Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

La legalización del PC

El gran partido de la lucha antifranquista aceptó que le cortaran las uñas con las tijeras de la legalidad, y pasó de ser combativo a mostrarse más socialdemócrata que el PSOE

Algunos historiadores consideran la legalización del PC como uno de los episodios cruciales de la transición, cuando no como su espaldarazo definitivo, y un rasgo de valor personal por parte de Adolfo Suárez. Yo no creo que Adolfo Suárez tuviera gran valor personal ni de ningún otro orden. Más bien era el hombre adecuado que por casualidad, suerte o mala suerte, se encontraba en el lugar adecuado en el momento preciso, como suele decirse. Entre los candidatos a la jefatura de Gobierno que se barajaban por aquellos días, yo hubiera prefiriendo a José María de Areilza, no sólo porque, a pesar de ser ingeniero y conde consorte, escribía bastante bien, sino porque se había apartado del franquismo hacía ya muchos años y, en consecuencia, no tenía que demostrar a nadie que era «demócrata», lo que fue una de las grandes preocupaciones de Suárez, que venía de ser, ni más ni menos, secretario general del Movimiento, organización, como se sabe, poco democrática en un sentido convencional. Bien es cierto que Suárez cambió la camisa azul joseantoniana por la camisa blanca, más para ello, antes vistió muchas veces la camisa azul (de azul mahón y proletario, como exigía la demagogia del fundador en una época en la que una prenda propia de obreros como el mono tenía mucho prestigio entre los señoritos: y así, José Antonio Primo de Rivera vestía el mono con tanta propiedad como Federico García Lorca y sus amigos institucionistas de «La Barraca»). Ratificar el cambio ideológico por el cambio indumentario es, sin duda, muy apropiado para un país que ha incorporado al refranero el término «cambiar la chaqueta», en el sentido de cambiar de bando, arte político un poco complicado si se tiene algún sentido moral, pero que en España se practica con la mayor desfachatez e impunidad, sin que nadie se sorprenda. Y así, Suárez pasó del «falangismo aperturista» al «democratismo plañidero», aunque sin mejorar la marca de su ministro Francisco Fernández Ordóñez, quien ocupó altos cargos con Franco, con UCD y con el PSOE: una especie de Talleyrand de vía estrecha (y que me perdone Talleyrand, que era un desvergonzado con gracia, mientras que Fernández Ordóñez no tenía ninguna), aunque capaz de superar con mucho a plusmarquistas del «chaquetón» como Emilio Romero, Pío Cabanillas y otros. Yo supongo que a efectos de la propaganda, haber pasado de la camisa azul a la blanca tendría en su día cierto significado; como cuando Felipe González, mirando hacia su parroquia, se obstinaba en no llevar corbata para demostrar su indesmayable actitud antiburguesa y quién sabe si por parecerse al diputado socialista santanderino Bruno Alonso, cuya única notoriedad en las Cortes republicanas era acudir sin corbata y en alpargatas cuando hasta Largo Caballero llevaba corbata y botas, que rechinaban al caminar según los maliciosos, y al propio presidente de la República, don Niceto Alcalá Zamora, le llamaban «el Botas». González, por eludir la burguesa y reaccionaria corbata, se ponía carísimos jerseys de cuello de cisne, propios de un casanova de la Costa Azul en horas bajas. Así que la camisa blanca de Suárez y los jerseys de cuello de cisne de González jugaron un papel de cierto afecto durante la transición, aunque no tanto como la trenka y la bufanda de las últimas boqueadas del «régimen anterior». Y es que González y Suárez se parecían más de lo que aparentaban. Un Plutarco del siglo XX podría trazar sus «vidas paralelas» en un libro al modo de los de Jesús Cacho, que tal vez se convirtiera en un éxito de librería. Los dos fueron mozos de pueblo ambiciosos y sin escrúpulos, avispados y pragmáticos, sin sutilezas ideológicas y deficiente formación intelectual. Suárez parecía algo más fino que González, debido a que había empezado a pisar alfombras antes, pero no era mucha la diferencia entre ambos. Acaso González tuviera un aspecto más vivo, de hombre capaz de reírse con chistes de baturros. En cambio, Suárez daba un aire más sombrío, quién sabe si porque le dolía el estómago, o ese rictus amargo, como el de Fernández Ordóñez, se debía que a ambos tránsfugas les cosquilleaba el remordimiento.

Suárez parecía un hombre más valiente que González. Por ejemplo, no se echó al suelo cuando el teniente coronel Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados pistola en mano, cosa que González hizo sin que hubiera que mandárselo dos veces. Pero daba la impresión de estar en alerta constante, y mirando siempre hacia la izquierda. Era evidente que temía más a Felipe González (de quien esperaba el certificado de «limpieza democrática», como los conversos de siglo XVI aspiraban al de «limpieza de sangre») que al Ejército, a la Iglesia, a los «poderes fácticos», en suma, y a la «derechona» en su facción extremada que por entonces recibía el nombre de «búnker». No digo que no tuviera buenos motivos para tener miedo, y en ese miedo, como los toreros con cabeza, demostraba su valor. Se ha escrito mucho sobre la cobardía de Manuel Azaña, pero debe tenerse en cuenta que seguir siendo presidente de una República que estaba perdiendo la guerra y rodeado de comunistas y socialistas de estricta observancia stalinista, requería coraje o inconsciencia. Suárez se parece asimismo a Azaña en que también giró hacia la izquierda, cuando su lugar en la política debió haber sido otro, pero digamos en beneficio de Suárez que Azaña se hizo más o menos de izquierdas por frivolidad y ambición, mientras que Suárez cedió antes las izquierdas por necesidad, y también por medrosidad. Por contentar a todos, pidió «café para todos», y ahí tenemos el engendro del «Estado de las autonomías» (según mandato constitucional, como se solazaba en repetir González), hervidero de separatismos, de burocratización y de politización de todos los ámbitos de la sociedad, y que aunque el ensimismado Fernández Ordóñez dijera en su día que tal «estado» tenía por objeto evitar que España se convirtiera en Yugoslavia, no está muy claro que lo haya impedido.

Frente a la enormidad del «estado de las autonomías», la legalización del PC fue «peccata minuta», y aunque se dijo que provocó «rumor de sables», con el agravante añadido con tintes de «trágala» de haber aprovechado la festividad de Viernes Santo para dar la noticia, los descontentos y las inquietudes por parte de ciertos grupos y gremios no pasaron de ser anécdotas previsibles, como cuando la reina Isabel hizo caballeros del Imperio Británico a los «Beattles», un veterano coronel del ejército de la India renunció a esa distinción y el escritor húngaro Lajos Zilahy anunció que se marcharía de Inglaterra, porque se habían perdido las formas. Y como en el soneto cervantino, «al cabo no hubo nada», porque no había motivo para que lo habitara. La legalización del PC se hacía a toro pasado. El gran partido de la lucha antifranquista aceptaba que le cortaran las uñas con las tijeras de la legalidad, porque, como dice Antón Saavedra, esa gente sólo sabe trabajar en la clandestinidad. Y así, el PC pasó de ser un partido combativo a mostrarse más socialdemócrata que el PSOE. De hecho, se cambiaban los papeles, y el PC se manifestaba moderado y el PSOE radical en asuntos que no eran prioritarios, como la bandera republicana o la disyuntiva entre monarquía y república. Con la legalización del PC se abre el camino al gran éxito electoral del PSOE, dispuesto a recoger los votos de la «progresía» más reaccionaria, que por nada hubiera votado a los comunistas.

El voto al PSOE es un voto anticomunista. Lo que no fue inconveniente para que la jefatura del PC se trasladara al PSOE (Areces, el agente Iglesias, etcétera), quedando en el PC gentes pintorescas o residuales como Llamazares, Valledor, el iluminado Paco de Asís y demás, que decididos a mostrarse con nuevo aspecto, renunciaron a su sombría austeridad para convertirse en adelantados de la defensa del individualismo golfo y del hedonismo degradante, del aborto, de la homosexualidad, de la legalización de la droga, etcétera. Así que lo que había sido un partido marxista-leninista de mucha seriedad y dureza se convirtió en un partido psicodélico, por usar una terminología ya caduca. La legalización, el 9 de abril de 1977, se producía una semana después de la disolución del Movimiento: por si la extrema derecha no quería taza, taza y media. Sin embargo, la legalización debió tomar por sorpresa a los propios comunistas, que debían andar enfrascados en los cultos de Semana Santa, porque lo cierto es que no salieron a las calles a celebrarlo a lo grande hasta el Domingo de Pascua. Recorrían las calles con un «todo terreno» sobre el que ondeaba la bandera roja, proclamando a través de un altavoz que sin el PC no era posible la democracia en España, y numerosos militantes se lanzaron a vender «Mundo Obrero», en tal cantidad que era preciso llevarlo en lugar visible para que no pretendieran venderlo dos veces. Y para que la alegría no fuera completa, la Policía detuvo a dos jóvenes comunistas, aunque no tardó en ponerlos en libertad, alegando que los había confundido con miembros de la ORT, y pidiéndoles disculpas.

La Nueva España · 17 diciembre 2007