Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Poeta en Guinea

Con ser tan pocos los españoles que fueron a Guinea, resulta que conozco por lo menos a tres o cuatro que anduvieron por allá en los días sombríos de la descolonización. Ya he contado en otro lugar que Juan Velarde no pudo asistir a la comida inaugural de la Cofradía de la Mesa de Asturias, celebrada en el restaurante La Serrana, de Avilés, porque ese día comía en Guinea, en la casa del embajador Armada, una fabada de lata que había calentado la cocinera bubi. En aquellos tiempos en que todo se desplomaba y naturalmente la economía, la unidad monetaria era el «dompedro», es decir, una botella de coñac. Una caja de «dompedros» equivalía a una fortuna. Los jefes de las tribus guardaban monedas de oro de Isabel II y aseguraban que la independencia les traía al fresco, porque ellos eran españoles. Cuando Fraga viajó a Guinea quedaron muy decepcionados, pues esperaban la visita del personaje más poderoso de España, don Pedro Domecq. Cierto día, comiendo en La Granda, Velarde contaba estas y otras historias, cuando resultó que otro de los comensales, el coronel Cervera Pery, también había estado en Guinea, donde dirigía un periódico titulado algo así como «Ébano». También mi amigo Pepe Avello, el autor de «Jugadores de billar», estuvo en Guinea, trabajando en la empresa de un tío suyo de Cangas del Narcea, y como era el único abogado de la zona en que estaba le hicieron juez. Según parece, Macías, que había sido catequista de los Padres Claretianos, había mandado matar a todos los guineanos que hubieran cursado estudios fuera de su país. Entre éstos se contaba Jones, que estudió Derecho en la Universidad de Oviedo, y que fue el ministro de Justicia después de la independencia. Macías no tardó en meterle en la cárcel, pero por suerte salvó la pelleja y tuvo la oportunidad de ser el fiscal que condenó a muerte a Macías. Mas Teodoro le persiguió también, y el pobre Jones, todo un atleta, murió prematuramente en Madrid a causa de las penalidades sufridas. Era un gran tipo, alegre y cordial; en Oviedo dejó muchísimos amigos.

Todo esto viene a propósito de la lectura de «Apuntes autobiográficos y otros papeles» (Pre-textos, Valencia, 2001), el libro más reciente de Fernando Ortiz. Los «Apuntes autobiográficos» rescatan la infancia, muy en consonancia con la obra poética de este poeta tan temporal, que siente como pocos en la poesía española contemporánea el paso del tiempo. Algunos de estos «apuntes», como el titulado «La tata», son auténticos poemas en prosa. El poeta en la infancia se presenta en el entorno familiar, comiendo severamente a la hora del «parte» en la mesa presidida por el comandante Ortiz, o descalabrado por uno de sus hermanos, o viviendo toda la aventura del mundo en el cine de su tío Fernando, o leyendo en el «ABC» de Sevilla artículos de Azorín, Julio Camba y César González Ruano. Tal vez gracias a esas lecturas infantiles es Ortiz tan buen articulista, además de poeta. Luego, el poeta crece y entre otras aventuras, ahora fuera del cine de su tío Fernando, aparece en Guinea, trabajando en un medio de información de Fernando Poo. «No, Guinea no era la Kenia de las películas británicas», nos dice. Por allí no andaba Stewart Granger con las sienes canosas y el sombrero con la cinta de piel de leopardo. En Guinea no queda otro remedio que beber whisky, jugar al póker y cepillarse negras, y Ortiz añade que no juega al póker. Tan lejos como estamos de Guinea, y resulta que aquella tierra existe, porque conocemos a gente que estuvo allí.

Los apuntes autobiográficos se completan con dos recopilaciones de ensayos críticos, una sobre pintores (Ramón Gaya, Joaquín Sáenz, etcétera) y un músico (José Romero) y la otra sobre literatura. Ortiz, además de poeta que confiesa que en los últimos años sólo escribió dos poemas breves, es un crítico excelente. Tan sólo se ocupa aquí de un poeta joven, José Mateos, probablemente el más grande de su generación. Y, entre otras cosas, propone la recuperación de Juan Valera, quien, de momento, no tuvo la suerte de Clarín en Oviedo. Y nos da una gran definición de «clásico»: «Quien es capaz de infundir serenidad y belleza a lo inevitable trágico».

La Nueva España · 19 de octubre de 2001