Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

La mañana de Reyes

La mañana de Reyes era de general bullicio y alegría. Los niños salían a la calle con sus abrigos crecederos (como los padres tenían en cuenta el crecimiento y que las prendas de vestir tenían que durar para el año siguiente, los compraban una o dos tallas más grandes), bufandas y hasta pasamontañas, que por entonces era una prenda perfectamente civil, para evitar sabañones, principalmente, aunque luego se haya politizado en demasía, ya que sólo la utilizan en la actualidad los terroristas y los policías: los primeros no sé para qué, porque ya hasta anuncian su paso a la lucha armada por internet, y los segundos para demostrar que los servidores del Estado de derecho prudentemente han de ocultarse ante la banda terrorista. Verdaderamente: ver a policías ocultos detrás de los pasamontañas y al «pueblo soberano» aplaudiendo en los entierros de los asesinados por los terroristas me produce una sensación repugnante. Por lo que regresemos al feliz tiempo de la infancia, en que salíamos a la calle con abrigos que llegaban hasta los tobillos, bufandas tapándonos las bocas (o, en su defecto, pasamontañas) y todos los objetos portátiles que los Reyes Magos de Oriente nos habían dejado sobre los zapatos la noche anterior. Aquello sí era una fiesta, puede que la mejor del año. A unas Navidades de ilusión sucedía una mañana de exhibición de las ilusiones. No siempre los Reyes Magos nos traían todo lo que habíamos pedido, pero a veces nos traían cosas que no habíamos enumerado en la carta (redactada, con asesoramiento paterno y materno, con cuidada caligrafía, para que los Reyes entendieran a la primera lo que se les pedía y no tuvieran que recurrir al servicio de paleografía y desciframientos varios), y esto añadía la sorpresa a la satisfacción por las ilusiones cumplidas y a la insatisfacción por las incumplidas. Y, en ocasiones, las sorpresas eran también muy estimables.

La noche de Reyes era de grandes sueños y de poco dormir. Habíamos pasado mucho frío esperando la cabalgata y mucho miedo viendo al Rey negro, que todavía no distinguíamos que era Baltasar. Pero a mí, al menos, me gustaban los caballos en función de camellos y los turbantes, porque me recordaban las admirables películas ambientadas en el mundo de las «Mil y una noches» en technicolor, como «El ladrón de Bagdad» o «Su alteza el ladrón». Muy temprano, mucho más temprano que cualquier otro día, saltábamos de la cama y salíamos disparados de la habitación al mirador de cristales empañados por la helada en que habíamos colocado los zapatos. Allí estaban el coche que abría las puertas y encendía las luces, el revólver Colt 45 o la carabina Winchester 73, el sombrero tejano, la estrella de sheriff, el libro de pastas rojas con las aventuras de Guillermo o las novelas de Salgari con Sandokan o el León de Damasco en la portada. De repente despertábamos del todo y ya sólo pensábamos en salir a la calle, ataviados de sheriff o de guerrero medieval. Las madres procuraban abrigarnos después de peinarnos con una pasta verde de lo más desagradable, que me obligaba a gruñir mientras mi madre me pasaba el peine por la cabeza para hacerme la raya: «De mayor, quiero ser calvo». Todavía no se había puesto de moda andar en camiseta, ni despeinado, ni de manga corta. Terminado el ritual del peinado, invadíamos la calle, a respirar el aire frío y a hacer uso de los juguetes. En la plazuela de las Barqueras de mi pueblo, podíamos reunirnos más de cincuenta niños a organizar guerras: principalmente, guerras del Far-West, entre indios y vaqueros, o entre los del Norte y los del Sur. Una vez los Reyes me trajeron una carabina que disparaba corchos con algo de pólvora en su interior. El olor de la pólvora era fuerte y dejaba un humo azulado. En los combates contra los indios hacía mucho efecto. Lo peor de aquellos tiroteos es que los que hacían de indios no querían morirse.

A pesar de estas guerras simuladas, no veo yo que las gentes de mi generación hayamos sido más violentas que las de los jóvenes actuales, nacidos en plena era de tolerancia, amor, solidaridad y democracia, aparte de que estos niños de ahora no se conforman con un caballo de madera o con una carabina que dispara trocitos de corcho. Después de haber hecho el burro durante un rato, íbamos a casa de nuestros tíos, de nuestros padrinos, a ver qué nos habían dejado los Reyes: siempre había algo, aunque de menos importancia que lo que ya habíamos recibido. Durante la comida se terminaban los turrones y los mazapanes que habían sobrado de Navidad y Nochevieja, y comíamos el rosco esperando que apareciera el regalo (a veces, una tortuga de cerámica), como en un cuento de Maupassant. Sonaban las campanas de la iglesia, y allá íbamos, al catecismo, a escuchar villancicos por última vez aquel año. Un año, un golpe de mar arrebató a una pareja en la barra. Yo vi cómo rescataban a la mujer, que creo que después murió, y la dejaban al lado de la compuerta, sobre un charco de agua. Había vomitado unos gajos de naranja. Poco después empezaba a hacerse de noche, e íbamos al cine, a la sesión de las 5, a ver «La Dama y el Vagabundo» o «Duelo en el fondo del mar», con Gilbert Roland haciendo de pescador de esponjas. Al salir, ya era noche cerrada. Las calles estaban oscuras, vacías, húmedas. Era como si fuera otro día. Había terminado la Navidad.

La Nueva España · 31 enero 2009