Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

El krausista

Zapatero ha vuelto a poner de moda el término krausismo l En la reconstitución del socialismo después del franquismo, las cuestiones ideológicas importaban más bien poco: lo importante era la organización y sacar buenos resultados electorales

Mi querido Antonio Masip, amigo invariable desde hace la friolera de medio siglo y hombre de coraje y lealtades, de entusiasta y generosa dedicación política a una causa que evidentemente no es la suya y a cambio de lo cual ha recibido cuando menos tantas ingratitudes e incomprensiones como satisfacciones (si algún día se decide a escribir sus memorias, le propongo un título: «Tirar piedras contra el propio tejado»), me parece que se ha excedido recientemente, en plena campaña electoral, publicando un artículo en LA NUEVA ESPAÑA de encendido elogio a don Álvaro Cuesta, calificándole, entre otras lindezas, de «krausista».

Yo no sé si ser krausista será un elogio o no; en cualquier caso, a mí no me gustaría que me tomaran por tal, y, sin duda con la mejor intención del mundo, Antonio ha puesto a don Álvaro en un brete, porque con toda seguridad no sabe qué es un krausista, si carne o pescado, pelo o pluma. De manera que me imagino a don Álvaro como al personaje de un cuento de Guimarães Rosa en el que alguien, por adularle, le llama «famigerado», y aquel hombre de a caballo, con la mosca detrás de la oreja, tiene que andar preguntando qué cosa era «famigerado», hasta que le explican que valía por «célebre», «notorio», «notable». «Krausista», en el lenguaje que ahora está poniendo en circulación Zapatero y en el que nada significa lo que es, debe valer por «laico».

Sin duda, lo de «krausista» le suena a Zapatero porque hubo uno famoso en Hospital de Órbigo, Sierra-Plambey, al que se refiere Víctor de la Serna en «La ruta de los foramontanos», señalando que «tenía una organización que tendía a educar maestros en el estilo semilaico de sus fundaciones pedagógicas. Y los barbados patronos (Azcárate, Giner, Cossio), que introdujeron en España esa pseudociencia de feo nombre conocida por pedagogía, fueron los inventores de los cursillos y de las vacaciones ilustradas». Yo me imagino a los krausistas asténicos, adustos, con barba y levita, como Salmerón, que se libró de dar nombre al burro de los jesuitas de la novela «A. M. D. G.», de Ramón Pérez de Ayala, porque uno de ellos reparó en que Salmerón se apellidaba también uno de los primeros compañeros de San Ignacio. No me extraña, pues, que en su surrealidad indefinida aunque decimonónica, Zapatero, que no pasa de ser, como le define Gustavo Bueno, un abogado de pueblo que lee a María Zambrano, pretenda dar cierto realce intelectual a su laicismo considerándose «krausista». Pero a don Álvaro siempre le trajeron al fresco las cuestiones ideológicas. En sus tiempos de las Juventudes Socialistas era muy radical. Cuando se dio cuenta de que por ahí no se iba a ninguna parte, enmendó el rumbo. Se hizo felipista en el momento mismo en que se inició la meteórica ascensión del abogado sevillano; cuando hizo falta hacer un guiño a la izquierda, se proclamó guerrista. Ahí están las hemerotecas, que, aunque poco visitadas, son elocuentes. En la actualidad es zapaterista. ¿Qué otra cosa podrá esperarse de don Álvaro? Y si hace falta ser krausista, pues, ¡hala!, venga krausismo, que aquí hay tragaderas para todo. Aunque eso sí: las barbas de don Álvaro no se parecen a las de los profesorales Salmerón o Giner, sino que son simple insinuación de barba, como la de su correligionario Miguel Bosé.

Ocupémonos ahora de cosas serias. No voy a explicar qué es el krausismo, pero me parece que conviene precisar, para general conocimiento, que la Institución Libre de Enseñanza, aunque krausismo del krausismo, no produjo necesariamente krausistas. Entre sus alumnos hubo de todo. En cuanto al krausismo propiamente dicho, se trata de un sistema filosófico plúmbeo, pedante y poco prestigioso, que ya se consideraba caduco en Alemania cuando Sanz del Río lo importó a España como la gran novedad, a mediados el siglo XIX. De manera que, si Zapatero, en materia política, se comporta como un radical francés de comienzos del siglo XX, como supuesto ideólogo retrocede al siglo XIX. Aunque, como ha escrito Javier Neira, resulta más rentable, políticamente, sostener ideologías anticuadas y caducas que no tener absolutamente ninguna, como le sucede al PP.

Del krausismo procedía Giner de los Ríos, el fundador de la Institución Libre de Enseñanza, un meritorio intento de modernizar la enseñanza española de la época. Ahora bien: no hay concepto tan engañoso como el de modernidad. Lo que era moderno en el siglo XIX, como el institucionismo o el socialismo, es viejo y retrógrado en el siglo XXI. Aunque mucha gente no se entere. Por otra parte, no siempre institucionismo y socialismo van unidos, por mucho que don Fernando de los Ríos hubiera ingresado en el PSOE. Don Fernando, una especie de santón laico con barba, que siempre parecía estar en pose de ser fotografiado, escribió una de las peores prosas del siglo XX: lo digo porque tuve la humorada de leer su libro sobre «Vida e instituciones del pueblo de Andorra».

Una de las universidades en las que más prendió el espíritu institucionista fue en la de Oviedo, en su mejor momento, a caballo entre los siglos XIX y el XX, cuando en su claustro actuaba lo que Joaquín Costa denominó el «Grupo de Oviedo». Pero de aquel brillante conjunto de profesores ilustres tan sólo algunos eran krausistas: Adolfo González Buylla, Adolfo González Posada, Aniceto Sela y Rafael Altamira. Clarín, si alguna vez coqueteó con el institucionismo, no tardó en apartarse.

No obstante, existió una fructífera colaboración entre los institucionistas de la Universidad de Oviedo y las organizaciones socialistas, señaladamente la UGT, a través de la Extensión Universitaria. Sería muy largo escribir sobre esa colaboración, que nos apartaría de la época a la que nos estamos refiriendo. Teodoro López-Cuesta la estudia en un artículo publicado en «Los Cuadernos del Norte», sobre las relaciones entre el líder minero Manuel Llaneza y la Universidad de Oviedo. Pero la Universidad de Oviedo de los años setenta tenía muy poco que ver con la de los institucionistas, y lo mismo puede decirse de la UGT, que procuraba organizarse como podía frente a la incuestionable supremacía de CC OO. UGT y CNT reaparecían como recuerdos del pasado, y la persistencia y el aferramiento de los anarquistas a los viejos ideales fue una de las causas de su irrelevancia. En cambio, la UGT se benefició del éxito político del PSOE, aunque soportando el sambenito de «correa de transmisión». Cosa que tampoco se puede negar. En los primeros tiempos de la reorganización socialista en Asturias (y calculo que lo mismo sucedería en el resto de España), PSOE y UGT se servían de los mismos locales, y hasta tenían la misma caja, en la que la contribución mayor era la de UGT. Los estatutos del PSOE obligaban a sus miembros a sindicarse en UGT. Para ser miembro de UGT no se exigía el carné del PSOE, pero sí para ocupar cargos directivos. De manera que todo era más o menos lo mismo. Cuando se salió un poco a flote, y se pudieron alquilar oficinas en el edificio del Alsa, en la plaza de Primo de Rivera de Oviedo (gracias en parte a la buena voluntad y ánimo de cooperación de Plácido Arango), las de la izquierda correspondieron al PSOE y las de la derecha a UGT. No creo que deba hacerse una interpretación política de esta distribución.

Por aquellos tiempos, las cuestiones ideológicas en el PSOE importaban poco: no sólo a don Álvaro Cuesta. Cierto amigo común quedó escandalizado después de una larga conversación de una tarde con Luzdivina García Arias: «Sólo habló de problemas de organización. Las cuestiones ideológicas ni las menciona». En el fondo, tenía razón Luzdivina. Lo primordial entonces era la organización de algo que era puro caos: las precisiones ideológicas llegarían más tarde, si llegaban. Lo que habían llegado eran los cuadernillos de formación ideológica de Marta Harnecker, en los que se resumía un marxismo elemental; pero ni llegaron a distribuirse. El único que alguna vez se preocupó de estas cuestiones de formación fue Agustín Tomé, cuya ilusión era dar un mitin bajo la lluvia y que alguien detrás le estuviera tapando con un paraguas, como en una fotografía de Pablo Iglesias. Algo más tarde apareció como refuerzo el candidato Luis Gómez Llorente, con pipa, flequillo cayéndole sobre la frente y fama de «intelectual» porque había escrito un libro sobre la historia del PSOE, que «fusilaba», casi literalmente, y sin matarlo, la historia del partido obrero de Maroto. Ninguno de aquellos «intelectuales» era «krausista», claro es. Lo único que interesaba entonces era sacar buen resultado en las elecciones que se avecinaban.

La Nueva España · 31 marzo 2008