Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Prosper Mérimée

Aunque no se le coloca al lado de los grandes de la novela francesa del XIX -Balzac, Stendhal y Flaubert-, Prosper Mérimée (1803-1870) se conserva muy bien como narrador, y de él procede el mejor escritor francés de narraciones cortas, Guy de Maupassant. La modernidad, claro es, no es ninguna virtud literaria, y por ser «moderno» no se es mejor escritor, salvo en el sentido que apuntaba Taine a propósito de Mérimée: que sus cuentos y novelas seguirían leyéndose un siglo después de haber sido escritos. Y no sólo eso: leemos algunos cuentos de Mérimée como si se hubieran publicado por primera vez hace pocos años, y «Djôumane», por citar un ejemplo, parece un cuento de Maupassant escrito antes de que Maupassant empezara a escribir. Stendhal preveía que se había adelantado ochenta o cien años a sus lectores. Pero el caso de Mérimée es más curioso aún: escribía en el siglo XIX como si estuviera escribiendo para el XX, y algunas de sus historias parecen obras de un contemporáneo de Hemingway o de Steinbeck. En realidad, Mérimée se adelantó a éstos y a otros escritores que empezaron a concederle más importancia a la acción que a las descripciones físicas o psicológicas. Mérimée era un excelente narrador, con un estilo muy preciso y ceñido al relato, sin florituras ni desviaciones inútiles. Como autor de cuentos y novelas cortas iba directamente al grano, con rapidez narrativa y prosa concisa, evitando fatigosas descripciones. El mismo lo reconoce en su cuento «El cuarto azul»: «Odio los detalles inútiles; por otra parte, no me creo obligado a decirle al lector lo que fácilmente puede adivinar». Y se preocupó por la situación del narrador dentro del relato, lo que va a ser fundamental en la forma de narrar de Maupassant. Por lo general, el narrador de Mérimée es un testigo que narra algo que presenció, pero sin intervenir, y frecuentemente es un erudito: un lingüista en «Lokis» y en «La Venus de Ille», un arqueólogo en «Carmen». Por este motivo se ha señalado en Mérimée cierta impasibilidad para referir horrores: «Sus novelas y sus historias son un tejido de horrores contados con la mayor sencillez del mundo, como si el autor lo encontrara todo naturalísimo», observa, con mucha agudeza, Menéndez Pelayo. Había descubierto, más o menos a la vez que Poe, que para narrar historias terribles, contranaturaleza, como «Lokis», o cori intervención de lo sobrenatural, como en «La Venus de Ille» era necesario hacerlo con objetividad y realismo. Para que una historia de terror sea efectiva (y esto lo sabían muy bien los maestros del género, desde Hoffmann hasta Lovecraft), hay que crear un clima cotidiano, para que resulte verosímil lo inverosímil . Por su concisión narrativa, que casi parece frialdad, Mérimée estaba particularmente dotado para cultivar el cuento de terror. Aparte que, como observa Charles Sainte-Beuve, «Mérimée no cree en la existencia de Dios, pero no está seguro de que no exista el diablo».

No sólo cultivó el tenor. Como historiador que era, estaba capacitado para la novela histórica («Crónica del reinado de Carlos IX»), pero también es autor de un excelente cuento humorístico («El cuarto azul») o de historias terribles, pero que no tienen que ver con lo sobrenatural («Mateo Falcone» ). Se le reprochó que sus historias no fueran originales: sobre el mismo asunto de «La Venus de Ille» ya había escrito una novela Eichendoff, y el propio Mérimée lo relata en otro cuento suyo, «II Viccolo di Madama Lucrecia». Heinrich Heine le atribuye origen español a la leyenda de la estatua que cobra vida.

Otra característica de Mérimée, poco frecuente en los escritores franceses de su época, es situar sus historias en países exóticos o en épocas lejanas: España («Carmen», «Las ánimas del purgatorio»), Córcega («Mateo Falcone», «Colomba»), Africa («Djôumane», «Tamango»), Lituania («Lokis»), Suecia («Visión de Carlos XI») o una Roma stendhaliana («II Viccolo di Madama Lucrecia»). En una literatura demasiado centrada en París, esto representaba abrir ventanas. Señalemos, en fin, que el folclorismo delirante de «Carmen» no es culpa de Mérimée, que conocía muy bien España, sino de la ópera de Bizet. Escritor equilibrado, no se excedió escribiendo, y no puso jamás su pluma al servicio de ninguna idea.

La Nueva España · 23 julio 2003