Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Ignacio Gracia Noriega, Doce asturianos


José Ignacio Gracia Noriega

Agustín Argüelles,
una de las dos Españas

Escribe Evaristo San Miguel al comienzo del tomo I de su biografía de Argüelles: «Don Agustín Argüelles, grande en la tribuna pública, no fue menos objeto de amor y de respeto en todos sus actos fuera de ella. Todas las partes de su vida se ligan y encadenan: la privada fue reflejo de la pública. Como hablaba se condujo. Preso, proscrito, desterrado, como en el brillo de su gloria, como en la cumbre del poder, desempeñando los primeros cargos del Estado, fue el mismo hombre. Ninguno de sus enemigos se atrevió a poner en duda su virtud, su saber y su talento».

Buena parte del prestigio de Argüelles reposa en sus grandes condiciones como orador; por ellas llegaron a apodarle «El Divino», como si fuera un poeta del siglo XVI. Su actuación en las Cortes de Cádiz, en las que pronunció innumerables discursos y perteneció a las comisiones de reglamento interior, libertad de imprenta, «Diario de Cortes» e inspección del mismo, prebendas, Constitución, organización de las comisiones, reglamentos de los ministerios, propuesta de Tribunal, de Honor y traslación de las Cortes, fue decisiva. A propuestas de Argüelles se plantearon la libertad de imprenta, el nuevo reglamento del poder judicial y la abolición de la esclavitud y del tormento, matizando en este caso que «no fue que se aboliese la tortura, sino también que por medio de la discusión se fuese disponiendo la opinión pública a recibir otra medida no menos saludable y humana; esto es, que se busque la prueba del delito en cualquier parte, como no sea en la boca del reo». También tuvo en cuenta que en un sistema parlamentario era necesaria una oposición al gobierno aunque éste gobernara con mayoría (y más gobernando con mayoría absoluta). Para Francisco Álvarez-Cascos, autor de un libro magnífico sobre «Los parlamentarios asturianos en el reinado de Fernando VII», Argüelles fue el auténtico protagonista de aquellas Cortes gaditanas, en las que, por primera vez, se planteó como cuestión política la modernización de España al tiempo que se fraguaba la división entre los españoles; como escribe Cepeda Adán, «catedrales góticas y Monarquía tradicional en unos, máquinas de vapor y Constitución en los otros». Según este autor, las Cortes de Cádiz fueron «una genialidad española de las más singulares de su historia. En la única tierra libre del invasor, pequeño regalo del mar salado a una patria en lucha, unos sesudos varones redactaron un nuevo Código nacional sobre el que había de elevarse el futuro de una España que aún no tenía segura su existencia física. Esta decisión está en la línea de apresuramiento que vemos aparecer frecuentemente entre nosotros. Una prisa que nos lleva a quemar etapas. Un salto vertiginoso para coger el paso perdido. La nostalgia de Europa se viste de revolución y quiere destruir el tiempo, sin darse cuenta de que el tiempo en la Historia tiene la misma fuerza que en la biología y suele vengarse de estos escamoteos». A las Cortes de Cádiz se le deben iniciativas muy convenientes, necesarias y simpáticas, pero la división entre las dos Españas se ha mantenido con virulencia hasta hoy; cabezas de cada una de ellas fueron dos asturianos: por la parte reaccionaria, el canónigo Inguanzo, y por la liberal y progresista, Agustín Argüelles. Y prueba de ello, aunque la Historia sea maestra de la vida y de la propia historia (el hombre, el ser histórico por excelencia, es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra), la tenemos en la «Europa» que ahora se pretende construir, utilizando el intervencionismo como ladrillos y la burocracia como argamasa, y sobre la que Paul Johnson señala la misma crítica que puede hacerse a las Cortes de Cádiz: «Se ha intentado hacer demasiado, con demasiada rapidez y demasiado detalle».

Agustín Argüelles, que, según otro de sus biógrafos, Evaristo Escalera, «más que un hombre es una doctrina: la que enlaza la monarquía con los verdaderos y legítimos intereses del pueblo español», nació en Ribadesella el 28 de agosto de 1776, «en el seno de una familia de la mediana nobleza, pero de propiedad escasa y, además, amayorazgada –según apunta Gabriel Santullano–. Por eso, como segundón que fue, su futuro quedó ligado "al cultivo de la inteligencia"». Su primera instrucción la recibió en su casa, de un clérigo francés, fugitivo de la Revolución, a quien sus padres habían acogido: de ahí su conocimiento de la lengua de Molière, además de de las clásicas. Posteriormente cursa los estudios de Leyes y Cánones en la Universidad de Oviedo, y después de recibir la licenciatura, entra como secretario del asturiano Pedro Díaz Valdés, obispo de Barcelona, permaneciendo a su servicio hasta principios de 1800, que marcha a Madrid, como escribe Evaristo Escalera, «a buscar en la Corte, centro de todas las ambiciones, otra clase de trabajos más conformes a sus aspiraciones». Sin embargo, al principio sólo consiguió un modesto empleo como auxiliar de la Oficina de Interpretación de Lenguas, que dirigía el notable literato Leandro Fernández de Moratín. Su estancia en la Corte, de todos modos, le permite mantener relaciones con gentes de la nobleza, como el futuro conde de Toreno, y del mundo literario y cultural. En 1805 es ascendido a oficial del Departamento de Consolidación de Vales Reales y en septiembre de 1806 fue enviado a Inglaterra para cumplir una delicada misión, siendo elegido, según Toreno, por ser un sujeto que, dotado de las suficientes prendas, «no excitase el cuidado del Gobierno de Francia». Allí no se redujo a cumplir su misión; como escribe Evaristo Escalera: «Provechosísima fue para don Agustín su estancia en Londres, porque el estudio de las instituciones de aquel país preparaba dignamente al hombre que había de ilustrar después la tribuna política de su patria y encaminar la nave del progreso hacia los mejores destinos».

Se encontraba en Londres cuando arribó a Inglaterra la comisión de asturianos de la que formaban parte el vizconde de Matarrosa, después conde de Toreno, y Andrés Ángel de la Vega, para solicitar ayuda ante la invasión napoleónica, y Argüelles regresó Asturias con ellos. En 1809 marchó a Sevilla donde, con el apoyo de Jovellanos, obtuvo el empleo de secretario de la Junta formada para organizar la reunión de las Cortes, y en 1810 se instaló en Cádiz al ser elegido diputado suplente por Asturias; mas pronto de suplente pasaría a ser principal actor. «Abríase, por lo tanto, para don Agustín un palenque en donde iba a dar a conocer el talento y el patriotismo que distinguieron el resto de su vida», acota Escalera.

No insistiremos en su actuación en las Cortes de Cádiz, en las que brilló tanto por su ímpetu ideológico como por su elocuencia. Al serle restituido el trono a Fernando VII, y pasar éste en poco tiempo de ser «El Deseado» a ser «Narizotas» (en el mejor de los casos), Argüelles fue de los primeros represaliados por la reacción absolutista a causa de sus votos y opiniones, siendo condenado a ocho años de servicio como soldado en el presidio de El Fijo de Ceuta; mas declarado inútil a causa de su delicada salud, y gracias a la benevolencia del gobernador de Ceuta y a la ayuda económica de su compañero de desdichas Juan Álvarez Guerra, dedicó su tiempo al estudio, hasta que en 1818 fue trasladado a Alcudia, en la isla de Mallorca. Del destierro pasó a ocupar el Ministerio de la Gobernación en 1820, a raíz del golpe de Estado de Rafael de Riego, cargo que desempeñó hasta el 1 de marzo de 1821. Regresa entonces a Asturias, donde en febrero de 1822 es elegido diputado para las Cortes ordinarias hasta el final del Trienio y la restauración de la Monarquía absoluta, lo que le obliga a huir a Gibraltar y embarcar desde allí a Londres, donde recibe la protección de lord Holland, que le nombra su bibliotecario para atender a su subsistencia. Vuelve dignamente a la patria después de la muerte del tirano, acogiéndose a la amnistía promulgada por Martínez de la Rosa, tras haber rechazado la de Cea Bermúdez de 1832 por considerarla insuficiente. Su delicada salud le aparta de la plena dedicación política. Pese a ello, fue propuesto para el cargo de Regente del reino, que finalmente ocuparía Espartero, siendo nombrado Argüelles en compensación tutor de la reina Isabel II, que contaba entonces 11 años de edad. El paso de los años no es buena medicina para el enfermo lo mismo que para el sano, y Argüelles, que padeció de mala salud la mayor parte de su vida, murió en Madrid el 26 de marzo de 1843.

La Nueva España · 21 de agosto de 2005