Ignacio Gracia Noriega
Madre Rosa Aza
Nacida en Pola de Lena en 1858, fue abadesa del convento de las clarisas de Astorga en cuatro ocasiones y, posteriormente, dirigió y restauró el de Aguilar de Campoo
Mi buen amigo Tuñón Aza me hace llegar un libro de no muchas páginas, «Madre Rosa Aza, religiosa clarisa», escrito por Emilio González y González, presbítero canónigo de la SICM de Madrid y publicado en Oviedo en 2005. Va siendo hora de que recordemos a las modestas figuras de la Iglesias católica, especialmente ahora que hasta los descreídos se hicieron católicos y están que fuman en pipa (pero la pipa de la guerra, no la de la paz), porque descubrieron que el Vaticano no es un Estado democrático y que el ex cardenal Ratzinger, actual Benedicto XVI, es reaccionario. ¡Qué escándalo! Como dijo Javier Neira: tenían que enviar a Rubalcaba allá, para que les explique a los monseñores lo que es la democracia fetén. Por lo demás, uno no tiene la culpa de que el presidente de EE UU o el Papa de Roma no sean del gusto de Zapatero; consuélese, de todos modos, con la amistad inmarchitable que le une a Fidel Castro, Hugo Chávez o el coronel Gadafi, todos ellos demócratas de acrisolado prestigio.
La España actual es bien extraña: las únicas elecciones que realmente interesan son las de Estados Unidos, en las que los españoles no puedan votar; y los que más se preocupan por el Papa son los socialistas, los laicos militantes y los ateos: por el anterior, porque era viejo y no se jubilaba como si fuera un empleado del Ayuntamiento; por éste, porque no piensa como ellos... ¿Y a ellos qué más les da, si defendiendo el aborto, el matrimonio entre homosexuales, la eutanasia (que todo se andará), se sitúan fuera de la Iglesia? Como dice Gustavo Bueno, desde la caída de Berlín «la ortodoxia es la democracia», pero los jefes de Estado y de Gobierno que hablan en nombre de la democracia se arrodillan ante el Papa. La democracia no existe en el contexto papal: pertenece a otro orden. Por ello, a quienes están tan enfadados por el nombramiento de Ratzinger se les puede contestar como el pintor Apeles le contestó al zapatero («sutor», no el actual jefe de Gobierno, sino un zapatero de oficio, que pretendía intervenir en asuntos ajenos a la zapatería): «Zapatero, a tus zapatos». Aunque hoy muchos quieren opinar porque creen que por haber votado a Zapatero recibieron ciencia infusa. En cualquier caso, lo que más molesta a esta gente es que con Ratzinger se demuestra que Occidente no es débil ni claudicante, ni está dispuesto a aceptar lo que manden el islam, los terroristas o el relativismo.
En cambio, monjitas como la madre Rosa Aza, que jamás cuestionaron al Papa y vivieron modesta y heroicamente su cristianismo, apoyarán a Ratzinger con sus rezos y sacrificios, como apoyar a Wojtyla, el Papa que derribó el gran búnker de la «progresía», el muro de Berlín. Mas no se crea que Rosa Aza es la única monja asturiana ilustre. Otras hubo, como Francisca Montaña, fundadora del convento de las clarisas de Villaviciosa, en el siglo XVIII, o María Isabel González del Valle, fundadora de las Doctrinas Rurales. Curiosamente, el erudito Agustín Hevia Ballina nada dice de Rosa Aza en su capítulo sobre religiosas asturianas en «Mujeres de Asturias», de José Antonio Mases. Por lo que le preguntamos a la madre Rosa Aza, que nos recibe en el huerto del convento de Aguilar de Campoo, del que fue fundadora.
—¿No es usted asturiana, madre Rosa?
—¿No he de serlo? De Pola de Lena. De allí era mi familia y allí nací yo, el año 1858. Mi padre era Rodrigo de Haza González de Lena y mi madre Bernarda Martínez de Vega González de Lena. Este matrimonio hubo seis hijos, de los cuales cuatro entraron en religión: mi hermano Pío se hizo dominico y llevó a cabo una importante labor evangelizadora en América del Sur, además de ser un experto lingüista, autor de varios trabajos sobre las lenguas de aquellos indios, y mis hermanas María Narcisa y María Manuela ingresaron en el convento de religiosas clarisas de Astorga. Los otros dos hermanos fueron Francisco y Andrés. Yo soy la segunda de los hermanos, después de Pío.
—¿Cómo nació su vocación religiosa?
—Viviendo en el seno de una familia muy religiosa, no era difícil que surgiera la vocación. El inconveniente mayor consistía en que yo era una niña mala. Pero que muy mala.
—No sería para tanto, madre Rosa.
—¡Era de la piel del diablo! Y aunque desde los cinco años de edad sentí la vocación al estado religioso, no por eso dejaba de ser traviesa y mala. Lo único que tenía bueno era la devoción a la Virgen, y como estaba oyendo decir a mis padres que la Santísima Virgen no quería a las niñas malas, cada vez que cometía una travesura no me atrevía a entrar en una habitación de la casa en la que presidía un cuadro grande de la Inmaculada pintado al óleo y cuyos ojos me seguían en cada movimiento. Pero me gustaba tanto mirar aquel cuadro y rezarle, que, por poder estar ante él, sin remordimientos, dejé de hacer travesuras.
—¿Y es entonces cuándo decide hacerse monja?
—No, todavía no. A los diez años mis padres me envían al convento de religiosas de Santa Clara de Astorga, para mi educación, y allí permanecí hasta el 23 de mayo de 1871. Allí aprendí, entre otras muchas cosas, a hacer trabajos de bordado, que aún sigo haciendo, aunque la vista me falla. Cosas de la edad. También me aficioné a la literatura y por aquel tiempo escribí mucho, tanto en prosa como en verso. En rigor, nunca dejé de escribir a lo largo de mi vida, y siempre procuré hacerlo de acuerdo con la gramática y procurando escribir con pocas palabras, tan sólo las necesarias. ¿Qué le parece?
—Como teoría literaria me parece magnífica. Santa Teresa de Jesús le habría dado la razón.
—Es una de mis autoras preferidas.
—Lo suponía. ¿Por qué abandonó el convento en 1871?
—Por motivos de salud. Además, yo no estaba entonces estudiando para monja, y si abandoné Astorga, donde me encontraba muy a gusto, fue porque los médicos me recomendaron tomar baños de mar. Pero antes de salir del convento, subí al coro y secretamente hice votos de castidad.
—¿Y qué hizo una vez recuperada la salud?
—Durante los cinco años que estuve en el mundo, es decir, en Pola de Lena, el demonio me tendió lazos terribles, pero los resistí. Con ello se fortaleció mi vocación religiosa, que, si bien cuando me encontraba en el convento estaba esa vocación en un estado latente, en el mundo me di cuenta de lo mucho que necesitaba del convento. A finales de 1875 recibí la invitación para asistir a la profesión de la novicia sor Jacoba Vidanos en Astorga, que había sido muy amiga mía durante mi estancia anterior en el convento. Y pese a que aquél fue un invierno frigidísimo, de grandes nevadas, obtuve el permiso de mis padres para regresar a Astorga, pero sin comunicarles mi propósito de quedarme en el convento.
—¿Y cómo tomó su familia esta decisión?
—Con pena, por perderme. Quien lo tomó más a la tremenda fue mi hermano Andrés, que decía: «¡Ver a mi hermana entre rejas! ¡Iré y la sacaré!».
—¿Cuándo profesó?
—El 14 de enero de 1877, once días después de hacerlo Jacoba Vidanos. Con ese motivo tomé el nombre de sor María del Dulce Nombre de Jesús, o, más abreviadamente, sor María Rosa de Jesús. Desde aquel momento, el convento de religiosas clarisas de Astorga se convirtió en mi hogar.
—Y en esa comunidad desempeñó cargos importantes.
—Fui elegida abadesa por primera vez en 1898, cuando contaba cuarenta años, y volví a serlo de 1905 a 1910, de 1913 a 1916 y de 1919 a 1922. Como decía el secretario del señor obispo de Astorga: parecía que Nuestro Señor me había hecho para gobernar.
—¿Y cómo fue que la enviaron a Aguilar de Campoo?
—Porque en esta histórica villa había una comunidad de religiosas franciscanas que languidecían y a punto estaban de desaparecer. Y como esas religiosas seguían la misma regla que nosotras, las monjas de Santa Clara, de Astorga, el obispo de Palencia, don Ramón Barberá, requirió nuestra ayuda, aunque Aguilar de Campoo depende, en materia eclesiástica, del Arzobispado de Burgos. Yo, por entonces, era consiliaria de nuestra casa en Astorga, y contaba 66 años de edad y 47 de vida religiosa. Y no le oculto la tristeza que me invadió al abandonar la casa de Astorga, el 8 de abril de 1924. Pero ahora, aquí estoy en el convento de Aguilar, otra vez en mi casa.
—Y una vez más abadesa y, además, fundadora...
—Eso no tiene importancia. Restauré la casa de Aguilar y procuré regirla bien. Lástima que mi edad y achaques no me ayuden como yo quisiera.
La Nueva España · 9 de mayo de 2005