Ignacio Gracia Noriega
En Navidad
Una fiesta que ha sido despojada de casi todo lo que la convirtió en la más poética del año
La Navidad es como una gran ciudad ilminada a la que nos acercamos a lo largo del año y en los últimos tramos lo hacemos a gran velocidad: tanto que ya muy cerca del final del viaje decimos: "Es Navidad" casi sin darnos cuenta de que el tren ya ha entrado en la estación, dejando atrás las barriadas y los polígonos industriales. Descendemos, pues, del tren, recordando la vieja canción: "La Nochebuena viene, la Nochebuena se va...", aunque ya no se cantan villancicos por las calles y la Navidad ha sido despojada de casi todo lo que la convirtió en la fiesta más poética y encantadora del año a lo largo de más de un milenio. Ahora se pretende una Navidad laica e insípida, equiparable al Ramadán, sólo que el Ramadán es la "corrección política" pura y la Navidad pura antigualla sentimental, en el mejor de los casos.
Antes, al descender del tren encontrábamos la ciudad navideña llena de luces multicolores y por las calles había árboles, pastores, corderos, ángeles, villancicos, reyes magos avanzando por los senderos nevados con su séquito procedente del oriente mágico, y, en el centro mismo de la ciudad, en el lugar ocupado por la catedral había un portal enorme ocupado por personas de aspecto muy humilde: una mujer joven, un hombre viejo y un niño en una cuna de tamaño superior al del hombre y la mujer, y una mula y un buey dándole calor con su aliento, cada uno a un lado de la cuna, la cual fue construida por el hombre viejo, que era carpintero de oficio y tuvo que fabricar aquella cuna deprisa y con materiales muy pobres. Pero, qué importa si encima del portal o cueva revolotean los ángeles haciendo sonar trompetas, y los niños cantan villancicos y los pastores se postran ante el Niño trayéndole sus modestos regalos: tiernos corderillos, quesos olorosos, tal vez miel. Una niñita hubiera querido llevarle al niño un manojo de flores silvestres, pero es invierno, los campos están asolados por las heladas, no hay flores en los campos. Y, de pronto, se produce lo más vistoso del prodigio: los reyes llegan, desmontan de sus cabalgaduras y se postran ante el Niño. Es el mejor cuento del mundo: una noche mágica llena de músicas y estrellas, una cuna muy humilde en un pobre portal y unos reyes postrados. Durante mil años se ha repetido esta escena sin variación. Las historias verdaderamente grandes no admiten variación. Cualquier intento de alterarlas siquiera un poquito, para que suenen más modernas, será trivializarlas.
Ahora, como el país lo han vuelto, laico, nadie toma en serio esta historia tan seria. La ciudad de los pastores y los villancicos se ha convertido en un bazar, iluminado por luz de neón. La iluminación de las ciudades es triste, porque, ¿qué puede ser una Navidad laica, sino comercio? Y si no fuera porque es un negocio, y eso es muy serio, las actuales navidades serían algo parecido a aquella misa laica que el cínico Talleyrand ideó cuando todavía era obispo; en los albores de la revolución.
La Nueva España ·24 diciembre 2014