Ignacio Gracia Noriega
La Europa católica y la Europa protestante
Dos maneras de enfrentarse a las dificultades de los tiempos actuales
En la deliciosa novela «El amigo Fritz», de Erckmann y Chatrian, un recaudador de contribuciones y sus amigos recorren los ricos, abundantes, burgueses y bien ordenados valles del Rin, con sus cocinas suntuosas y nutritivas y sus viviendas confortables y caldeadas como un interior de Vermeer. Todo es amable y colorista, activo y saludable, y está lleno de comercio y labranzas, de riquezas y sabores en aquellos valles en los que se trabaja y por los que corre el dinero. Mas nuestros viajeros llegan a un valle sombrío, de casas destartaladas y habitantes famélicos. ¿Por qué tanta diferencia con los valles de al lado? La respuesta es sencilla: en este valle empobrecido habitan católicos. Pudiéramos pensar que se trata de malevolencia protestante. Por desgracia, no es así. La actual crisis confirma a «El amigo Fritz». Mientras la Europa protestante se recupera, la católica continúa al borde del abismo. Aunque «España ha dejado de ser católica», no por ello deja de estar en el furgón de cola, ya que ha sustituido al catolicismo por algo mucho peor: el socialismo. Fuimos la última dictadura de Europa y ahora somos el último socialismo radical: no porque los españoles sean socialistas ni radicales, pero están acostumbrados a las subvenciones, esperan que el Gobierno les saque las castañas del fuego y aceptan tranquilamente la mentira y la corrupción, y, como diagnosticó don Pío Baroja, pretenden trabajar como moros y ganar como judíos. En consecuencia, un sector importante de la población cree que el socialismo postmoderno es el marco ideal para sus aspiraciones. Por eso aguantaron con resignación a Franco y votaron con irresponsabilidad a Z.
Joseph Townsend, viajero inglés que recorrió España, se acercó a Asturias en 1786 y quedó sorprendido y escandalizado precisamente en Oviedo al comprobar que la beneficencia del obispado y de las órdenes religiosas no hacían otra cosa que fomentar la ociosidad, y reflexionaba que si en la Inglaterra alguien quiere disfrutar de un pozo debe abrirlo él mismo; en España esperan a que lo abra el Gobierno. Una actitud como ésta no es competitiva, sino caldo de cultivo de las lacras políticas del presente. Lo hemos comprobado durante los lamentables sucesos con motivo de las alarmas por los pepinos españoles en Alemania. Los protestantes no se fían de los católicos, y aunque el mercado sea común, todo el mundo va a lo suyo. En Alemania no solo temen que les vayamos a salir muy caros, sino que los envenenemos. Y se demuestra al cabo de siete años erráticos, antinacionales, sin política exterior, de apoyo al separatismo y renuncia a la soberanía, con un Gobierno débil, desprestigiado internacionalmente y sin capacidad de reacción y maniobra, que España vuelve a no valer ni un pepino.
Muchos se indignan porque Merkel afirma que hay demasiadas fiestas: ya Feijoo criticaba su exceso en el siglo XVIII. Pero incluso los más desaforados laicos no renuncian a celebrar la Purísima Concepción, y la mayoría quiere salir de la crisis pensando solo en la jubilación.
La Nueva España · 9 junio 2011