Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

El antipoeta versátil

El «Cervantes» a Parra, buena justicia literaria

Cuando un poeta de 97 años aparece en los periódicos es porque ha muerto o le ha sucedido algo extraordinario: y extraordinario es que se premie a un gran poeta aunque lo sea en tono menor y el premio que recibe esté más bien devaluado, pues ya lo han recibido las figuras y ahora quedan los recuelos, aparte de que el premio «Cervantes» no ha podido competir con el fasto y oropel pseudopremio Nobel de los premios «Príncipe de Asturias», que, como es sabido, ya no tienen en cuenta a autores de lengua española, sino a lenguas tan exóticas como el albanés, y si en algo se parece sobre todo al Nobel es en que muchos de los galardonados pasan sin pena ni gloria. Por otra parte, de los últimos «Cervantes» ni nos enteramos, salvo porque a uno de los galardonados se le cayeron los calzones durante la solemne ceremonia de la entrega. A otro de los galardonados le habían secuestrado el nieto los esbirros de Videla. Lamentable: ¿pero es motivo de altura literaria suficiente?

Premiando a Nicanor Parra se ha hecho buena justicia literaria. ¿Demasiado tarde? No: sólo se dan demasiado tarde los premios póstumos. Parra no escribió mucho, y es fácil que haga ya mucho tiempo que dejó de escribir (sobre este punto no pondría la mano en el fuego). Pero a los cuarenta años, cuando publica «Poemas y antipoemas» (1954), ya estaba cansado, así que cómo estará cincuenta y siete años más tarde. O tuvo tiempo de descansar durante tanto tiempo. A la vejez de los cincuenta y tres años, en «Canciones rusas» (1967) observa que «el gato se esta poniendo viejo»: antes su propia sombra le parecía sobrenatural y a ahora se acurruca al lado del brasero, buscando calor. En fin, el tiempo pasa y (eso lo sabe bien el poeta) «fuime quedando solo poco a poco».

Parra, chileno de 1914, es antipoeta (pues escribió «Antipoemas») conceptual y humorista, en la onda honda de César Vallejo y en la onda ligera de la «cueca larga», con algún eco de Antonio Machado, también poeta conceptual y reflexivo; y, según Neruda, es poeta versátil en una América del Sur de poetas terrestres: una singularidad, en una palabra, de palabra precisa, que afirma que «todo poeta que se estime a sí mismo / debe tener su propio diccionario» y sabe que «la poesía fue / el paraíso del tonto solemne», y él -lo declara en su «Epitafio»- es «ni muy listo ni tonto de remate». Poeta sin ilusión -«¿Somos hijos del sol o de la tierra? / Porque si somos tierra solamente / no veo para qué / continuamos filmando la película»-, tiene las cosas claras, empezando por las más prosaicas, y más al uso. Aquella gran verdad de «la izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas» no es poesía, pero es una gran verdad. Y no nos confundamos por este y otros soniquetes, ya que estamos en presencia de un poeta a quien este premio inesperado (pues yo creí que ya no andaba por el mundo) nos permite releer, con gusto, y que proclama como poética: «Voy a cambiar de nombre a algunas cosas». Eso es el poeta: quien da nombre a las cosas.

La Nueva España · 4 diciembre 2011