquinaria y recetaria, entre las que destaca «El arte de la cocina», uno de los libros más reeditados en Asturias de toda su historia editorial, y que continúa felizmente entre nosotros, en compañía de su Manolo, su marido y jefe de ventas; y que sea por muchos años). María Luisa García, de Avilés, que acaba de dejarnos con poco más de ochenta años, fundó con su marido Félix Loya, una de las instituciones de la alta gastronomía asturiana, el restaurante San Félix, de Avilés, situado en la antigua avenida de Lugo más tarde rebautizada como Los Telares, que alcanzó su momento de máximo esplendor en los años ochenta del pasado siglo.

Decía Brillat-Savarin, autor al que últimamente me resisto a citar, dándole la razón a Baudelaire, que lo consideraba un necio y un «fanfarrón de la abstinencia», pues a lo largo de las muchas páginas de «la fisiología del gusto», sólo le dedica al vino una frase rutinaria y absurda, de pasada (y yo desconfío de los «fanfarrones de la templanza» desde que en unas declaraciones a este periódico leí, en pleno ejercicio de precorrección política, que alguien sólo bebía agua fresca de la fuente, y, si acaso, y siempre por «imperativo social», un «culín de sidra»), algo que, sin embargo, merece ser citado: que el descubrimiento de un nuevo plato es más importante que el de una estrella. No puede decirse, con rigor, que María Luisa García haya descubierto un nuevo plato, pero sí que renovó, mantuvo y mejoró muchas muestras muy características de la cocina regional; por ejemplo, la lubina al champagne, que se hace troceando la lubina antes de cocerla en un caldo corto. Limpia de espinas y piel, se le añaden sal y una salsa de champagne, y se gratina al horno. El resultado es delicioso. Pues bien: si la aparición de un nuevo plato es más importante que la de una estrella la desaparición de una gran cocinera tiene que afectarnos más que la de toda una galaxia en la inmensidad de los espacios infinitos.

Por esto motivo, nos trasladaremos a Avilés para recordar el emporio hostelero que María Luisa García y Félix Loya crearon en la Villa del Adelantado, en una época en que La Serrana, la Cantina de Renfe y San Félix eran referencias inevitables no sólo en Asturias, sino en el norte de España. Y hasta en Madrid. Recuerdo una ocasión en que, después de haber pasado un par de meses en la Villa y Corte, tomé el tren para regresar a Asturias y continué hasta Avilés para repostar en la Cantina de la Renfe, con una sopa de marisco de primero (la hacían excelente) y un cachopo de merluza de remate. Si venimos considerando como «territorios perdidos» los de antaño, ¿no es la muerte de una persona otro territorio más perdido, sólo que más amplio, más rico, más variado, más irremediable? Además, la muerte de María Luisa García permite recordar buenos momentos del paladar.

María Luisa García era natural de Besullo, el pueblo de Alejandro Casona, en una zona recóndita de montes, en el concejo de Cangas del Narcea. Esta zona es de viandas poderosas; no sé cómo, alimentándose con ellas, pudo salir Alejandro Casona tan cursi. Se formó como cocinera en Casa Migio, de Madrid, plaza a la que fueron nativos de Cangas del Narcea, bien como serenos y como cocineros, como en este caso, y allí conoció a Félix Loya, natural de Villafrichós, el pueblo de las almendras garrapiñadas, próximo a Medina de Rioseco, donde Conrado Antón y Jesusa Pertierra establecieron el bar Asturias, que todavía continua abierto, aunque con otros dueños. Después de casarse, María Luisa regresa a Asturias, trayendo consigo a Félix, que trabaja como camarero en el restaurante Santarúa, y dos más tarde, el matrimonio realiza su primera aventura empresarial haciéndose cargo de El Barín. En 1967 se trasladan a las instalaciones del antiguo Félix, con lo que llamándose también Félix el nuevo propietario, no hubo necesidad de rebautizarlo. Eran los años dorados de Ensidesa y San Félix subió como la espuma: se convirtió en uno de los restaurantes punteros de Asturias.

San Félix, situado al borde de una carretera de mucha actividad, que hoy es sólo recuerdo, ya que el tráfico hacia Galicia ha sido sacado de la población, en los bajos de un edificio de pisos, tenía dos entradas en la fachada principal: una conducía directamente al comedor y al bar, y ambas se comunicaban por dentro. La cocina se encontraba a la izquierda, y era grande y muy bien acondicionada. El establecimiento se extendía hacia atrás, con salón de baile y salones para la celebración de bodas y banquetes. También se celebraban otro tipo de actos: por ejemplo, un concurso de cócteles, del que Armando Alvares y yo éramos miembros del jurado y estábamos sentados en la misma mesa, una mesita redonda al lado de la puerta por la que salían los camareros con sus bandejas en alto. Armando estaba elegantísimo, con un traje de muchos brillos, como los que se veían en las películas americanas de la época, y uno de los camareros, todavía no alcanzó a comprender por qué motivo, cada vez que se acercaba, dejaba caer la bandeja sobre nosotros. Nos acabó poniendo perdidos, hechos unas sopas, y oliendo a alcohol como si lo hubiéramos bebido por hectolitros. Pero no lo habíamos bebido. Lo habíamos tomado por afuera, externamente, que es lo peor manera y la menos placentera de tomar alcohol. Aclaremos, por si hay alguien mal pensado, que el camarero torpe no pertenecía al personal de San Félix, sino que procedía de uno de los establecimientos que participaban en el concurso.

El comedor era grande, fresco en verano, caldeado en invierno, libre de ruidos, con veinticuatro mesas (lo que da idea de su tamaño y dos grandes columnas, que lo dividía en dos zonas diferentes, y en esa frontera se encontraba un piano histórico, pues fue con el que se inauguró el teatro Palacio Valdés. La decoración era a base de maderas y mármoles, con cuadros de Zaldívar, una vista de San Esteban de Pravia de Nicieza y un mural de asunto marinero de Favila.

Como Félix tenía vivero propio, ofrecía marisco de quitarse el sombrero. Entre los platos destacaba el rape a la armoricana, el mero a la naranja y el lenguado San Félix, variante del «meunière». Y, naturalmente, la lubina al champagne. De las carnes, el lechazo, el solomillo al Borgoña y el rosbif con salsa Périgord. Félix Loya fue uno de los adelantados de los vinos de Valladolid en Asturias.

El tiempo pasa, y el negocio pasa a los hijos y se prolonga y extiende a los nietos. En San Félix, la casa madre, continuaron Julio, muerto el año pasado, y José, buen cocinero, buen discípulo de su madre. Miguel Loya consiguió al frente del comedor del Balneario de Salinas uno de los logros absolutos de la cocina asturiana de esta época. Su hijo Javier Loya, hijo de Miguel, nieto de María Luisa y Félix, extendió sus actividades y su buen hacer hacia Gijón, en el Piles, y en el hotel Santo Domingo de Oviedo, en cuyo restaurante De Loya mantiene las buenas formas gastronómicas familiares. María Luisa García ha muerto, pero su escuela, su sabiduría, su sangre, permanecen.

La Nueva España · 9 marzo 2011