Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Libros

cubierta del libro

José Ignacio Gracia Noriega

Viaje del Obispo de Abisinia a los santuarios de la cristiandad

Premio «Tigre Juan» de Novela Corta 1986

Prólogo de Juan Cueto

Ilustraciones de Jaime Herrero

Cubierta de Carlos Rojo

Ediciones Júcar, Madrid-Gijón 1987, 120 páginas

El Viaje del Obispo de Abisinia a los santuarios de la cristiandad es una historia de aventuras cuyos personajes pasan unos convenientes días de descanso en una villa costera del Norte de España. Juan de Gondar, obispo abisinio erudito y piadoso, se había propuesto visitar los tres grandes santuarios de la Cristiandad, razón por la que embarca en un velero portugués que le deja en Lisboa. Después de pasar por Santiago de Compostela, y dirigiéndose a Roma, entra en la villa de Permalles, en la que hace un alto en el camino. El obispo establece un ameno diálogo con un canónigo hospitalario, culto y cortés y vive algunas peripecias al tiempo que recuerda otras, en tanto que se prepara para continuar su camino, siempre animado por la esperanza de que cuando llegue a Jerusalén estará otra vez, y por fin, a las puertas de su casa.

El autor de esta originalísima obra, José Ignacio Gracia Noriega (Llanes, 1945), es crítico literario, ensayista, articulista, gastrónomo, erudito

El libro lleva un Prólogo de Juan Cueto:

«Yo conocí a este hombre allá por el cincuenta y pico. No me pregunten más detalles sobre ese pico porque soy un verdadero desastre para las fechas. Sólo recuerdo que fue cuando la gran separación de los bachilleres de letras y ciencias. Aproximadamente cuando reestrenaron Niágara en el cine Asturias y en el colegio se organizó pire general para oler las húmedas caderas humeantes de M. M., cuando Manolín de la Cera acumulaba sobresalientes, Masip era hijo del alcalde y protegido de fray Cueto en los recreos, Chus Quirós hacía teatro contra Muñoz Seca, Pedro Masaveu Senior iba a confesarse regularmente con el padre Eutimio, Antonio Corveiras era fanático de Wagner, Alberto Sordi y Sara Montiel, los Veiga _empezaban a patinar y sonaba mucho lo de Corea, lo de Renato Carosone y lo de Marino Marini. Más o menos, cuando fray Huici me nombró ayudante de cabina en las proyecciones matinales de los dominicos, mi mayor éxito en la adolescencia. Para decirlo con la máxima exactitud de la que soy capaz: conozco a Ignacio Gracia desde hace una eternidad. Porque treinta y pico años, en estos tiempos, son muchos más años que la guerra de los Treinta Años, y como se sabe, todos eligen esa escabechina como ejemplo terrenal de la eternidad.
Pero miento, o lo que aún es peor, soy literariamente impreciso. No hace una eternidad. Y no porque no sean muchísimos años, que lo son, sino porque el sagrado concepto de eternidad, al menos tal y como lo manejan los ironistas, los católicos y los vendedores de chalets adosados, aunque bastante riguroso desde el punto de vista de la cronometría, resulta un concepto muy aburrido, una referencia altamente monótona, y la verdad es que en todo este enorme tiempo yo me divertí mucho, muy profana y profanadoramente, en compañía de este hombre que siempre quiso ser Chesterton (digámoslo así, para simplificar, luego afinaré más su silueta con otros gordos geniales), por encima de las polémicas de la tradición oral y por debajo de las disputas de la tradición escrita. Mejor dicho, gracias a nuestras constantes trifulcas tertulianas con el cine y la literatura, por este orden.
El caso es que estaba yo en huelga indefinida de prólogos, entre otras razones para evitar el bochorno de disputarle el récord al doctor Marañón, que el pobre anda estos días metido en fastos aniversarios, cuando Ignacio Gracia me envía esta inesperada y deliciosa novela. En rigor, nouvelle; incluso, si me apuran, nouvelle á la maniére de Bretagne. Después de leerla de un tirón no tengo más remedio que hacerme el esquirol por unos folios. No porque el autor necesite introito alguno para asomarse a los escaparates de la patria, que el tipo ya es de sobra conocido y admirado por esos tres mil lectores aficionados a estas cosas; ni mucho menos porque este divertido viaje del obispo abisinio a la villa de Permalles, luego de visitar al Aposto1 en sentido inverso, de allá para acá o sea, como se escribe en nuestra tradición, exija explicaciones sociológicas, lógicas, desconstrucciones derrinianas, filigranas semiotizantes, interpretaciones eruditas y demás pelmazas maneras de asesinar el placer por la lectura por esos y otros tediosos, vanos y fatuos procedimientos de la llamada ciencia de la literatura (que nunca hubo, por otra
cierto, pareja de conceptos más reñida, por no decir otra cosa, por no decir una grosería). No, no es eso. Rompo mi huelga de prologador sencillamente porque me apetece escribir después de leer esta historia. Porque cuando acaba el relato y Juan de Gondar se larga de las tierras de Permalles en dirección a los desiertos inclementes del Preste Juan, luego de tanta y tan amena peripecia por el país de las encarnadas, aquello, la lectura, me sabía a poco. Deseaba yo que Ignacio siguiera escribiendo otros cien o doscientos folios más, bifurcando sus bifurcadas historias, entrecruzándolas a lo ruso o encadenándolas al modo de Scherezade, introduciendo nuevos tipos o simplemente contando más aventuras de sus personajes, qué se yo. Seguramente si Ignacio hubiera hecho esto, y apuesto a que es lo que le hubiera gustado en el momento del punto final, Juan Benito no le habría admitido la novela a su concurso de nouvelles, y entonces, adiós a la bendita pasta municipal de Masip, pero yo hubiese disfrutado mucho más tiempo de este viaje.
Sólo distingo a estas alturas (es decir, a estas bajuras) de la vida dos clases de narraciones: Las que no consiguen hacerme pasar de la página diez y al cabo de varias intentonas me precipitan en un profundo abatimiento, cuando no en un odio africano hacia la literatura y los literatos, y las narraciones que después de la última página no sólo excitan más hambre de lectura, sino una sensación cada vez más insólita, al menos en mi caso: ansias de escritura. O sea, los libros que da mortal pereza leer y los que automáticamente dan ganas de escribir.
Por eso estoy aquí. Para continuar la escritura interrumpida. Ya sé que no es lo mismo porque Ignacio escribe mucho mejor que yo. Él es un narrador nato y yo soy un relator adquirido. Pero alguien tenía que hacerlo. Alguien tenía que notificar el placer de esta lectura, y yo lo vi primero. Este prólogo, por lo tanto, es un epílogo. Estas palabras, en rigor, tendrían que ir al final. Son el testimonio bioquímico, en su estado más bruto, a vuelamáquina, segundos después de cerrar el manuscrito, de la lectura entusiasmada de una alquimia literaria procedente de esas grandes añadas narradoras que tanto admiramos juntos y de las que tanto polemizamos en nuestra muy amistosa guerra dialéctica de los treinta y pico años. Estas líneas absurdamente prologales no son ni pretenden ser otra cosa que ese impulso de escribir que Ignacio me contagió al final de su nouvelle. Él tiene la culpa, esta vez.
Porque esto de ponerse a teclear, o a garabatear, no nos engañemos, funciona como funcionan las epidemias, por contagio. Escribir es un virus. Si lo haces, es porque alguien, un día, te lo contagió. A veces, a tu pesar, por descuido, por falta de higiene o de prevención. Y cuando lo haces, nunca estás seguro si serás capaz de transmitirle el virus a alguien o, ay, si la epidemia morirá contigo. Ignacio es portador nato de este virus. Incluso se le notan los síntomas cuando practica la tradición oral, a pesar de sus extrañas pausas guturales y de unos demoledores carraspeos que sólo he visto emitir a Walter Brenan y a algún que otro sargento azul de John Ford (entre paréntesis, esos curiosos ruidos deben de ser cosa de los dominicos, que ahí están los célebres casos de Antonio Masip Y de Juan Luis Vigil para no echar la hipótesis en saco roto: los silencios de Chus Quirós no hacen más que confirmar la regla). Quiero decir, digo, que Ignacio suda escritura hasta cuando suda y whisky de malta.
Nunca he conocido a nadie con unas fronteras tan formidablemente borrosas entre la vida literaria y la vida cotidiana. Un caso tan asombroso de fusión, incluso de confusión, entre la ficción y la realidad. Cuando charlo con él tengo la impresión de estar metido en una novela de Faulkner, en una disquisición de película blanquinegra de la RKO, en una disquisición de Borges, en un western de Ford, en una de esas épicas de las cuatro plumas por excelencia: Stevenson, Conrad, Melville y Kipling. Pero cuando lo leo, es como si lo estuviera viendo delante de mí, apoyado en la barra de nuestro bar favorito, con su cunqueiriano sombrero verde, su chaleco y veguero de indiano, sus constantes y provocadoras retóricas chestertonianas, su delatora declamación-houstoniana de vendedor de biblias y cazador de ballenas llaniscas más o menos blancas, su apetito de Camba y unos andares montañeros del marqués de Pidal cruzados con la nostálgica mirada de los viajeros románticos e ilustrados decimonónicos, pongamos de Frassinelli.
Ignacio Gracia no sólo es uno de los mejores literatos asturianos de los últimos tiempos (y no manejo una idea avara del término “últimos tiempos”), sino el personaje más literario que las Asturias han parido en los últimos tiempos. Irrita a los bablistas con la misma picardía que Chesterton irritaba con su provocador catolicismo a los protestantes, o con su actitud en la guerra anglobóer. Trabaja la paradoja contra la doxa socialista con idéntico espíritu juguetón que Borges se declaraba anarquista por mero escepticismo derechista. Combina lo local con lo universal desde la estética de los caballeros de la mesa redonda y desde la épica del ciclo artúrico. Se proclama en Llanes defensor del imperio norteamericano únicamente para imitar el británico gesto imperialista de Kipling en Bombay. Le fascinan los viajes exóticos, las expediciones a las Islas Afortunadas, la aventura de los indianos, la gesta de las velas blancas, las selvas verdes y las series negras, los horizontes lejanos de la M.G.M., los misóginos fronterizos de Hawks y Houston, los expedicionarios de Verne y Salgari y demás trotamundos; ahora bien, como me lo saques de las Asturias por Iberia, por la Renfe, por Pajares o por El Musel, le puede dar un soponcio.
Aquí está todo. En este viaje del obispo abisinio a Permalles se pueden leer las principales fobias y filias de este hombre que, un día del cincuenta y pico, escogió vivir como se vivía en esa literatura que constantemente releía y en esas películas de reestreno que yo le proyectaba con la venia de fray Huici. Lo sorprendente, y envidiable, es que lo consiguió antes de cumplir los cuarenta. De la nouvelle que sigue no pienso decir nada más porque creo que ya he levantado demasiadas liebres. Excepto un detalle esclarecedor. Ignacio y yo hemos discutido mucho y de casi todo en este largo tiempo, y sospecho que aún nos quedan otros treinta y pico años de polémica. En una sola cosa estamos conjurados gracias a los buenos oficios del gran Cunqueiro, del que en esta aventura ignaciana encuentro tantos y tan excelentes ecos en el sonido y en el espíritu: no es de recibo literario una historia que por lo menos no cite una sola vez a aquellos caballeros que iban en pos del Santo Grial fatigando la sagrada espesura del bosque de la rama dorada que Frazer inmortalizó. Nunca dudé que Ignacio de Llanes sería fiel a Álvaro de Mondoñedo en su primera peregrinación a las fuentes del hilo narrativo.»

 

Gracia Noriega, ganador del «Tigre Juan» · La Nueva España, 14 diciembre 1986.