Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Despedidas & necrológicas

Ignacio Gracia Noriega

Gran estudioso, buen ciudadano

Del ascenso tranquilo y riguroso a la cátedra, a sus paseos de los últimos años con Rosario, su mujer

Producía un sentimiento de melancólica ternura ver a Jesús Neira y a María Rosario Piñeiro caminando cogidos del brazo, un poco a trompicones, por la plaza de la Gesta en busca de unos rayos de sol invernal en el césped verde de detrás de los juzgados. Allí, sentados en un banco, Rosario le leía a Jesús el periódico en voz alta.

La madre de Jesús Neira, que también alcanzó avanzada edad, estaba preocupada porque Chus no acababa de casarse. «No sé a qué espera», le decía a Juan Benito. Esperaba a encontrar a Rosario, y acertó plenamente. Mereció la pena esperar. Rosario colaboró con él en una de sus obras mayores, el «Diccionario de los bables de Asturias», una obra que tardará en superarse, si es que se supera alguna vez, que no creo, y fue su compañera y en los años últimos, cuando Jesús Neira quedó ciego, su guía. Todos los días, si el tiempo lo permitía, salían a pasear y a leer el periódico al aire libre.

Los vi por última vez hará poco más o menos un mes. Jesús permaneció silencioso, cuando otras veces se mostraba locuaz, haciendo a veces gala de un suave, finísimo sentido del humor. Los años habían acentuado el aspecto de pajarillo tímido, un poco indefenso, que siempre tuvo. El cuello de la camisa le quedaba grande, señal de que había adelgazado, el nudo de la corbata estaba un poco al desgaire y en algunas zonas del rostro quedaban restos de barba blanca. No sé por qué, pero tuve el extraño aviso de que le saludaba por última vez.

Jesús Neira se tomó las cosas con calma. No acababa de sacar la cátedra de Universidad porque carecía de esos vicios tan arraigados del opositor como son la verbosidad innecesaria y la tendencia a dar gato por liebre. Lo que podía exponer en una frase no lo exponía en cuatro folios, y tal concisión no era del agrado de los tribunales académicos, según Emilio Alarcos, que a renglón seguido añadía: «Además, Jesús sabe más que todos los miembros de cualquier tribunal».

Jesús Neira fue el máximo estudioso del bable (espero no incurrir en la ira de Mati si cito, como par suyo, a don Lorenzo Rodríguez Castellanos). Y aquí, como gran estudioso que era, se comportó como buen ciudadano, denunciando la abusiva politización de la «llingua llariega» como instrumento al servicio del separatismo mimético.

Tuvo que recordar a los asturianos en artículos admirables que las lenguas obedecen a necesidades expresivas, no a intereses políticos, y que si una lengua deja de hablarse no pasa nada: será porque no cubre las necesidades de comunicación.

Corta muestra de su valía como lingüista son sus escritos. Escribió poco: mucho menos que lo mucho que sabía. El volumen «Reflexiones en torno a la lengua» reúne algunos de sus trabajos sobre lingüística y literatura («trabajos perfectos» y «magistrales comentarios de poemas singulares», escribe Salvador Gutiérrez Ordóñez en el prólogo).

Pues acostumbrados a ver en Neira al lingüista, al dialectólogo, al experto en toponimia, se olvida que era también un excelente crítico literario. Y un etnógrafo atento. Hay que releer los apuntes sobre la geografía y la historia de Lena que incluye como introducción a su gran estudio sobre «El habla de Lena» para percibir cómo era Asturias en 1955. Todavía estaban las zonas rurales en la Edad Media y Neira dio exacto testimonio de ello.

La Nueva España · 4 febrero 2011