Ignacio Gracia Noriega
La historia de Concha Heres
Nacida en Belmonte en 1864, fue uno de los personajes más populares de Oviedo, propietaria de la famosa quinta que llevaba su nombre y protagonista de obras filantrópicas
Concha Heres es uno de los personajes más populares de Oviedo. Durante la mayor parte del siglo XX, la «casa de Concha Heres» (o, para ser más ajustados, «la quinta de Concha Heres») fue una referencia inevitable para todos los ovetenses, y durante años, motivo de polémica y, en los tiempos de la transición, bandera de la defensa de los intereses arquitectónicos de la ciudad frente al desarrollismo y la especulación inmobiliaria que, por aquel entonces, comenzaban a manifestarse con mucho poder y decisión. Aunque la quinta de Concha Heres tuvo varios propietarios, nunca dejó de ser «la casa de Concha Heres» para la voz popular, y aún hoy, que ya han pasado muchos años desde su desastroso derribo, las gentes de cierta edad no dicen el Banco de España, sino «donde estaba la casa de Concha Heres». La casa de Concha Heres, con su verja de lanzas, con su jardín con árboles, con su invernadero de dos pisos, de hierro y cristales, en cuyo planteamiento trabajó un ingeniero francés llamado Eiffel, que adquiriría una gran notoriedad personal y profesional en los años finales del siglo XIX. No fue aquella la única obra de Eiffel en Asturias, pero sí la más destacada y evidente. Alexandre Gustave Eiffel es el autor de la célebre torre de hierro que lleva su nombre y que se convirtió en la principal representación de la ciudad de París, aunque, en su día, fue calificada de «obra inútil», de «chimenea de fábrica» y de «la deshonra de París». Pero según Antonio Masip en «Oviedo al fondo», «Eiffel no sólo hizo su torre de trescientos metros; sus obras se alzan por todo el mundo y también en Asturias. En la carretera nacional 630, a 44 kilómetros de Oviedo, hay una señal indicativa con su nombre. Es el "puente Eiffel" que conmemora en el concejo de Lena los trabajos del genial ingeniero».
Lo que no puede asegurar Masip es que Eiffel haya pisado tierra asturiana, aunque citando a Constantino Rebustiello, Eiffel tuvo alguna intervención en las obras de Pajares y, con ese motivo, residió en una casa de Linares que durante mucho tiempo fue señalada como lugar de residencia del ingeniero a su paso por Asturias.
Quien tal vez nos saque de dudas es doña Concha Heres, a quienes hacemos esta «entrevista». Doña Concha continúa muy interesada por las cosas de Oviedo y en especial por sus parientes Conchita y Teófilo Heres, a quienes envía recuerdos desde esta página.
En el número 3 de la revista «Viejo Cubía», de Grado, Mónica Pérez Robles publica un artículo sobre Concha Heres, a quien califica como «mujer apasionante». Añadiendo que «a lo largo de su vida llevó a cabo un sinfín de donaciones, creación de fundaciones de carácter altruista y filantrópico, y la realización de obras tan relevantes como son la edificación de una casa en Oviedo con el nombre de Concha Heres, la fundación de las escuelas llamadas del Bosque, el pabellón de la Quinta de Salud Covadonga en el Monte Naranco y, por último, el panteón familiar en la villa de Grado».
Nos sirve este artículo de Mónica Pérez Robles como introductor de embajadores. Un mayordomo con librea nos recibe en la escalinata de la entrada principal y con sus manos enguantadas nos va dirigiendo hasta la sala en la que aguarda doña Concha Heres, que me ofrece asiento. Le pregunto:
—¿Puedo llamarla doña Concha?
—¿Cómo pretendía llamarme, si no?
—Perdone –digo–. Venía a hacerle una entrevista, ¿sabe usted?
—Sí, una «interview» –contesta ella.
—Exacto. Así que si no le parece mala pregunta preguntarle dónde nació...
—Es muy buena pregunta, porque mucha gente piensa que yo nací en Grado y nací en Belmonte de Miranda, el año 1864 y allí viví mi niñez hasta que fui trasladada a vivir a Grado, con mis tías maternas Nicasia y Juana Palacio, de quienes recibí una educación rígida y clásica. Los veranos los pasábamos en la finca de Rodiles. Mi padre era Diego Heres y Muñiz Miranda, en quien entroncaban los Heres de Quevedo, de San Juan de Heres, en Gozón, y la casa de Miranda. Mi padre había nacido en Villanueva de Miranda, hizo los estudios de leyes en Oviedo y se instaló en la villa de Grado, donde conoció a mi madre, Luisa Palacio y Rodríguez San Pedro, con quien se casó y tuvo cinco hijos: Víctor, que fue presidente de la Sociedad Hidroeléctrica La Belmontina; Teófilo, que fue concejal del Ayuntamiento de Grado en diferentes ocasiones; Casimiro, que emigró a Cuba, y, finalmente, mi hermana Avelina y yo, que soy la más pequeña.
—¿Qué vida hizo usted en Grado?
—La normal de una señorita de aquella época. Entonces el modo de vida era muy distinto al de ahora, pero debo adelantarle que yo nunca me aburrí. Uno de aquellos veranos en la finca de Rodiles, que pertenecía a mi hermano Víctor, conocí a don Manuel Valle Fernández Secades, que era un indiano de Cuba, viudo y acaudalado, y algo mayor que yo, pues había nacido en San Tirso de Candamo en 1838.
—Le llevaba veintiséis años, si no he calculado mal.
—Sí, esos años me llevaría. Pero era hombre de mucha personalidad y presidente del Centro Asturias de La Habana. Nos casamos por poderes el 11 de octubre de 1883, y acto seguido embarqué para Cuba, en compañía de mi hermano Casimiro. En La Habana nos instalamos en una casa que poseía mi marido y que era la sede de la secretaría del Centro Asturiano.
—¿Qué vida hacía en La Habana?
—Una vida de bastante actividad, no crea. Como esposa del presidente del Centro Asturiano me tocó presidir infinidad de actos, tanto culturales como sociales. Poco después, mi marido compró un inmueble en el que se instaló la nueva sede del Centro de Asturiano. Era una persona muy caritativa y muy «echada p’alante» mi don Manuel. Donó las escuelas de San Tirso de Candamo y el lavadero cubierto y aunque residíamos en La Habana, realizábamos frecuentes viajes a los Estados Unidos, España y París, de donde regresábamos cargados de vajillas, alhajas, juegos de café, relojes de gran valor, obras de arte, etcétera. A mí, los habaneros, que son gente muy galante, y que saben piropear con elegancia, me llamaban la Perla de las Antillas.
—¿Cómo repercutió sobre ustedes la pérdida de Cuba?
—Por fortuna, ya no estábamos allá, al producirse el desastre del 98. Al sentirse mi esposo gravemente enfermo, decidimos regresar a España, no sin donar antes de irnos la Quinta de Salud de La Habana, y en 1896 abandonamos Cuba. Mi marido tenía tanta ilusión por volver a París como si fuera argentino, y allí murió, en París, el 21 de noviembre de 1896. De manera tan triste se cierra la etapa más feliz de mi vida.
—¿Y qué hace usted entonces?
—Consolar mi pena con el retiro. Dejé la administración de los grandes negocios de mi marido al cuidado de mi hermano Casimiro, y yo me vine a Asturias a vivir, después de comprar una casa solariega en Grado, a la que me retiré junto con mi madre. No está bien que lo diga, pero durante este tiempo doné un retablo para la iglesia de Belmonte de Miranda, y los edificios de las escuelas y de los juzgados.
—Y luego, con el nuevo siglo, parece que usted decide poner en práctica aquello de siglo nuevo, vida nueva.
—Pues sí, porque traslado mi residencia a Oviedo, y vuelvo a la vida de sociedad mientras se construye mi casa en el llamado Campo de la Lana. Por este tiempo, contraigo nuevo matrimonio con el abogado Luis Menéndez de Luarca y Secades, que, como Manuel Valle, mi primer marido, era un cosmopolita. Al primero le encantaba vivir en París y el segundo prefería vivir en Madrid. De manera que acabamos abriendo una segunda residencia en Madrid, y al final vivíamos en Madrid la mayor parte del tiempo: a Oviedo sólo íbamos por los veranos. El clima de Madrid, por el verano, es demasiado caluroso. Yo vivía sola la mayor parte del tiempo, rodeada de los sobrinos. Finalmente, cuando vino la República me separé de mi marido de forma legal. Algo bueno tenía que traer la República.
—¿Y no piensa regresar a Asturias?
—De momento, no. Estoy muy achacosa. Volveré cuando me muera, que los muertos no sienten las incomodidades de los viajes. Tengo un panteón muy bonito en Grado, obra del arquitecto Anselmo Arenillas, con una estatua del prestigioso escultor Juan Cristóbal. Allí espero reposar hasta que me despierten las trompetas del valle de Josafat.
La Nueva España · 2 de mayo de 2005