Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Una inquietud europea

Narraciones y textos breves muestran a un Ivo Andric intimista, alejado de la épica de sus novelas balcánicas

Aunque sea poco conocido (a pesar del premio Nobel de 1961), Ivo Andric es uno de los grandes escritores europeos del siglo XX, por la claridad y el aliento épico con que fue capaz de exponer uno de los más lamentables y terribles conflictos europeos de esta época. Escribo «europeo» con todo sentido, aunque el término, aplicado a Andric, no presenta el mismo aspecto que si se tratara de un escritor francés o español. Andric es europeo en un sentido cosmopolita, como lo era también, de un modo más profundo, Elías Canetti: hombres de patrias desarraigadas o difusas, de «pueblos sin historia», tal como los describe Roman Rosdolsky, condenados como por una maldición bíblica a padecer el peso de la Historia. Tragedia que hubieran padecido también vascos y catalanes de no haber tenido la inmensa suerte de ser españoles, lo que los libró de las apetencias de España y Francia, como los polacos no se libraron de las apetencias de Alemania y Rusia. Canetti sobrellevó el peso de la Historia asumiendo la totalidad de la historia europea, de la que era síntesis (de ascendencia española, nacimiento búlgaro, educación vienesa, lengua alemana, residencia parisina, nacionalidad inglesa), mientras que Andric aceptó y sirvió a una patria ficticia, cuya historia relató en una vasta trilogía compuesta por «Un puente sobre el Drina», «La joven dama» y «Crónica de Travnik», en la que se narran los convulsos sucesos de Bosnia desde su conquista por los turcos en 1389 hasta la creación del Estado yugoslavo después de la Gran Guerra. El problema de este rincón del planeta que, no obstante, es el lugar de paso de dos continentes y punto de encuentro de concepciones enfrentadas e irreconciliables, en el que «viven apiñadas cuatro religiones», se hablan infinidad de lenguas y la sociedad, a pesar de haber pasado por monarquías difusas y por el muy concreto marxismo leninismo, todavía es tribal. Bosnia, lo mismo que los demás países del área, vivió varias ficciones de Estado que no hicieron sino empeorar la situación: la del Imperio austro-húngaro y el artificio de Yugoslavia, que duró mientras Tito impuso un centralismo poco complaciente con los desvíos. Este marxismo, que en la España actual es separatista, en Yugoslavia sustentaba un centralismo férreo. Es la técnica conocida y manoseada: el socialismo defiende todo lo extraño y anormal que haya que defender hasta que está en el poder; entonces, si lo consigue de manera absoluta, no hay hechos diferenciales, ni lenguas y culturas reivindicadas, ni ningún otro tipo de zarandajas autonómicas o folclóricas. Así ha sido la historia ,y sin embargo, los hay que siguen picando.

Más de una vez he escrito que para entender lo que está sucediendo en los Balcanes hay que leer «Un puente sobre el Drina» y «Crónica de Travnik». Ahora se publica un nuevo libro (para el lector español) de Andric, un delgado volumen que reúne varios textos breves (el más largo, el que le da título): Café Titanic (y otras historias). Y abriéndolo y leyéndolo, el lector habituado a Andric se sorprende, pues no encuentra la épica de sus grandes novelas ni el colorismo de los cuentos de «El lugar maldito». Más bien, el aspecto de los cuentos de «Café Titanic» es incoloro e intimista. Abre la colección la descripción del cementerio judío de Sarajevo, un texto melancólico y poético, sin ningún atisbo narrativo; le sigue una estampa bíblica, David decapitando a Goliat, y, al fin, en el tercer texto, «Amor en la ciudad», aparecen elementos de sus grandes novelas: un puente, el río, el ambiente asfixiante, personajes separados por su etnia y su religión. El desarrollo del cuento es poético, el episodio central trágico, la solución del oficial enamorado satisfactoria para él y, al cabo, la vida sigue igual. El problema de las relaciones con los judíos se plantea también en «Niños» y en «Café Titanic», un cuento desolado como el café que describe, con personajes grotescos, en el que se explica muy bien cómo un miserable pobre diablo da en fascista por resentimiento y desprecio hacia sí mismo. El «ustacha» de uniforme que va a amedrentar al judío no menos pobre diablo que él es ese tipo de guiñapo que se crece con un uniforme y una pistola, y a quien los de mi generación tuvimos oportunidad de percibir. «Palabras» es un cuento emocionante sobre la comunicación por el silencio. Un matrimonio lleva treinta años sin hablar y cuando el marido está a punto de morir, le pide a la mujer que le hable. El episodio está narrado con sencillez y contención.

«Una carta de 1920», en fin, plantea de nuevo el problema central de la obra de Andric. Dos antiguos condiscípulos naturales de Sarajevo se encuentran en una estación de ferrocarril atestada, poco después de terminada la Gran Guerra. Conversan sobre el lamentable aspecto de su país, sobre su confusión y desesperanza, sobre los intelectuales resentidos que no encontraron «ni la capacidad de reconciliarse y adaptarse, ni la fuerza para tomar grandes decisiones en contra de lo establecido». A pesar de sus buenas cualidades, «Bosnia es tierra de odio». Los hombres incluso se guían por relojes diferentes, según sean ortodoxos, católicos, judíos o musulmanes. «Y esta diferencia, a veces de manera evidente y abierta, a veces invisible y solapada, es siempre parecida al odio y a veces se identifica con él». Se trata de una seria y terrible inquietud europea: la de una tierra en la que hasta el reloj de la iglesia da una hora diferente de la sinagoga o la mezquita.

La Nueva España · 22 octubre 2009