Ignacio Gracia Noriega
Mientras dure la letra
Ver un texto en una pantalla no es equiparable al acto de leer
Dos noticias inquietantes nos llegan al tiempo: todos los niños tendrán su ordenador portátil al tiempo que quien hace tan costoso obsequio decreta que las niñas de dieciséis años son ya mujeres, de manera que los niños pueden estar a punto de convertirse en analfabetos y las niñas podrán abortar cuando se lo pida el cuerpo, y todo por obra de alguien a la vez rey mago y Herodes, aunque es tan laico que descree de ambos personajes porque figuran en el Evangelio de San Mateo. Los niños, a cierta edad, lo que necesitan es un caballo de madera o un tren eléctrico. En cuanto a que las niñas tengan capacidad jurídica para abortar, por así decirlo, es tan repugnante que no merece comentario. El fundamento de la civilización es que para todo hay un límite. Se puede no respetar la vida humana: pero aunque sólo sea como protección de la especie, existen ciertos límites que no se deben traspasar. Y uno de esos límites es el reino tenebroso y privado de la muerte. No se puede legislar la muerte, no se le pueda dar a nadie la posibilidad de decidir la muerte de otro, impunemente.
No insistiré en este asunto. Sí en el de los ordenadores, no menos brutal (no me parece que el adjetivo sea excesivo) aunque en otro orden. No hace mucho, la prensa publicó que en un colegio de un barrio de Oviedo ya no hay libros: ni un solo libro, ni un solo papel. Algo que también pretende el actual gobernador de California, no precisamente un intelectual. Es como cuando un escritor gallego echó las campanas al vuelo alborozándose porque en Galicia no queda una sola editorial que publique en español o como cuando algunos que ya están de vuelta anuncian eufóricos que a los periódicos les quedan dos días. Al cabo de ese par de días, todo el mundo abrirá el ordenador portátil a la hora del desayuno, pero no será lo mismo. Cuando eso suceda, se desayunarán pastillas de colores y como se habrá olvidado el sabor de la mantequilla o del chocolate, serán inodoras, incoloras e insípidas, que es lo sano. ¿No dicen que el agua es sanísima? Pues venga: a desayunar agua al tiempo que se abre el ordenador para enterarse de las noticias. Pero ¿habrá noticias? Probablemente no. No habrá noticias ni serán necesarias, porque cuando los ordenadores dominen la tierra, todos los hombres, o lo que quede de ellos, estarán enchufados a una central.
Un colegio sin libros es la negación de la enseñanza. Aunque haya pizarras electrónicas. Así el día que se vaya la luz, no hay clase. El ordenador, tengo entendido, puede contener todos los libros, pero ¿ver un texto en una pantalla es equiparable al acto de leer? No, no lo es. El ordenador sugiere un mundo frenético de prisas. El libro exige calma y reposo. El ordenador está relacionado directamente con las actividades industriales, comerciales y policiales: sobre todo a la Policía le viene muy bien la informática, porque la información fortalece el Estado. Hoy el director de cualquier sucursal bancaria sabe más de sus vecinos que el almirante Canaris o Claudio Ramos: imagínense que la Gestapo, la KGB y la Policía Político-Social hubieran tenido ordenadores: aterra sólo pensarlo. Aquí no se movía ni una mosca, que es, a fin de cuentas, la aspiración de cualquier gobernante totalitario, entre los que incluyo a quienes buscan la felicidad de todos, incluidas las niñas. Pero el lenguaje, aunque también se aprovechó para transacciones comerciales, tuvo un uso tradicional mucho más elevado. Me sigue emocionando la teoría que aventura que la escritura surgió para fijar los versos homéricos.
Un colegio sin libros y con ordenadores y pizarras electrónicas será todo lo moderno que se quiera, pero no será un colegio. El colegio es otra cosa, muy distinta de un lugar donde se aprietan botones. El libro es nuestra cultura, su exponente máximo, aunque ahora se pretenda que las madreñas, el fútbol y ciertos rugidos son asimismo «cultura». Serán expresiones más o menos representativas de una época (incluidas las madreñas, como certificación de la nostalgia de un pasado ilusorio que implica que el «progreso» sin límite es sumamente reaccionario), en camino de ser irremediablemente calamitosa y ridícula.
Por fortuna, dos personajes poco sospechosos acaban de lanzar no sé si un gran libro, pero al menos un excelente título: «No esperéis libraros de los libros». En los años 60, cuando se publicó aquí «Obra abierta» (1962), Umberto Eco representaba la modernidad suma (Juan Cueto andaba tan entusiasmado por él como Juan Vega ahora por la electrónica) y Jean-Claude Carrière es guionista de cine (de Buñuel, por cierto): el séptimo arte, el más moderno y «mecánico». Y, sin embargo, casi medio siglo después, nos dicen: el libro prevalecerá. Entre otras cosas, porque la nueva quincallería electrónica es perecedera: lo que hacía furor ayer y era el frenesí de la novedad, es ilegible hoy, por lo que Eco, melancólicamente lamenta: «Si hubiera escrito "El péndulo de Foucault" a máquina y no en disquetes, podría leer el original». Una cultura, una civilización y ni siquiera una economía se pueden asentar sobre bisutería ingeniosa pero que cambia continuamente de modelo, porque es carísimo cambiar a cada poco el material y se pierde tiempo aprendiendo a usar los nuevos modelos. El libro sólo exige abrirlo y leer: algo que, de momento, sabe hacer todo el mundo.
La Nueva España ·19 junio 2009