Ignacio Gracia Noriega
«Amy Foster»: un caso de incomunicación
La novela breve de Joseph Conrad es una de las narraciones más sorprendentes de su tiempo
«Amy Foster» es una de las novelas cortas más difundidas de Joseph Conrad y también una de las mejores, dentro de una obra de extraordinaria calidad y coherencia. Pero que sea de las mejores no explica completamente su éxito. Existe, o existía, un tipo de lector a quien interesa no sólo que la historia que lee esté bien contada, sino que haya una historia que se cuenta y que más adelante pueda ser contada una y otra vez por diferentes narradores. No se resumen las novelas de Stendhal o de Faulkner como si se tratara de cuentos que se refieren después de cenar, junto al fuego. En cambio, el éxito de los cuentos de Edgar Allan Poe consiste en que se pueden contar y siempre despertando interés. Recuerdo la primera vez que leí «El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde», de R. L. Stevenson, en la biblioteca del colegio, en un ejemplar de Austral: de pronto me sorprendió que alguien leía detrás de mí; era un compañero de curso llamado Carpintero, que alguna vez me decía: «Pasa la página», porque estaba impaciente por descubrir lo que venía después. Esta impaciencia es una de las virtudes del lector de ficciones: el que entra en la historia, conoce a los personajes y quiere saber qué les va a suceder a la vuelta de la página. La página es la ciudad de Londres iluminada por farolas de gas o los prados que terminan en los acantilados de la costa de Eastbay, donde se desarrolla «Amy Foster».
Ahora «Amy Foster» vuelve a los lectores, dentro de la cuidada colección Alba Brevis (libros verdaderamente de bolsillo), de Alba Editorial (Barcelona, 2011), en la que ya han aparecido otras memorables novelas cortas o cuentos largos: «Amo y criado», de Tolstoi; «Luces», de Chejov, y «En la bahía», de Katherine Mansfield. Observamos que de este espléndido «cuadro de autores», Tolstoi y Conrad son novelistas que también escribieron narraciones breves, y Chejov y Mansfield prodigiosos autores de cuentos. El cuento moderno se consolida con Maupassant y Chejov; alguna mano echó O. Henry. Con Katherine Mansfield, el cuento alcanza una de sus cumbres, como la alcanzará con Hemingway, aunque los de éste se desarrollan en otros ambientes que exigían otra manera de narrar.
En «Amy Foster», relato publicado por primera vez en el semanario «Illustrated London News» en 1901, entre «Lord Jim» (1900) y «Juventud» (1902), otra gran novela corta, continúa fascinando por su misterio y por su originalidad. En cuanto a la originalidad, es una de las narraciones más notables y sorprendentes de un tiempo y una manera de narrar que dieron como frutos maduros «Otra vuelta de tuerca», de Henry James; «Ellos», de Rudyard Kipling»; «El peregrino en la tierra», de Julien Green; «La dama zorro», de David Garnett o «El corazón de las tinieblas», del propio Conrad. Algunas de estas novelas son fantásticas, otras metafísicas (por así decirlo), otras implacablemente cotidianas, como «Amy Foster», en la que no sucede nada que sea excepcional, y sin embargo, la situación que plantea es insólita. De haber sucedido (y nada se opone a que no se haya dado algún caso parecido), habrá sucedido tal como la refiere Conrad, quien, una vez, ahonda en las profundidades tenebrosas del ser humano como tal vez nadie haya hecho hasta él, desde Dostoievski, y nadie volvería a hacer en lo sucesivo (mi viejo maestro don Pedro Caravia consideraba como el legítimo sucesor de Dostoievski y Conrad a un novelista poco valorado por la crítica y de gran éxito: Georges Simenon). «Amy Foster» es una historia tenebrosa, pero humana: profundamente humana. No se trata de una visión pesimista de la condición humana, sino de un profundo conocimiento del alma de los hombres.
En realidad, la literatura inglesa de los siglos XIX y XX, desde Thackeray a Golding, y, en general, toda la gran literatura, no han hecho otra cosa que reivindicar a Hobbes frente a la nefasta bobería roussoniana. ¿Que el hombre es bueno? Sí, sí... Enfréntenlo a lo desconocido, a lo que no comprende ni es capaz de interpretar, y veremos cómo reacciona. Como Amy Foster, a quien no podemos considerar una adelantada de la «alianza de las civilizaciones», ni siquiera entre cristianos. A la pobre Amy, con la suya le bastaba y la tenía de sobra. También el pobre Yanko, el náufrago, su posterior marido, tenía su propia civilización e incluso un objeto religioso común: la cruz. Él era cristiano y había naufragado en tierra de cristianos (al principio creyó que la costa de Eastbay era la anhelada América). Pero hablaba una lengua desconocida, y eso era suficiente para que las identidades se desvanecieran. Yanko poseía su adquirida concepción del mundo... rural y folclórica. Sabía canciones y recordaba las costumbres de su tierra, pero tales conocimientos, en vez de constituir una «riqueza cultural», como afirmarían los multiculturalistas, sólo contribuyeron a su desgracia, al convertirse en elementos diferenciadores.
«Amy Foster» (ahí está una de las claves de su permanencia, seguramente la principal) es la historia que se puede contar otra vez y cuantas veces se quiera, y siempre habrá un interés retenido hasta llegar a la sombría frase final. El lector se pregunta primero qué va a suceder, luego descubre por qué está sucediendo y al final no hace falta explicar qué sucedió. Acaso en ninguna otra historia el misterio esté tan a la vista. En «Benito Cereno», de Melville, percibimos que algo extraño ocurre, pero se encuentra agazapado en la bodega del barco español. En «Amy Foster», el misterio, o si se prefiere, la extrañeza, no está agazapada en ninguna parte, pero flota por todas. A una aldea ha llegado un elemento perturbador: lo que continúa, sigue su curso natural, no hace falta más.
Muchas de las novelas y narraciones de Conrad tienen un narrador previo, cuya autoridad, aceptada por los oyentes, confiere verosimilitud al relato. Es un procedimiento narrativo que había perfeccionado Maupassant, en el que a veces la narración se presenta como sucesivas muñecas rusas: alguien cuenta una historia que oyó contar a otro y uno de los que la escuchan la pone por escrito y así llega al lector. Quien dice un narrador, puede decir una carta, un viejo manuscrito, etcétera. En las historias de marinos aparece el narrador intermedio desde que Ulises le relata sus aventuras a Nausicaa y Alcinoo, y este personaje permanece invariable a través de los siglos, sea un personaje romántico como en la «Balada del viejo marinero» de Coleridge, o el viejo capitán Marlow de las novelas de Conrad. En el caso de «Amy Foster», como se trata de una novela de tierra adentro, aunque muy próxima al mar, el narrador es el doctor Kennedy, médico rural residente en Colebrook, en la costa de Eastbay. Él asistió a Amy Foster en el parto y al náufrago en su última enfermedad. No podría aspirarse a narrador mejor para confirmar la veracidad del relato.
Aunque en Eastbay se escucha el mar, como en casi todo Conrad, la historia de Amy Foster es terrícola. Conrad ha narrado sórdidas historias de marineros en tierra, de jubilados que se sienten en su parcela, en su casita con un diminuto jardín, como náufragos. No aman el mar, pero tampoco la tierra, y entre ambas, prefieren el recuerdo del mar. En «Amy Foster», la llegada del náufrago plantea una situación en el mejor de los casos incómoda, pues el hombre rescatado del mar no tiene a donde ir. De donde viene es peor lugar, luego se queda en la recelosa aldea.
El ambiente rural es el de Thomas Hardy; pero es Conrad quien narra. En un par de páginas describe vigorosamente el naufragio. Un naufragio como muchos que continúan produciéndose en la actualidad. Unos desalmados sin escrúpulos venden a aldeanos ignorantes, sin más conocimientos que los adquiridos en su aldea ni más lengua que la materna, la ilusión de un porvenir de colores en la mítica América, y los embarcan en las pateras de la época de los veleros y de las navegaciones a vapor.
El punto de partida es, pues, conocido, incluso familiar, para los lectores de hoy. El resto es un caso de incomunicación. Amy y sus vecinos hablan inglés y Yanko polaco: no hay manera de que se entiendan. Yanko es cristiano, reconoce la cruz y además es blanco, luego no es un caníbal ni un salvaje del todo. Pero la aceptación no pasa de la resignada tolerancia, siempre vigilante, siempre a punto de convertirse en intolerancia defensiva: «Un atardecer, en la taberna de El Carruaje y Los Caballos, después de haber bebido algo de whisky, disgustó a todos entonando una canción de amor de su tierra. Todos le abuchearon y él se sintió apenado, pues Plebe, el carretero cojo, Vincent, el herrero gordo y los demás notables de la reunión, querían beber en paz su cerveza de la tarde». Peor resultado obtuvo cuando se empeñó en enseñar a sus vecinos a bailar las danzas de su tierra: le echaron de la taberna a patadas y quedó con un ojo morado. No tenía otro remedio que aclimatarse a aquella nueva vida en silencio. «Su hogar estaba muy lejos y ya no deseaba ir a América». No obstante, era un hombre fuerte, «no solo espiritual, sino también físicamente. Sólo le asustaba el recuerdo del mar, con ese terror indefinido que nos dejan las pesadillas». Y el extraño acaba uniéndose a una extraña. Amy era una extraña en su pueblo: no era del todo normal. «Parece una criatura muy simple», comenta el narrador de la historia al doctor Kennedy, que se la está refiriendo, y éste asiente: «En efecto. Es terriblemente pasiva». Con lo que se reúnen dos incomunicaciones: la del extranjero y la de quien es de otro modo. El resultado fue trágico por accidente. Pero la situación podía haberse sostenido por tiempo indefinido, siempre que Yanko, poseído por la fiebre, no hubiera hablado su lengua. Se habría mantenido la incomunicación, y nada más.
«Amy Foster» es el anti-«Robinson Crusoe». Yanko hubiera tenido posibilidades de sobrevivir de haber naufragado en una isla desierta o habitada por salvajes. Pero no pudo en tierra civilizada. La superioridad del hombre se fundamenta en que construye herramientas: de poco le sirve esa habilidad en una sociedad en la que las herramientas ya están construidas. Lo que sabía (tenía muy arraigado su folclore, canciones y danzas) sólo le vale para diferenciarle y apartarle. Una vez más se demuestra la maldición de Babel y esta cotidiana historia termina «en el horror supremo de la soledad y la desesperación».
La Nueva España · 25 septiembre 2011