Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Ir a Soria y llegar a Estella

En esta época del año, que es la de San Antonio y de las cerezas, Castilla está suntuosa, con sus prados verdes alfombrados de amapolas. Coexisten con las amapolas unas modestas flores moradas. Rojo y verde llenan la visión del viajero y, más abajo, tierras de amarillo pálido. No podemos pasar Villadiego de largo, con su gran plaza porticada, todavía atractiva a pesar de diversas atrocidades cometidas en la restauración de algunos de sus edificios. Preside la plaza una estatua del P. Enrique Flórez, el autor de la «España sagrada»; estamos en el tercer centenario de su nacimiento, por lo que nos detenemos en mudo homenaje. La otra notabilidad de esta plaza es una argolla en la pared de una casa, y sobre ella, una lápida que dice: «Medita con humildad / cuando aquí aparques el coche: / si en destreza haces derroche / y alarde en velocidad, / modera tu vanidad / y sírvete de consuelo / que sobre este mismo sueño / cuando llegaba a esta villa / con el cordel a esa anilla / ataba el burro tu abuelo». Éstas o parecidas palabras debieran figurar en todas las plazas mayores de todos los pueblos y ciudades de España. Porque esto se ha convertido en un país de nuevos ricos modernos e informáticos, que no quieren acordarse de que sus abuelos, nuestros abuelos, andaban en burro.

Tenemos intención de ir a Soria por Logroño. Grave error, en lugar de ir por Burgos. Porque en Logroño están haciendo obras de circunvalación y aquello es un infierno de ruido y polvo. Yo supongo que Kosovo o Beirut en sus peores momentos serían algo muy parecido a Logroño. Y lo peor de todo es que no hay una sola indicación, de modo que, quien no conozca Logroño, se pierde. Después de media hora dando vueltas sin saber a dónde vamos, entramos al fin en una carretera general... en dirección a Pamplona. No estamos de humor para detenernos en Viana, pero sí en Estella, donde cenamos y pasamos la noche. La plaza mayor es grande, con buen comercio y está muy animada; al día siguiente, por la mañana, se celebra un mercado estupendo, donde se venden lotes de cinco lechugas, por ejemplo. El pueblo es culto, como lo certifica una calle dedicada a la enseñanza de la Gramática, ni más ni menos. Vemos en una calle a un señor con boina y bigote enlazado con las patillas, que recuerda a Zumalacárregui. Esta Estella no se parece a la lluviosa y triste de la «Sonata de invierno» de Valle Inclán. Se trata, por el contrario, de un pueblo industrioso y alegre. Y hace calor. Viajando fuera de casa, siempre hace calor.

Recorremos la Rioja y el sur de Navarra pasando calor. Los campos riojanos son una auténtica maravilla, labrados con precisión y mimo, con si fueran tapices sobre la tierra roja. Se advierte que estamos en una tierra muy rica, de «abundancia y labranzas», que diría Valle Inclán. Los pueblos son otra cosa. No expresan por ninguna parte esa riqueza que indudablemente ha de haber en ellos. Inevitable es que visitemos Berceo y San Millán de la Cogolla, a su lado. San Millán es un pueblo de casucas, alargado, con un desagüe en el centro de la estrecha calle que lleva al imponente monasterio de Yuso. Estella, el otro pueblo, es todavía peor. Si el viajero quiere tomar una cerveza, ha de ir a Badarán. En San Millán, al lado del monasterio, había dos establecimientos, pero estaban cerrados. No digo con esto que la hostelería riojana y navarra del sur sea mala, sino que es prácticamente inexistente.

Existe, evidentemente, una leyenda sobre estas regiones. Son muy ricas, con la huerta mejor de España. Pero como decía José Pla del Ampurdán: sólo se puede comer en casas particulares. Al día siguiente vamos a Calahorra. Todo está también en obras, la ciudad panza arriba. Por la carretera de Estella a Calahorra nos llama la atención Lerín, pueblo de nombre gallego, en un alto, con su majestuosa iglesia y las casas al borde del precipicio. Nos desviamos para visitarlo, pero no se puede aparcar. Carcas, sobre la foz del río Ega, se parece a Lerín, pero está en obras. Vivimos en el estado de las obras, a lo que parece. A la salida de Calahorra, una carretera que atraviesa infinitas tierras llanas, desérticas por la ausencia de caserío, pero perfectamente cultivas, nos lleva a Tudela. La cocina aquí es afrancesada o convencional. Siendo tierras de huerta tan importante, no encontré ningún lugar donde ofrecieran una menestra del tiempo, sin ir más lejos. No digo que no los haya, pero o no di con ellos o no están a la vista. En este sentido, he de reconocer la gran superioridad de la hostelería asturiana, donde pueblos pequeños como Otur albergan Casa Consuelo, o Benia, con Casa Morán y El Teyeru, al lado. Eso, en Navarra, ni soñarlo. En Asturias es raro el restaurante que no presente alguna muestra de la cocina regional. Conrado no renuncia al pote, ni Fermín a la fabada. En Tudela, los espárragos que me dieron eran de lata. Son también zonas más caras que Asturias. Aunque la fama sea al revés.

Dos cuestiones graves, para terminar: las carreteras están pésimamente señalizadas. La otra cuestión, gravísima, es de ámbito nacional. No puede permitirse que las gasolineras cierren a las diez de la noche y abran a las ocho de la mañana, como si fueran bancos. España ha optado por ser un país «de servicios»: pero se trata de un país de servicios muy deficiente.

La Nueva España · 21 de junio de 2002