Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

William Golding y el mal

Acerca de uno de los grandes temas de la literatura

El mal es uno de los grandes temas de la literatura pasada, y no digo presente porque el sentido del mal se está perdiendo, como tantas otras cosas: lo que implica que estamos tan inmersos en el mal que no reparamos en él. Desde que William Golding publica «El señor de las moscas», su primera novela, en 1954, se han seguido produciendo muestras de la presencia del mal en el mundo. Pero los clásicos ya han muerto, incluso los clásicos modernos como Golding, por lo que los escritores circunstanciales, cortesanos o arribistas olvidaron estas hondas cuestiones. ¿Quién concibe ahora el mal si no es bajo la especie de la quiebra de la Bolsa? Todo lo más recuerdan los bombardeos con napalm, pero se ocultan obstinadamente los diabólicos crímenes en la ingeniera social en Camboya, o las férreas dictaduras de Corea del Norte o Cuba.

Del predominio del mal y sus efectos hay pruebas estremecedoras, tanto en el aspecto político y sociológico como en el personal. Pero no interesan o cada vez interesan menos. Faulkner preveía la literatura socialdemócrata cuando en su discurso de Estocolmo afirmaba que la mayor vileza que cabe es tener miedo, y proponía como remedio que el escritor ha de volver «a las viejas verdades ecuménicas -amor, honra, piedad, orgullo, compasión, sacrificio-, sin cuya presencia cualquier relato está condenado a muerte, a perderse en la inanidad de lo efímero».

Golding fue de los últimos escritores no efímeros de Occidente. Su mundo es arqueológico, con una tendencia particular hacia la arquitectura («La pirámide», «La construcción de la torre»). Podría hablarse de otra arqueología, de sentido moral, si se tiene en cuenta que ciertas historias ya no interesan. La primera historia protagonizada por humanos es la de la pérdida de la inocencia. Los muchachos de «El señor de las moscas» han crecido de pronto y hacerse adultos fue su castigo: lo que no vieron Verne ni Ballantyne, o lo ocultaron. La elevación de la majestuosa aguja de una catedral es ejemplo de que lo que se cree que es el bien engranda el mal. La construcción misma es un pecado, ya que no existe obra humana enteramente inocente. Pero la aguja catedralicia se levanta al fin.

Aunque él proclame lo contrario, Golding es pesimista. El mal es omnipresente, mientras el bien no pasa de ser una rareza, por lo demás ambigua. Época que idolatra al progreso no da muchas razones para ser optimista, pues como recapitula el cansado emperador de «El enviado especial»: «De acuerdo con mi experiencia, los cambios son para peor». Considera, lo mismo que Kipling, que cuantos menos inventos haya, mejor, o que los haya en el futuro, por lo que envía al inventor como embajador a China. Las tierras lejanas son una posibilidad que se desvanece cuando se llega a ellas. «Ritos de paso» es una novela de iniciación: a diferencia de las novelas de aventuras del siglo anterior, su desarrollo es sórdido y sombrío. Ya no hay islas de coral o han sido holladas por el hombre.

La Nueva España · 18 febrero 2012