Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La muerte de Franco

La del 20 de noviembre fue una larga noche de espera, con «Objetivo Birmania» en la televisión

En el siglo pasado, los gobernantes duraban mucho tiempo. La edad no era motivo para apartarlos de la política, y así tenemos a Winston Churchill, que volvió a ser «premier» con más de 80 años; a Konrad Adenauer, que enderezaba Alemania con el rostro cuajado de arrugas, pero con la mirada viva de hombre despierto y vigilante; a sir Anthony Eden, que ya era un diplomático de primera fila cuando el nacionalsocialismo amenazaba Europa; a sir Harold McMillan, quien con su bigote blanco que le daba aspecto de abuelo bonachón encubría un distinguido helenista; al general De Gaulle, que con el peso de los años encorvaba un poco, pero rigió Francia hasta que no le quedó más remedio que retirarse entre viejos árboles que talaba mientras leía los poemas dramáticos de Esquilo; a Eisenhower, militar con ropa de civil que le explicó al general Franco durante su apoteósica visita a España que adónde iba de uniforme a sus años; a Sandro Pertini, con su pipa y la bonachonería de alguien que tal vez nunca había previsto llegar a ser presidente de la República, o al sinuoso y también encorvado Andreotti, con sus ademanes de clérigo y su trasfondo de mafioso, o bien otros que entendían que su cargo era vitalicio, como Chiang Kai-Chek, Oliveira Salazar o Franco, y, en fin, algunos que efectivamente eran vitalicios, como el Papa Pío XII, o el Negus de Abisinia, el emperador Haile Selasie, rey de reyes, descendiente de la reina de Saba y poco menos que ejemplo de los demócratas cuando Mussolini invadió su reino y, más tarde, tirano tercermundista y medieval, que tenía, según Álvaro Delgado, que pintó su retrato, un rostro gastado y viejo, con la tonalidad verdosa de una moneda muy usada y que acabó derrocado por una revolución que, pretendiendo sacar Abisinia de la tiranía, la sumió en una tiranía mucho más despótica y con peores abastecimientos que en la época del viejo tirano. De todos estos gobernantes valetudinarios, los que más nos afectaban eran, naturalmente, Franco y Pío XII, hasta el extremo de que algunos de mi generación suponían que ya no era posible que hubiera otro Papa ni otro jefe de Estado en España; y como más o menos por aquella época empezó Miguel Muñoz a ser el seleccionador nacional, también cabía la posibilidad de que después de él no hubiera otro. La muerte de Pío XII, que fue muy comentada, trajo unos aires de renovación a la Iglesia con la persona del nuevo Papa, el cardenal Roncalli, hasta entonces patriarca de Venecia, que tomó el nombre de Juan XXIII. Aunque se suponía que sería un Papa de transición, fue un gran Papa que opuso su humanidad al hieratismo de bloque de mármol de su antecesor, aunque el Concilio Vaticano II, que puso en marcha, no sólo supuso un cambio de rumbo de la Iglesia, sino que la maniobra se hizo tal vez con un golpe de volante un poco brusco, porque la Iglesia empezó a precipitarse cuesta abajo hasta que otro Papa llegado de lejos, como él mismo se presentaba al principio, procuró enmendar el rumbo. Aunque en esos años el mundo había cambiado tanto y tan deprisa que ya poco quedaba para enmendar. Tanto había cambiado el mundo que el sucesor de Juan XXIII, el cardenal Montini, que tomó el nombre de Pablo VI, provocó las iras de los franquistas más acérrimos: una actitud que se desconocía en la «católica España» por lo menos desde que las tropas imperiales de Carlos V saquearon Roma.

Mientras el mundo cambiaba, el general Franco permanecía inmutable, aunque cada vez más próximo a convertirse en una figura de hornacina. Porque aunque él no cambiaba, todo estaba cambiando alrededor, y asimismo cambió él mismo, con el deterioro implacable que la edad y la enfermedad ejercían sobre su persona. Franco no era un hombre del siglo XX. Los que le califican de fascista no saben qué es el fascismo. El general Franco era absolutamente ajeno al fascismo, e incluso se podría decir que era un antifascista nato. Franco era un espadón del siglo XIX que había dado un cuartelazo que ni siquiera había preparado, pero que le salió muy bien. Y los militares del siglo XIX no eran fascistas, porque entonces no había fascismo. El fascismo, en su retórica, es una degeneración del socialismo y, como el socialismo, es un movimiento entusiasta de la modernidad, del maquinismo, del predominio de la ciencia y más antirreligioso que laico. Franco abominaba de la República, del socialismo, de la modernidad y del laicismo. Una vez asentado como jefe del Estado se hizo hombre muy religioso, cosa que al parecer antes no lo era, y nunca dejó de ser monárquico: tanto es así que él mismo se proclamaba caudillo de España por la gracia de Dios. Pero nunca se hubiera atrevido a coronarse rey, a pesar de que el canónigo ovetense don Cesáreo Rodríguez Loredo fundamentó diecisiete razones en el folleto «Franco, rey», que fue puntualmente retirado por la Policía de los escaparates de las librerías. Como el rey, ocupaba su cargo «por la gracia de Dios», pero no pasó de caudillo, y a diferencia de otros caudillos que se coronaron, él impuso que España fuera un reino sin rey, al menos hasta que un miembro de la Familia Real española le sucediera. Ahora bien: no habría sucesión mientras viviera. Con cuquería de campesino gallego, sospechaba que si alguna vez soltaba las riendas, podrían complicársele las cosas. Y no andaba muy desencaminado, como años más tarde se vería con el tratamiento recibido por el dictador chileno Pinochet, su admirador e imitador incluso en los uniformes barrocos, tipo de los del dominicano Trujillo (otro pájaro de cuidado), aunque los de Pinochet, con su tendencia a usar capas, le daban aspecto de vampiro. De manera que Franco, de uniforme de gran gala, se parecía a Trujillo, y Pinochet, por imitar a Franco, sencillamente recordaba a un vampiro. No es de extrañar, pues, que al presidente Eisenhower, militar en otro tiempo, le desagradara un dictador europeo disfrazado con el uniforme de bordados y tricornio con plumas de dictador bananero.

En los años sesenta, y tal vez antes, los españoles se habían resignado a esperar que Franco muriera en su cama. Sólo se trataba de desear que muriera pronto. Pero los signos eran desalentadores. Se alegaba, por parte de los pesimistas, la gran longevidad de su padre, que era el único antifranquista que se manifestaba como tal abiertamente durante el régimen, y de sus hermanos sólo uno había muerto, pero en accidente de aviación. El deterioro del dictador era evidente, pero continuaba concediendo audiencias y moviéndose como un autómata. Según don Pedro Caravia, le tenían relleno de paja.

Algunos médicos o aficionados a la medicina diagnosticaban por medio de fotografías, señalando en sus manos señales del mal de Parkinson; otros afirmaban que le sustituía un doble. Pero de lo que no cabía duda, tanto para los franquistas como para los antifranquistas, y para la mayoría de la población, que tal vez no era ni lo uno ni lo otro, era que el franquismo duraría tanto cuanto Franco viviera: ni un minuto más. Por eso, había un interés casi desesperado por mantenerlo vivo, o al menos que no se apreciara demasiado su deterioro.

En noviembre de 1975 las cosas ya no se podían ocultar. El 31 de octubre, Pedro Rodríguez, uno de los periodistas más cursis del franquismo tardío, publicó en su columna de «Pueblo» un artículo de título redicho, «Oh capitán, mi capitán», descarado hurto de los emocionantes versos de Whitman a la muerte del presidente Lincoln, pero que tenían un inequívoco tono de elegía. Y al fin, el 3 de noviembre se dio la noticia de que el anciano había tenido que ser operado de urgencia. La TV dilató su programación hasta altas horas de la madrugada (entonces, había horario de cierre), transmitiendo documentales zoológicos ingleses mientras por las calles patrullaba la Policía Armada. En definitiva: un ensayo general de lo que ocurriría diecisiete días después. Finalmente, un locutor anunció que el estado de su excelencia era «muy grave». El día 7 hubo que internarle en la Paz y operarle de nuevo. En tanto, el pueblo, a punto de ser soberano, inventaba chistes: le llamaban el recluta rebelde, porque no quería entrar en caja; había que ponerle un 2 en la quiniela porque estaba perdiendo en casa, y a la calle que va hasta El Pardo la llamaban la calle de la feria, porque al final estaba el tiovivo.

Murió la madrugada del 20 de noviembre, después de una larga noche de espera. La televisión permanecía encendida, transmitiendo documentales sobre arácnidos y una película magnífica, «Objetivo Birmania», de Raoul Walsh, con Errol Flynn. Yo pasé buena parte de aquella noche en Casa Manolo. Cenamos jabalí con patatinas y estuvimos pendientes de la televisión hasta que me cansé y me fui para casa. No bebí champán aquella noche ni al día siguiente.

En relación con la muerte de Franco corría un extraño augurio: sumando las fechas del comienzo y del final de la guerra civil: 18 del 7 del 36 y 1 del 4 del 39 resulta 201175: 20 de noviembre de 1975.

Aquella noche, el ugetista Marcelo García se fue a Avilés a lanzar pasquines y la Policía le detuvo, como era de esperar. Pasó un día o dos muy angustiosos en la comisaría. Cuando le soltaron, las cosas ya habían cambiando y el cambio era definitivo. Lo explica muy bien Encarna, su mujer:

–Al mi Marcelo le metieron en comisaría llamándole hijo de tal y cual, pero cuando salió le llamaban don Marcelo.

La Nueva España · 5 mayo 2008