Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Mirador de sombras

Ignacio Gracia Noriega

Poe y la Luna

Se cumplen doscientos años del nacimiento del escritor el año del 40.º aniversario de la llegada del hombre al satélite de la Tierra

Se les ha concedido extraordinaria importancia a los cuarenta años de la llegada del hombre a la Luna, prácticamente se han olvidado los cien de la conquista del Polo Norte y los doscientos años cumplidos del nacimiento de Edgar Allan Poe no parece que estén despertando mucho interés. De lo que se deduce que se valora la técnica por encima de la aventura y de la imaginación. Para ser astronauta no hace falta ninguna imaginación: basta con embutirse en un traje espacial con escafandra, estar en buena forma física y esperar a que quienes dirigen la nave desde la Tierra aprieten el botón del encendido de los motores. Todo lo contrario que el comandante Peary y todos los que le precedieron en su conquista, que cada paso que daban, cada determinación que tomaban, eran producto de su esfuerzo, de su inteligencia y de su voluntad. Dicho en términos que aprobaría don Valentín Andrés Álvarez, la conquista del Polo Norte fue una hazaña individualista, mientras que la llegada a la Luna es algo, por así decirlo, parecido al socialismo. El hombre ya no es dueño de sí mismo y de sus actos, sino que depende del envoltorio en el que va, llamémoslo estado, sociedad o nave. Nave espacial, evidentemente, porque las viejas naves, incluidas las que navegaban a vapor, se regían por otros procedimientos. La llegada a la Luna supuso, entre otras cosas, el triunfo de los desplazamientos teledirigidos y de los alimentos sintéticos. Aparentemente, no sirvió para mucho. En este sentido, es, en cierta medida, la culminación de la conquista del Polo. Hasta la llegada de Peary al Polo Norte, el 6 de abril de 1909 (aunque la noticia no saltó al mundo hasta el 6 de septiembre), los grandes descubrimientos tenían una utilidad, tratárase del de América o de las fuentes del Nilo. Al Polo Norte sólo se llegó por llegar: se trataba, en una palabra, de una hazaña deportiva, lo mismo que la llegada a la Luna, aunque en este caso aderezada con un imponente aparato científico.

No sólo los científicos conquistaron la Luna. Mucho antes que ellos, y mucho más, se ocuparon de ella los poetas, dedicándole obras y versos grandiosos. «Luna, honor de la noche» ilustra su helada soledad; verso de un poeta, Fernando de Herrera, de helada y clásica belleza, mientras otros la aproximan: Li Po la invita a beber cuando se siente solo, y Omar Khayyam la contempla inmutable mientras bebe bajo su luz, e Hitomaro la ve tan tenue y frágil que «si vuelvo la mirada / la Luna muere». Mas esa Luna frágil encuentra su contraste en la «sangrienta Luna»: «La pálida Luna luce sangrienta sobre la Tierra», dice Shakespeare en «Ricardo III», y don Francisco de Quevedo remata un soneto con el famoso verso sobrecogedor: «y su epitafio la sangrienta Luna». ¿Por qué tanta Luna de sangre en la poesía? «Y se cubrirán de tinieblas el Sol y de sangre la Luna, antes que venga el día grande y terrible de Yavé», leemos en Joel, 2,31. «La Luna se enrojecerá, el Sol palidecerá cuando Yavé Sebaot sea proclamado rey», clama Isaías (24,23), en el apocalipsis de su profecía. Según Juan V. Schiaparelli, autor de un conocido libro sobre «La astronomía en el Antiguo Testamento», «la Luna convertida en sangre seguramente se refiere a ese color rojizo que se observa a menudo en los eclipses». Pero puede que el eclipse no sea suficiente para explicar la potencia de esa imagen de la Luna sangrienta, tan repetida y tan efectiva a lo largo de milenios.

No obstante la sangre, la Luna es para los hebreos «lebanah», la blanca, como es blanca para el mayor de los poetas lunares modernos, Jules Laforgue: «Blanc médaillon / des Endymions».

No sólo se trata de contemplarla de mil maneras distintas, señora de la noche o frágil reflejo luminoso en las tinieblas, sino de ir a ella para descubrir sus maravillas secretas. Luciano de Samosata, en su «Historia verdadera», imagina un viaje a la Luna en una nave que después de atravesar las columnas de Hércules es arrebatada hacia el cielo por un vendaval; en la Luna, el cáustico Luciano descubre cosas maravillosas en las que, de momento, no podemos detenernos. En la Luna es posible toda clase de maravillas, pues, como advierte Fontenelle, «la Luna no está hecha en absoluto como la Tierra». En este momento no nos interesa tanto lo que hay en la Luna como las formas (literarias, claro es) de llegar a ella. En el canto XXXIV de «Orlando furioso», un poema de pedrería poética magnífica, Astolfo, bravo, paladín, viaja a la Luna sobre su hipogrifo, llevando con él a Orlando por recomendación de San Juan para curarle de su locura, y una vez allí encuentran que es mayor de lo que parecía desde la Tierra, y contenía montañas, lagos, ríos, ciudades y bosques, y sobre todo un valle extraordinario en el que se encontraban todas las cosas que se habían perdido: las riquezas y la fama, los suspiros de los amantes y los versos y elogios que se ofrecen a los príncipes. Esta última pérdida es válida también para la democracia: si usted elogia a Areces sin que lo merezca, su elogio se perderá en la Luna.

Otros procedimientos no menos peregrinos conducen a la Luna: Cyrano de Bergerac, en su viaje, se sirve de un cinturón de botellas llenas de rocío que le elevan al ser calentadas por los rayos del Sol. De los medios reseñados, éste es el más fantástico.

Poe, en «La incomparable aventura de un tal Hans Paal», sube a la Luna en un globo dotado de telescopio, barómetro, brújula, cronómetro, bocina, compás y hasta una campana. Por primera vez se plantea el viaje a la Luna de manera más o menos racional, aunque será Julio Verne quien se aproxime más al viaje verdadero: los viajeros de su novela van disparados en una especie de bala de cañón, mientras que «Los primeros habitantes de la Luna», de Wells, ya lo hacen en una nave espacial. Pero el globo de Poe no es el viento, ni el hipogrifo, ni un cinturón de botellas de rocío. Es un artefacto mecánico.

Poe era un escritor de inspiración nocturna y, por tanto, lunar. Algunos de sus mejores cuentos y poemas se desarrollan a finales del otoño, en escenarios tenebrosos, tristes, silenciosos: «Un día oscuro, caliente, neblinoso, de finales de noviembre», leemos en «Un cuento de las montañas escarpadas», o bien encontramos otro día otoñal al comienzo de «La caída de la casa Usher»; al final de este cuento, «el resplandor venía de la Luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zigzag desde el tejado del edificio hasta la base». «Ulalume» transmite el vértigo de la Luna, y «El cuervo» es un poema nocturno; en «El corazón delator» se siente la opresión de la noche. La Luna es mística en «La durmiente», está enamorada y se ruboriza en «Israel» y si brilla la Luna el poeta sueña con Annabel Lee. Poe es el poeta de la oscuridad, de la noche y de las postreras estaciones del año: «Un ídolo llamado noche / reina majestuosamente en su negro trono». De tanto estar en la noche, ve la Luna. No deja de ser coincidencia que a los doscientos años de su nacimiento se celebre el cuadragésimo aniversario de la era espacial. A fin de cuentas, fue el primer autor moderno de ciencia ficción.

La Nueva España ·30 julio 2009