Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Menú taurino

No es lo mismo el rabo de un toro que se defiende en la plaza que el de un toro sumiso y burocrático

Ya he hablado varias veces con Sosa Wagner de hacer un libro sobre los buenos restaurantes taurinos del norte de España, que incluiría el bar Leonés de León y el restaurante Zacarías de Santander, y un estupendo bar taurino de Villarcayo, cuyo nombre lamento no recordar en este momento, y el recuerdo de La Perla de Oviedo, lugar de reunión de aficionados, y de Pena, mozo de estoques. También tendrían cabida los establecimientos que no desaparecerán nunca, como el café Iruña y el hotel Montoya de Pamplona, porque son escenarios importantes de la mejor novela taurina, «Fiesta», de Ernest Hemingway. Y un recuerdo también para Montero, el gran aficionado del bar Rompeolas, de mi pueblo, al que Hugh Thomas calificó como «el mejor bar taurino», posteriormente destruido por la especulación salvaje.

Está suficientemente afirmada y reafirmada la contribución de la tauromaquia a diferentes formas de cultura y arte: pintura, escultura, música, poesía, novela, cine... Sin tauromaquia no dispondríamos de una parte muy importante de las obras de Goya y Picasso, ni se habría escrito la gran elegía poética de la lengua española del siglo XX, el «Llanto», de García Lorca, que figura a la altura de las «Coplas» de Jorge Manrique y del lamento de Fernando de Herrera por la pérdida del rey don Sebastián en la rota de Alcazarquivir. Y no disfrutaríamos con la alegría de los pasodobles, aunque caigo en la cuenta de que los antitaurinos son gente asténica y triste, que sigue dieta vegetariana y come con agua mineral, y en materia artística es cosmopolita y pedante.

Zacarías, de Santander, es un tipo formidable: no solo dueño de uno de los restaurantes clásicos de la ciudad, sino escritor, lo mismo de novelas que de recetarios, gran relaciones públicas, gran promotor y gran aficionado. Y como la gastronomía es a la vez cultura y arte, ha puesto en circulación en su restaurante un menú taurino, que demuestra la innegable influencia de las corridas sobre la cocina y la mesa. Su «menú taurino» consta de banderillas, sopa vuelta al ruedo (ojo con las sopas de pescados de Zacarías: son formidables), grandes rajas de tomate sangre y arena, chuleta media verónica y rabo de toro como culminación. El rabo de toro es un bocado formidable, aunque al toro lo hayan matado de un bajonazo. Y Zacarías lo prepara con una sabrosa y compacta salsa de setas. El helado nacional (fresa, mantecado y fresa), el café, la copa de racial coñac y el puro habano completan los preliminares para ir seguidamente a los toros. Y con el estómago bien surtido no hay corridas aburridas.

La fiesta de los toros es ritmo, es rito, es color, es alegría (de la misma calidad que la de los cruzados que exclamaban «Monjoie» a la vista del árabe), es sonido y, según Zacarías nos demuestra, es sabor. ¿O es que los antitaurinos nos van a imponer que renunciemos al rabo de toro? Y aun el antitaurino más enconado reconocerá que no es lo mismo el rabo de un toro defendiéndose en la plaza que el de un toro sumiso y burocrático, sacrificado en el macelo municipal.

La Nueva España · 25 agosto 2011