Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Los viajes de sir John Mandeville

Sir John Mandeville, «el incisivo Mandeville», según Chesterton, porque en el relato de sus viajes traza «un bosquejo impresionista o simbolista que evita los detalles más tediosos y proporciona una sensación de atmósfera e intensidad», figura como el autor de uno de los libros de viajes más difundidos de la Edad Media, si no el más difundido. Tan sólo los viajes de Marco Polo se le equiparan y en la actualidad le ganan en difusión. No parece que haya sido así durante la Edad Media. Sir John Mandeville, hombre o más bien nombre del siglo XIV, fue un viajero piadoso y desinhibido (como se dice en la pedantesca terminología moderna), que no tiene inconveniente en escribir que hay ciertas serpientes en la India, seguramente muy sentimentales, que matan a las personas y se las comen llorando, o bien que en las islas próximas a Donun (tal vez Andamán) hay gentes con grandes orejas que les llegan hasta las rodillas, y otras que caminan a cuatro patas, y otras más que tienen en lugar de pies patas de caballo y son capaces de desarrollar grandes velocidades, y otras gentes son hermafroditas, y otras caminan como si se fueran a caer. En Calonak (acaso Indochina) «todos los tipos de peces del mar que rodean a la isla salen a la superficie, y unas especies tras otras se van arrojando a las orillas en cantidades tales que apenas se puede ver otra cosa que peces. Se quedan así durante tres días y todos los habitantes de la isla pueden coger cuantos gusten. A partir del tercer día, los peces que no han sido cogidos retornan al mar».

También Marco Polo refería maravillas no menores, aunque de los lugares que no había pisado. Los lejanos países de Oriente eran propicios para albergar rarezas, según la mentalidad europea de la época. Incluso en el siglo XVII, Fr. Domingo de Navarrete recoge que en la isla de Mindoro crecía un árbol del que cada hoja que caía al suelo se transformaba en ratón, y otras patrañas no menos fabulosas. De los muchos casos extraordinarios que anota sir John Mandeville le viene la fama de mixtificador e incluso la de «magnífico embustero». Si se quiere un ejemplo de obra fabulosa, imaginativa y exagerada, se mencionan sus viajes. De manera que, casi imperceptiblemente, pasaron de ser un relato de viajes a convertirse en amena literatura. De su autor no se sabe más que lo que él cuenta. Era inglés, nacido en Saint Alban, y en 1322 hubo de huir por haber dado muerte a un hombre en un duelo. El remordimiento le conduce a Tierra Santa, y la primera parte de su libro es una descripción de su viaje a los escenarios de la vida y predicaciones de Jesús. Como ya se encontraba encaminado en Oriente, decide continuar hacia el Este, hasta llegar a la India, China y las islas. La aventura dura treinta y cuatro años. De regreso a Europa, visita Lieja, donde hace entrega del manuscrito de sus viajes al doctor Juan de Borgoña, el cual lo hizo público. El diario del caballero inglés estaba escrito en francés. Y antes de que historiadores de tendencia crítica la pusieran en cuestión, el propio Juan de Borgoña confesó en su lecho de muerte que él era el autor de la relación de sir John Mandeville. En poco tiempo, el caballero inglés pasó de viajero de imaginación vivísima a personaje inexistente, aunque no por ello su nombre dejó de seguir circulando por toda Europa. La desfachatez del caballero no conoce barreras. A diferencia de Carpini o Marco Polo, que recogen lo que oyeron referir sobre el preste Juan, Mandeville asegura que estuvo en su reino. Naturalmente, esto fue un atractivo para lectores ávidos de exotismo, antes que un inconveniente. Y el éxito no disminuye en épocas de mayor predominio de la razón. Como escribe Ana Pinto en el prólogo a su edición de «Los viajes de sir John Mandeville» (Cátedra, Madrid, 2001):

El gran acierto de la obra consiste en haber creado un personaje que da cohesión a experiencias ajenas y que en el curso de la narración deja traslucir su propia personalidad. El narrador se muestra como una persona no dogmática con un gran sentido del humor, y además tolerante y comprensivo con otras creencias religiosas no cristianas o costumbres diferentes de las europeas.

Tal vez esta «corrección política» no tuviera demasiada importancia en su época; como tampoco la tuvo que Mandeville no fuera «un viajero auténtico, como lo fueron Marco Polo o Ibn Battuta, sino un divulgador literario que crea un personaje de ficción». Según Roland Barthes, es, en cualquier caso, sea quien fuere Mandeville, un escritor genuinamente medieval, que presenta como suyos y en primera persona materiales de viajeros que sí estuvieron en los lugares descritos y, en consecuencia, trasmite «un conocimiento que es tesoro de la Antigüedad y fuente de autoridad».

Esta obra llega a España a través de la corona de Aragón, en el siglo XIV. Su influencia se percibe en Tirant lo Blanc. Existe una edición anterior de Gonzalo Santonja, de 1984 y carácter erudito, que no conozco. Por lo que felicitémonos por esta edición asequible y rigurosa, de un libro de extraordinaria popularidad, que mereció ser conocido como El Libro de las Maravillas del Mundo.

La Nueva España · 13 octubre 2006