Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

¿El final de la Transición?

La serie «De Transición y copas» llega a su fin con el relato en torno a la victoria del PSOE en las elecciones generales de 1982. Ésta es la última entrega sobre una etapa crucial en la historia de España.

El primer artículo se publicó el 4 de junio de 2007 y con éste han sido 132 capítulos.

Jean Mayer, en su libro sobre la revolución mexicana, plantea cuándo termina la mencionada revolución, también conocida por «la bola»: y ya se sabe que cuando se echa la bola a rodar, no se sabe dónde irá a parar. Según los historiadores ortodoxos, la revolución dura desde 1910 a 1940, cuando la revolución se institucionaliza (¿habrá algo menos revolucionario que el PRI, o Partido Revolucionario Institucional?); según Howard Cline, se prolonga hasta 1960, mientras James Wilkie la retrasa hasta 1967. En lo que se refiere a la transición española, tampoco estamos muy seguros de cuándo empieza (podríamos retrasar su inicio al viaje de Eisenhower a España: a partir de entonces, Franco adoptó la buena costumbre de vestir más a menudo de paisano, algo es algo), ni cuándo termina. Pues cuando la creíamos terminada y liquidada, viene un nuevo jefe de Gobierno enarbolando el cadáver del abuelito. Lo malo es que en el otro bando también hubo demasiados abuelitos asesinados, por lo que por ese camino no se va a ninguna parte. La Transición habrá terminado de manera efectiva cuando los españoles se acostumbren a mirar la guerra civil de 1936-1939 con el mismo distanciamiento que a las guerras púnicas.

En consecuencia, si situamos el final de esta serie de artículos con el episodio del triunfo electoral del PSOE en 1982, no es porque consideremos que la transición termina exactamente en esa fecha, sino porque, como aconsejaba Faulkner, toda obra que se empieza debe tener un final, un «finale». Con esto no agoto mis anotaciones sobre aquella época, pero es posible que no las vuelva a utilizar y que acabe destruyendo mis diarios, en los que expongo opiniones y juicios sobre personas que hoy no comparto.

Probablemente la Transición termina en el momento en que se desmontan los llamados «poderes fácticos»: el ejército pasa a convertirse en una ONG y la judicatura en funcionarios dependientes del gobierno. Ya antes de que el PSOE ganara las elecciones, Alfonso Guerra, formidable pensador, había decretado el enterramiento de Montesquieu y con él de la separación de poderes, que eran pura filfa burguesa malintencionada. Es lamentable que no se haya reconocido como merece la gran contribución de las lumbreras socialistas españolas a la crítica e innovación del pensamiento político e histórico contemporáneos, siempre en un sentido ascendente: el Guerra refutó a Montesquieu, Moratinos afirmó que la tradición cultural y política europea no era necesariamente cristiana y Z. puso en duda la idea de nación antes de que el derrumbe generalizado lo apartara de tales alturas especulativas para sumirlo en prosaísmos más bien dramáticos.

En 1982, la situación de la UCD de Adolfo Suárez era tan desesperada como el final del largo período felipista, con la mitad del Gobierno en la cárcel por corrupción, y la actual del zapaterismo, desbordado por una crisis que el mismo jefe de Gobierno calificó como «leve recesión». En realidad, el único Gobierno de la segunda restauración borbónica que acabó honestamente fue el de Aznar, ya que no lo derribaron ni la corrupción ni el descalabro económico, sino un brutal atentado cuyos motivos parecen muy claros, aunque no se haya querido aclarar quiénes fueron sus verdaderos inductores (quiénes fueron los beneficiarios es más evidente). En cuanto al Gobierno de Suárez y a su partido, la UCD, se los llevó la marejada política, que desarboló un partido demasiado improvisado y circunstancial (aunque, dicho sea en su honor, fue el que más y mejor respetó las libertades públicas y privadas de los españoles), con lo que la mayoría parlamentaria estuvo a punto de convertirse en Grupo Mixto. En los mentideros y tertulias se afirmaba con insistencia que el Rey deseaba que gobernaran de una vez los socialistas para, de ese modo ser, al fin, el Rey de todos los españoles.

En esta época, yo no pertenecía ya al PSOE, por lo que seguí la campaña como espectador. Pero era evidente que el mundo giraba hacia la izquierda. Tanto es así que el 21 de octubre, la Academia sueca anunció la concesión del premio Nobel de Literatura al colombiano Gabriel García Márquez, autor de una sola novela y defensor de todas las dictaduras stalinistas en cuanto que firmes baluartes del progresismo. En España, las encuestas daban al PSOE ganador de las próximas elecciones por mayoría absoluta. Lo que no dejaba de causar estupor: hacía seis años apenas habíamos podido conseguir catorce militantes en Oviedo y ahora media España estaba dispuesta a votar a ese partido del que, hasta hacía poco, nadie quería saber, ni por la izquierda ni por la derecha: por la derecha, Fraga lo calificaba de marxista-leninista, y por la izquierda se le consideraba socialdemócrata, pactista y «vendido al oro de Willy Brandt». Sin embargo, izquierda y derecha concurrieron en un manifiesto en apoyo del PSOE publicado en «El País» a cuatro columnas y avalado por las firmas de antiguos fascistas como Antonio Tovar y Gonzalo Torrente Ballester, la muy progresista Francisca Sauquillo, cineastas como Manuel Gutiérrez Aragón, «rockeros» como Ramoncín y Miguel Ríos, y promotores como el asturiano Aquiles García Tuero. También firmaba un antiguo comunista de los de verdad, el gijonés Félix Guisasola, y encabezaba la relación el poeta y premio Nobel Vicente Aleixandre, quien a lo largo de su vida se había mostrado sumamente prudente en materia política pues su reino no era de este mundo, sino de la poesía, y una mala salud de hierro le sirvió de pretexto para no asomarse en demasía a la plaza pública.

El triunfo socialista estaba cantado. En vísperas de las elecciones, se corrió el rumor, propagado por gentes de extrema derecha, de que Felipe González se encontraba seriamente enfermo, por lo que no podría hacerse cargo de la jefatura del Gobierno, que correspondería a Alfonso Guerra, considerado como de extrema izquierda por la derecha incluso moderada. De este modo se pretendía evitar el voto de esas personas ávidas de novedades que nunca faltan en los estamentos más horteras de la población. El día 28 de octubre, jueves, amaneció esplendoroso en el aspecto meteorológico. También lo fue para los socialistas, que según los primeros cálculos obtendrían 201 escaños: suficientes para gobernar y demasiados si se disponían a templar gaitas. Como era de esperar, resultaron elegidos sus tres senadores por Asturias: Rafael Fernández, Honorio y el tránsfuga Herrero Merediz. Aquella noche ya se hicieron notar en la televisión y enseñaron la oreja Jesús Hermida, Lalo Azcona, Ana Belén, Íñigo y una folclórica. Yo fui a cenar al Niza con el matemático Jesús Hernández. Juan Benito, en su inspección habitual de bares concurridos, asomó la cabeza y, viéndonos, se acercó a nuestra mesa y dijo:

–Estoy leyendo «Al faro», de Virginia Woolf.

–En noche como ésta deberías leer «La madre», de Gorki -le contestó, severo, Jesús Hernández.

Hubo una participación del 80% del electorado y, como dato extraordinario, Leopoldo Calvo-Sotelo, el presidente que convocó aquellas elecciones, no salió ni elegido diputado. No obstante, no hubo jefe de Gobierno más discreto ni más honorable. La resaca de las elecciones arrastró también a Santiago Carrillo, que dimitió como secretario general del PC el 6 de noviembre. Nos enteramos por la radio mientras tomaba vino en el bar Rosal con Amalita Maceda y Alberto Alonso, comunistas de la época dura, que se pusieron contentísimos y algo menos cuando, a renglón seguido, se añadió que le sucedería Gerardo Iglesias. Ellos esperaban que el sucesor fuera el «Paisano».

Corrían rumores sobre quiénes formarían parte del nuevo Gobierno. Se decía que Marichu Izquierdo Rojo, de excelentes apellidos y muy querida compañera de carrera, sería la próxima ministra de Cultura, y Antonio Masip, gobernador de las islas Canarias, debido a sus buenas relaciones con los del Frente Polisario. Al cabo, el Gobierno estuvo compuesto por gente joven, con aspecto de funcionarios y algunos con barbas: sin duda, el Gobierno más peludo que hubo en España desde los tiempos de la primera restauración. Todos, a la inevitable pregunta sobre sus aficiones, contestaban que escuchan música clásica y que leían a la Generación del 27, y uno añadió que también a Simenon. Auténticos intelectuales si los comparamos con la Aído, la Pajín y Pepiño. González, en el discurso de investidura, contó un maravilloso cuento de Navidad y prometió 800.000 puestos de trabajo. A la pregunta de Fraga de cómo se proponía conseguirlos, pasó a hablar de otra cosa.

Empezaba una nueva etapa histórica. Como anunció el Guerra, después de una pasada por el socialismo, a España no la iba a reconocer ni la madre que la trujo. Ahí acertó el ideólogo. Aunque, como decía Ramón Rañada, el voto útil hubiera sido para Alejandro Rebollo, que había desviado un presupuesto dedicado a otra región en beneficio de Asturias.

También terminaba otra. Gelu, un socialista veterano, había muerto de un derrame cerebral la noche del 30 de noviembre. Había tomado unos vinos con él la víspera, en el bar Rosal; decía que le dolía mucho la cabeza y estaba muy colorado, pero no le concedía importancia: ya había estado así otras veces. Lo enterraron el 2 de diciembre en Las Segadas. Estaban en el cementerio los del partido socialista de antes, Emilio Llaneza, Pepe Llagos, Avelino Cadavieco, y mucha, mucha gente. La sección de Latores le envió una corona y la Agrupación de Oviedo un ramo de flores rojas. El cementerio tenía un aspecto irreal, con bosques dorados encima y detrás la térmica de Soto de Ribera como algo del otro mundo. El enterrador hizo su trabajo con mucha pericia y rapidez. Después fuimos saliendo lentamente, mientras caían las sombras.

Finis coronat opus.

La Nueva España · 14 febrero 2011