Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

El fin del mundo

Reflexiones sobre las teorías catastrofistas

Entramos en el Año Nuevo después de haber salido sin perjuicio de un nuevo fin del mundo. La manía por el fin del mundo es universal y se produce, con mayor o menor virulencia, en todos los pueblos y civilizaciones. A la del occidente europeo la enriquecen, desde el siglo XVIII, el desprecio hacia la propia cultura, fomentado por el nihilismo, el hedonismo, el socialismo y demás «ismos» nefastos. Todos los «ismos», desde el surrealismo al esnobismo, están animados por un común afán de destrucción. Nada mejor, pues, que la creencia en un fin del mundo desolador y justiciero que acabe con lo viejo y sea pórtico de un orden nuevo. Los milenarismos siempre fueron unidos a convulsiones sociales, y al cabo unos y otros quedaron en nada. Los terrores del año 1000 acabaron con la llegada del Año Nuevo. Su gran cronista, Raoul Glaber, no anota nada sobre el año 1000 porque no sucedió nada.

Ahora, el multiculturalismo y los vuelos «charter» cambiaron hasta el concepto del fin del mundo, que por lo general se atenía a la norma clásica, bien judaica, bien helénica, con intervención de los cuatro elementos (vientos huracanados, movimientos sísmicos, inundaciones, erupciones volcánicas, caída de meteoritos, etcétera), y dos de manera principal: el fuego que arrasa a las ciudades pecadoras de Sodoma y Gomorra y del que dice Heráclito «vive el fuego la muerte de la tierra» y el agua que inunda la tierra con el Diluvio y sepulta la Atlántida en el fondo de los mares. En realidad, uno y otro están entrelazados: el mundo surge de las aguas y perece por el fuego y vuelta a empezar, ya que «vive el fuego la muerte de la tierra, el aire vive la muerte del fuego, el agua vive la muerte del aire, la tierra vive la muerte del agua».

Durante la «guerra fría» se hicieron en Hollywood eficientes películas alarmistas con amenazas extraterrestres, metáforas del comunismo desolador, cuya culminación es «Cuando los mundos chocan», de Rudolph Maté, donde Venus se sale de órbita y se abalanza contra la Tierra. Al cabo, todos los finales del mundo quedaron desgastados, aparte que Yahvé le prometió a Noé que no volvería a intentarlo por medio del agua, tal vez porque no funcionó. Los desesperados porque el mundo no se acaba tuvieron que ir a buscar un nuevo modelo entre los aztecas o mayas, y el resultado fue igualmente catastrófico: quiero decir, para los catastrofistas, porque el mundo ahí sigue, tan campante.

El mejor fin del mundo que yo recuerdo ocurrió hace bastantes años, por la Ascensión o San Mateo, en la época del benemérito Teatro Argentino, aunque ya lo habían trasladado desde el Campo de Maniobras a San Pedro de los Arcos. Aquella noche caía un aguacero sobre Oviedo que anunciaba el diluvio; pero el teatro estaba lleno a rebosar, el público celebraba las frivolidades y los «déshabillés» y un grupo de entusiastas caballeros en primera fila hacía guiños a las «vedettes»: mas la lluvia formó una bolsa de agua sobre la carpa, la bolsa rompió y no diré cómo quedaron los caballeros: para ellos, la mojadura sí que fue el fin del mundo... o por lo menos, de aquella noche.

La Nueva España · 3 enero 2013