Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


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Ignacio Gracia Noriega

Las estaciones del año

Dijo Yahvé: «Haya en el firmamento de los cielos lumbreras para separar el día de la noche y servir de señales a estaciones, días y años» (Génesis, 1, 14:15). La Tierra empezaba a ordenarse y a poblarse: «Haga brotar la tierra hierba verde, hierba con semilla y árboles frutales cada uno con su fruto, según su especie y con su simiente sobre la tierra». Y también dijo Yahvé: «Hiervan de animales las aguas y vuelen sobre la tierra aves bajo el firmamento de los cielos». El implacable paso de las estaciones señala, a partir de entonces, siembra y recolección y colorea las imágenes de las estaciones: roja en otoño, blanca en invierno, verde en primavera y pajiza en verano. «La primavera, el verano, el fértil otoño, el crudo invierno cambian sus acostumbradas libreas, y el mundo, asombrado de esta producción, no distingue tal de cual», escribió Shakespeare en un momento de exaltación de «Sueño de una noche de verano» (ac. II, e. I); pero claro que se distinguen, y mucho, una estación de otra, en todos los aspectos. En «Sir Gawain y el Caballero Verde», asistimos al paso de las estaciones, con su cambio de colores, de intensidad de la luz, de viandas: «Después de la Navidad llegó la severa cuaresma, que prescribe para el cuerpo pescado y alimentos austeros. Luego vino el tiempo que combate al invierno en el mundo: el frío mengua y retrocede; las nubes se disipan, la lluvia brillante se derrama en cálidos aguaceros sobre los campos y se abren las flores; la yerba y los árboles se visten de verde; las aves se afanan construyendo sus nidos y cantan animales a la espera del dulce verano que ya no tardará; las yemas y los capullos se hinchan y revientan en alegres y espléndidos colores, y una música gloriosa se difunde por el bosque».

Incluso se producen grandes cambios en el aspecto gastronómico: puede que ahí es donde sean los cambios más evidentes, además de en los bosques y en el acortamiento de los días. Se puede establecer un orden de categorías entre el suculento otoño y el insignificante verano, entre el humeante invierno y la frescura vegetal de la primavera. El otoño es la estación de los frutos en sazón; el invierno, la gloria de la cocina, cuando casi todo el movimiento de la casa se desarrolla dentro de ella o en su entorno; la primavera, la exuberancia de la huerta. ¿Y el verano? ¿Para qué es bueno el verano? Yo creo que sólo para los veraneantes, los munícipes desarrollistas, los especuladores inmobiliarios y los mosquitos. Ahora que no hay alcalde que se precie que no se haya convertido en promotor turístico y que cuando le preguntan enumera entre los atractivos de su concejo «gastronomía», como si fuera un campo de golf; ni desocupado emprendedor que no aspire a que le subvencionen una «casa rural», estúpida redundancia, porque tales casos suelen estar en el campo, o en lo que queda de él; ni demagogo de capital que no hable de «desestacionalizar el turismo», yo me pregunto que ya que no trabaja nadie por el verano ni la mitad del jueves, los viernes, sábados, domingos y en algunos casos, los lunes, quién va a trabajar el resto de la semana y del año, ni cómo se van a servir menestras del tiempo, ni setas de otoño, ni caza mayor en pleno verano a turistas que acuden a las aldeas más impensadas con el reclamo de «gastronomía» dispuestos a seguir los consejos publicitarios de todo tipo de alcaldes, de izquierdas y de derechas, guapos o feos, jóvenes o viejos, honestos o corruptos, decididamente tontos o moderadamente espabilados, o a confundir cualquier guiso rústico, cobrado a doble precio que cuando no lo promocionaban, con las cataratas del Niágara. Y así se continuará no sólo destruyendo los paisajes, sino la honesta cocina tradicional, a la que se disfraza con el absurdo rótulo de «gastronomía», mientras el cuerpo, la tierra y el disparate de la «sociedad del ocio y del bienestar» aguanten. Si aguantan mucho, mejor para los que los disfruten. Pero la tierra acabará cubierta de hormigón y la honrada cocina de nuestras abuelas absolutamente mixtificada y devaluada.

Volvamos a las estaciones, que, a pesar de la pretendida «desestacionalización» y del pretendido «cambio climático» siguen existiendo. No hace falta ser un lince para poner en relación el cambio de las estaciones con las etapas de la vida humana, pero Baltasar Gracián, que era un lince, lo expresó con mucha claridad; también Hoffmann, en «El mayorazgo»: «La naturaleza representa simbólicamente el ciclo de la vida humana en el cambio de las estaciones. Se ha hablado mucho de este tema, pero yo lo interpreto de manera distinta a todas. Las nieblas de la primavera se disipan, los vahos del verano se evaporan y sólo el éter puro del otoño puede mostrar con claridad el lejano paisaje, hasta que nuestra presencia en este mundo se sumerge en la noche del invierno».

Es la gran estación «de nieblas y sazonada abundancia, íntima amiga del sol que todo lo madura», según la hermosa oda de John Keats. En otoño se cargan y bendicen las vides que rodean los aleros, se hinchan las calabazas y engordan los frutos de las avellanas, y las abejas del otoño es una bendición de Dios. Aunque los pájaros se marchan hacia el Sur e inspira sentimientos melancólicos a los poetas, como a Issac Kobayashi: «Cayó boca arriba / la cigarra de otoño / y siguen cantando». Kobayashi es el poeta de las estaciones: de crepúsculos de cerezas, de nubes como montañas y de tormentas de nieve. Pero el paso de las estaciones sólo se aprecia en el campo. ¿Qué será del otoño y de la primavera cuando la ciudad invasora, en la que sólo son posibles verano e invierno, lo haya llenado todo de hormigón?

La Nueva España · 5 enero 2007