Ignacio Gracia Noriega
Czeslaw Milosz y el pensamiento cómplice
En España se conoce al premio Nobel lituano por su prosa, pero la poesía es lo mejor de su obra
El nombre de Czeslaw Milosz tal vez diga poco a los lectores de hoy. Nacido en Vilna (Lituania) en 1911, recibió el premio Nobel de Literatura en 1980, en una temporada en que era otorgado a grandes poetas como Montale, Elytis, Aleixandre y Brodsky. Y aunque la Academia sueca era minuciosa, como ahora, en materia de «corrección política» (no se le concedió a dos de los mayores escritores del siglo XX, Ezra Pound y Ernst Jünger, al tener en cuenta más sus biografías que sus obras), en ejercicio socialdemócrata (que en este sentido tiene poco que ver con el socialismo latino, de retórica más radical y totalitaria), tuvo en cuenta a los disidentes del otro lado del «telón de acero», premiando a Pasternak, a Soljenitsin, al físico Sajarov, a Brodsky y al polaco Milosz. Sin duda, se tuvo en cuenta su valerosa oposición al hosco totalitarismo socialista, y aunque todos ellos fueron airadamente rechazados por la exquisita «progresía» occidental «a la divine» (que en España ni siquiera tuvo la decencia de hacerse comunista contra la dictadura, porque estaban a la izquierda de todo), eran grandes escritores. Su posición política y hasta su valor personal son de otro orden. Lo que importa es la obra.
La poesía de Milosz es lo mejor de su obra, y la parte menos conocida en España. Él mismo se sorprendió de ello durante su visita a nuestro país en 1981: «Es paradójico que siendo esencialmente poeta, solo sea conocido por mi prosa». Así sigue siendo. La obra en prosa pone de manifiesto a un gran escritor, aunque la imagen que ofrece de él es incompleta. Los ensayos de Milosz («La otra Europa», «El pensamiento cautivo») y sus novelas («El poder cambia de manos» y «El valle de Issa») plantean algunas cuestiones acuciantes suscitadas a raíz de la gran convulsión europea originada en la II Guerra Mundial. Del mundo idílico de «El valle de Issa», una hermosa novela nostálgica de la juventud y de la vida en escenarios naturales, se pasa al sombrío ámbito urbano de «El poder cambia de manos», en una Varsovia en los instantes finales de la dominación nazi y al borde de la guerra civil. Milosz fue testigo de aquella época. Colaboró (escribiendo) con la resistencia y se adhirió al régimen comunista que convirtió a Polonia en un satélite de la URSS, siendo agregado cultural en Washington y secretario de la Embajada de París. En 1951 «escogió la libertad» y publicó «El pensamiento cautivo», donde describe con mucho detalle los perfiles de los intelectuales colaboracionistas con el nuevo régimen totalitario y que, más o menos, son muy parecidos en todas partes. La cuestión central del socialismo, sea totalitario o democrático, es que su «programa máximo» consiste en destruir los valores morales, culturales, nacionales y privados sobre los que se han asentado dos mil años de civilización, sin que sea capaz de sustituirlos por otros nuevos, tal como reprochaba Dostoievski y acaban de confirmar siete años de zapaterismo delirante. Karl Jaspers señala en el prólogo a esta obra que Milosz no escribe «en calidad de comunista convertido», sino como hombre «profundamente conmovido» que analiza las claudicaciones del pensamiento bajo un régimen de terror. Más que de un «pensamiento cautivo» se trata del «pensamiento cómplice», que en Occidente estaba al orden del día en lo que se refiere a sumisión al «pensamiento controlado». Pero como en Occidente esa complicidad intelectual no era obligatoria, Milosz, después de ser despreciado por la «gauche divine» parisina, encontró asiento en Berkeley, donde, libre de ataduras ideológicas, pudo seguir desarrollando una obra muy considerable.
La Nueva España · 17 noviembre 2011