Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Los presidentes del Principado

Mi relación personal con los presidentes del Principado fue como sigue: con Rafael Fernández tuve siempre muy buena amistad, lo mismo que con su mujer, la hija del histórico dirigente socialista Belarmino Tomás, y a la muerte de Puri, con Belén, una persona magnífica en todos los aspectos. Con Pedro de Silva mantengo menos trato, pero en todos los casos cordial. Cuando nos vemos, de Pascuas en Ramos, nos saludamos efusivamente, y me manda todos sus libros cuando los publica. No es que publique tanto como Pepe Monteserín, pero es de los escritores asturianos verdaderamente prolíficos. Si lo que le gusta es escribir, hizo bien en apartarse de la política activa. Aunque muchos de sus escritos, como algunas de sus sintéticas colaboraciones en «La Nueva España», tienen un decidido sentido político, y en ocasiones hasta polémico.

Juan Luis Rodríguez-Vigil (o Rodríguez Rubio, que era como figuraba en el Colegio de los Dominicos de Oviedo) fue uno de mis mejores amigos del Bachillerato. Éramos inseparables, aunque discrepábamos en muchas cosas: por ejemplo, no figuraba entre mis aspiraciones de aquel tiempo (ni de ahora) tener continuamente a mi disposición a un médico vestido de verde. En la Universidad, aunque hicimos las carreras en el mismo edificio, el casón de la calle San Francisco, él Derecho y yo Filosofía y Letras, nos distanciamos, sin que hubiera ningún motivo especial. Aquella relación de los primeros años no se reemprendió en el PSOE, aunque éramos muy pocos. Vigil, a quien ya en el colegio le llamábamos «Lenín», no porque fuera ideólogo, sino por su afición a conspirar, andaba en otra onda, y tenía colgadas en su casa, junto al retrato de su hija, la fotografía del hijo o de los hijos de Felipe González. Es decir, tenía aspiraciones. Luego, cuando ocupó altos cargos, a veces se mostraba muy amable conmigo y otras ni me saludaba: esto es, me trataba como al resto de sus conocidos. Vigil es un perfecto grosero, no porque no haya estudiado en un colegio de pago, sino por timidez. Muchas de las tonterías que hizo en su vida se deben a la timidez. Si Vigil hubiera sido capaz de vencer la timidez, se habría comportado de otro modo en muchos momentos cruciales de su vida. Porque en el fondo es una persona excelente, imaginativo, culto y con sentido del humor. Pero la timidez, cierto complejo de inferioridad y un afán desmesurado de ser figurón en los momentos más inoportunos le pierden irremediablemente. Ahora da una imagen patética, entre emocionante y grotesca, cuando responde a preguntas de los periodistas sobre asuntos trascendentes, con la presunta sensatez de un político cargado de experiencia, revistiéndose de una dignidad propia de un venerado presidente de los Estados Unidos que lleva muchos años de jubilación. En esos casos en los que se propone hablar como el más prudente de los hombres me produce verdadera ternura. Por fortuna, no se prodiga. Yo siento hacia Vigil una gran ternura, y el afecto que me produce nuestra juventud inevitablemente ida pero no perdida. Sin Vigil yo sería de otro modo, y es muy posible que Vigil también hubiera sido diferente sin mí. Es, acaso, el único amigo de verdad y «de toda la vida» con quien no he vuelto a tratar desde hace más de veinte años, y no lo lamento. Aunque a veces, recordando cosas magníficas que me sucedieron, es inevitable que recuerde a Vigil.

Bernardo Fernández había hecho también el Bachillerato en los Dominicos, aunque era bastante más joven que nosotros: cinco o seis años, una barbaridad en el colegio. Le conocí cuando todavía llevaba pantalones cortos y yo estaba en preuniversitario. Aquel año llegó al colegio un fraile llamado el P. Ortega, muy aficionado a los toros y al cine de Hitchcock, y, encargándose de la confección de la revista anual, organizó un número monográfico sobre Hitchcock. Como yo era el redactor más veterano de esa revista me encargó, entre otras cosas, recoger los materiales, y me dijo: «En tercero hay un chaval que sabe mucho de Hitchcock». Era Bernardo. La primera vez que nos vimos, para entregarme su artículo, me trató de «usted». También Bernardo era muy entendido en tauromaquia, y escribía crónicas taurinas en las que especifica puntualmente cada pase. Más tarde fuimos muy buenos amigos y desde hace muchos años no mantenemos ningún tipo de relación, sin que haya habido el menor motivo para el distanciamiento. Bernardo Fernández es muy culto, muy prudente, con un sentido del humor soterrado y terrible. A diferencia de Vigil, no es vanidoso, y sabe esperar y calcular. Buen lector, yo le reprocho su excesiva dependencia del «Cantamañanas de Buenos Aires» y de Italo Calvino, que, la verdad, vale bien poco. Cuando le di a conocer al venezolano Ramos Sucre, me dijo, entusiasmado (los únicos entusiasmos que se permite son literarios): «Procura que no se enteren que existe...». Pero ahora creo que Ramos Sucre es bastante camelo, un afrancesado como tantos otros que ornamentan las letras españolas transoceánicas. A diferencia de Pedro de Silva, Bernardo Fernández escribe muy poco, de manera muy selecta. Los relatos de «El libro y otros cuentos» son esquemas de cuentos escritos con excelente prosa y bastante frialdad. De haber seguido por ese camino, y dado que ocupó discretos altos cargos, hubiera llegado a académico, aunque todavía está a tiempo. Habla con cuidado, tanto en el aspecto sintáctico como en el político, y en voz baja, y ya queda apuntada arriba que su ironía es demoledora. También sabe utilizar la pala del pescado y sabe lo que come, distinguiendo sabores e incluso añadas (no como Vigil, que tenía que recurrir a calendarios de bolsillo de esos que traen las mejores cosechas). Entró en el PSOE cuando hacía tiempo que yo lo había abandonado, y al principio negaba cualquier contacto con el partido, aunque a lo que parece pasaba más tiempo en sus dependencias que en su casa. Todavía no me explico por qué le hicieron vicepresidente del Principado o, mejor dicho, para qué. Conociendo a Vigil era razonable suponer que tal vez no acabara su mandato, que alguna originalidad o despropósito hicieran aconsejable su sustitución. Y Bernardo era el mejor sustituto posible. Hubiera sido como presidente del Principado un lujo para Asturias, pero se perdió esa oportunidad de manera escandalosa y lamentable, tal vez por aquello que decía Baudelaire de los gatos: que su sentido de la proporción, de la elegancia y de la limpieza los convierte en sospechosos a los ojos de los demócratas. La sutileza y la civilización de Bernardo Fernández le hacían incompatible con unas maneras de entender la política improvisadas y sazonadas con sal gorda.

En cuanto a Areces, le conozco desde hace más de cuarenta años, cuando ambos participábamos en la oposición al régimen anterior, bien que de distinta manera y con diferente intensidad. A Areces le interesaba la política por encima de todo y a mí de manera muy secundaria. Muchas veces dije y sigo diciendo que la literatura me libró de incurrir en excesos con los que hoy no estaría de acuerdo. Como Areces no vivía en Oviedo, se le trataba con mucho respeto, ya entonces, cuando se acercaba por la Universidad. Le recuerdo bastante silencioso, con mirada escrutadora, detrás de unas gafas de montura metálica, y con cazadora de cuero negro, como de comisario político. Era hombre muy reservado, muy poco dado a la expansión y a la demagogia vocinglera. A veces se acercaba a una tertulia que teníamos en el altillo del bar Azul, en la plaza de la Escandalera, y no sé si habría sido él quien guardaba en una lavadora estropeada que estaba en un rincón del comedor en el que nos reuníamos ejemplares de «Mundo Obrero» y panfletos del partido comunista sin avisarnos. Nunca mantuve con él una gran amistad, como con Vigil o con Bernardo, pero nunca hablamos mal el uno del otro, y creo que nos tratamos con respeto. Otra cuestión es lo que yo opine de su férreo marxismo-leninismo convertido en socialdemocracia a raíz de una caída del caballo en Perlora, donde ni siquiera había caballos. Y, en fin, Sergio Marqués es el único presidente del Principado a quien nunca traté personalmente y con quien nunca crucé una palabra y, sin embargo, es al único al que voté. Su presidencia acabó como el rosario de la aurora, pero no por culpa suya, sino por la inoportuna intromisión de Álvarez-Cascos en cuestiones en que no le correspondía intervenir. No cabe duda, por lo demás, de que Marqués hizo las cosas bien mientras le dejaron. Su presidencia fue otra oportunidad perdida para Asturias y una oportunidad desaprovechada por su partido de manera absolutamente irresponsable. A veces nos da la sensación de que la derecha no tiene la más mínima intención de gobernar o de que no lo hace para que no se molesten los socialistas y no vuelvan a organizar otra como la del 34.

A Rafael Fernández me lo presentó Avelino Cadavieco, que era amigo suyo, desde que ambos militaban en las Juventudes Socialistas, antes de la guerra civil. Cuando se producía algún altercado dentro del partido Cadavieco, excelentísima persona y hombre muy rico, solía decir: «Ya veréis cuando venga Falo y ponga las cosas en orden». En tanto, él procuraba poner las cosas en orden invitando a los enfrentados a merluza a la sidra en el bar Nalón. De manera que me parece que muchos enfrentamientos en el PSOE primitivo eran más bien por la merluza a la sidra que por motivos ideológicos o de organización. Rafael llegó, al fin, con camisas de chorreras y sin acento mexicano, aunque hablando con suavidad, y puede decirse que desde entonces el PSOE empezó a funcionar de otro modo.

La Nueva España · 6 agosto 2007