Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Viaje a León

Vamos a León por el puerto del Pontón. En Benia ya hay coches aparcados delante de Casa Morán. Son las once de la mañana, y encontramos en Cangas de Onís mucha animación; el notario, con un abrigo verde, entra en un portal. En seguida dejamos atrás Caño y luego Tornín. La vega del Sella es deliciosa. En un recodo del río el agua es verde esmeralda, como si fuera la del Cares. Estas horas del mediodía, y con el sol entre nubes, son las mejores para contemplar la aldea asturiana y, sin duda, para vivir en ella. Ya hemos pasado el concejo de Amieva y estamos en el de Ponga, y empezamos a subir el impresionante desfiladero de Los Beyos. Paul Labrouche nos dice cuán imponente es en una gran lápida encajada en la montaña, tan grandiosa como el escenario en que se encuentra. En Puente Angoyo, otra lápida de más reducidas dimensiones pone «Asturias» en la margen izquierda del río. Y un gran cartel verde, de menos categoría, nos indica que al otro lado del puente empieza Castilla y León, es decir, Castilla la Vieja, según la geografía que yo estudié en el Bachillerato. En el cartel indicador, el salvaje de turno ha dejado la huella de su paso con dos pintadas. La primera, «País Llïonés», es una afirmación; la otra, un rechazo: «Puta Castiella». Al primer vistazo, me da la sensación de leer «Crédit Lyonnais». Es extraordinaria la afición de estos separatistas a las diéresis apóstrofos, acentos circunflejos y demás signos ortográficos que den la impresión de que se trata de una lengua extranjera. De modo que los leoneses son «lïoneses» y los santanderinos «kántabros» (que con «k» suena más a celta), y unos y otros, a falta de «llingua propia», recurren al bable para escribir barbaridades. Eso sí: el paso de Asturias a León se nota en la carretera. En la parte asturiana la carretera está literalmente destrozada, con baches, sin pintar, etcétera. En León, muy por el contrario, entramos en una buena carretera de montaña. Digo yo que Areces debiera darse un paseo por estos rumbos, y ya que le sobra el dinero, que lo emplee en obras útiles.

A la salida de Los Beyos, en Ribota, nos recibe el gran circo de las montañas azules de Sajambre. Queda poca nieve en los montes y ha desaparecido en las cunetas: sólo un poco en la Fuente del Infierno, poco antes de coronar el puerto del Pontón. Al otro lado del puerto, en el campanario de la primera iglesia, a la entrada de Valdeón, vemos la primera cigüeña en su nido. Un nido grande y sólido. Conforme descendemos, no hay campanario que no tenga su nido. Y yo me pregunto una vez más: ¿por qué será que las cigüeñas nunca se establecen al norte de la cordillera?

En León, el cielo está azul y el sol se hace notar. A partir de Cistierna, empieza la estepa. A la salida de los pueblos vemos grandes naves industriales, regadíos, tractores trabajando la tierra y no vemos hoteles rústicos, y hay pocos bares. Se nota que aquí la gente no vive de la improbable industria turística y prefiere explotar la tierra que al veraneante. Los árboles están despojados por el invierno. En Castilla la Vieja el verano es una buena estación para contemplar el paisaje: está todo verde. En cambio, en Asturias el verano mata el paisaje, nuestro paisaje no admite la luz del sol. La mejor estación para el paisaje asturiano es el otoño. A la salida de Aldea del Puente nos detenemos en un bar para tomar una tapa. Excelente cecina. Y ya en la ciudad de León hemos quedado citados con Mercedes y Paco Sosa Wagner en la plaza de la Catedral. Admiramos las torres y los vitrales, y, cosa extraordinaria, en la media hora larga que pasamos allí no hemos visto entrar ni salir a ningún canónigo. Después bajamos por la calle Ancha y torcemos a la derecha, para ir a comer al bar Madrid, el mejor restaurante taurino de León. Las paredes del bar están llenas de fotografías de toros, toreros y faenas. El comedor es pequeño y acogedor, la comida de categoría, la carne de primerísima calidad. Últimamente he comido carne muy buena en La Bolera de Ruente y aquí. El dueño, joven, atento y taurófilo, nos cuenta cómo selecciona la carne. Su ilusión es conseguir que la gente distinga las carnes como se distinguen los vinos. Hace veintitantos años nadie distinguía los vinos, salvo Vigil, porque ya contaba entonces con ser presidente del Principado. También nos cuenta el dueño que casi nunca sale de su establecimiento, pero un día fue de viaje y adivinen a quién tuvo de cliente. A Joselito.

Después de comer muy bien, damos un largo paseo por León, ocupación siempre agradable. Y regresamos a Asturias por Pajares, deteniéndonos a cenar en lo de Ezequiel, en Villamanín. El embutido es para quitarse el sombrero. Aunque Ezequiel hoy no está contento, porque no nieva, y sin nieve no hay esquiadores. Afuera, la noche y la inmensidad de estrellas.

La Nueva España · 10 de abril de 2002