Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Ni poco que no le alumbre ni tanto que queme el santo

Estamos en un año de conmemoraciones de carácter político de ámbito local y regional, aunque algunos de los hechos que se conmemoran hayan tenido mayor trascendencia. Hace cuarenta años se produjo la primera manifestación en Oviedo desde la guerra civil contra la guerra de Vietnam (Viet-Nam, según los pasquines que la convocaban; y como quien lo hacía era el Partido Comunista, hemos de entender que conocía la grafía correcta de la antigua Indochina); hace treinta, se produjo el robo de las joyas de la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo, lo que motivó otra manifestación, ésta tolerada por las autoridades y de carácter pintoresco e incluso extravagante, digna de la jocunda y poderosa imaginación de G. K. Chesterton, ya que la extrema izquierda más radical se movilizaba por la destrucción de unos objetos sagrados. Y, en fin, hace la friolera de cincuenta años, que valen tanto como medio siglo, se produjo en Oviedo un suceso de aspecto irrelevante, pero cuyas consecuencias eran imprevisibles, y que nos recordó Fruela en fecha reciente en su repaso a la hemeroteca de LA NUEVA ESPAÑA. El 1 de julio de 1957 se derogó la norma municipal (calificada a toro pasado de «anacrónica») que prohibía andar por la ciudad en mangas de camisa. Lo que sin duda estaba a la altura del señorío de una ciudad como Oviedo, y a lo que seguramente hace referencia Francisco García Pavón en su novela «Cerca de Oviedo», en cuyas primeras páginas aparecen unos alborotadores en mangas de camisa. Copio literalmente de las páginas 29 y 30, para evitar suspicacias y para que no se me reproche lo que escribió otro. Según leemos, un chigrero llamado Pin «iba y venía por todo Oviedo ávidamente. Lo seguían los parroquianos asiduos de su chigre. Era una manada de hombres en mangas de camisa, coronados con hojas de parra y llevando en la mano un frasco bocón lleno de aguardiente».

Estos individuos pasaron más de veinte veces por la Escandalera, atravesaron el Campo San Francisco, llegaron a Buenavista, volvieron a toda prisa por Toreno y recorrieron de nuevo la calle Uría. García Pavón conocía bien la topografía ovetense porque había hecho las prácticas de la Milicia Universitaria como alférez en el cuartel del Milán. Todo lo contrario que el cosmopolita Brais Echenaik, quien aunque le preguntó a Ángel González cómo era Oviedo (y el poeta le trazó un plano rudimentario para explicárselo) y a pesar de que le llamara «Juan Bendito» a un personaje tan ovetense como Juan Benito Argüelles, describe la ciudad de manera disparatada en una novela cuyo título no recuerdo. En «Cerca de Oviedo», un señor ovetense de toda la vida asiste al paso de la báquica procesión de descamisados (no todos los «descamisados» son revolucionarios, como los peronistas, sino que el culto a Baco con fervor excesivo también facilitaba el descamisamiento) y los reprueba, no sólo por motivos morales, sino también geográficos: «Cierto caballero muy peripuesto, y que según las malas lenguas tenía un traje para cada día del mes, reprochó despreciativo: "¡Qué chabacanos; parecen de Gijón"».

Con esto no creo que García Pavón pretendiera insinuar que en Gijón se vestía peor por la calle que en Oviedo, aunque es incuestionable que las autoridades municipales y morales de Oviedo permitían a los ovetenses ir a Gijón en mangas de camisa. Pues como es sabido, toda norma que se precie tiene sus excepciones e incumplimientos, y ésta no iba a ser menos. En Oviedo, quedaban exceptuados de usar chaqueta los obreros y los que se disponían a ir a la playa; o tal como comenta Pelayo: «No conocemos el espíritu de esta disposición, aunque en la práctica se venía desarrollando más o menos así: a las personas con aspecto de obreros que iban sin chaqueta no se les llamaba la atención, como tampoco a quienes daban la impresión de ir a la playa. Lo que no se toleraba era pasear por la ciudad sin llevarla».

De manera que las autoridades municipales ovetenses daban por supuesto que en Gijón y en otras localidades playeras próximas se podía vestir de manera más relajada que en la capital del Principado.

Yo creo que esta noticia expresa muy bien lo que era el franquismo. No se trataba, en modo alguno, de la terrible dictadura que nos pretenden presentar algunos que sin duda a lo que aspiran es a hacer méritos con el zapaterismo, acaso para disimular su colaboracionismo o, en el mejor de los casos, su mansa aceptación del «régimen anterior». El franquismo no tenía demasiado que ver con dictaduras del tipo nacionalsocialista, tal como las presentaba el cine, o del «socialismo real», que también era de cuidado, sino que, en su tramo final, era un sistema autoritario con ribetes paternalistas, en el que estaba prohibido meterse en política o mostrar demasiado las carnes al sol. Algunas bizarras jóvenes y no tan jóvenes hubieron de abandonar las playas por expresarse en ellas en bikini, tapadas con los recios capotes de la Guardia Civil; luego, a lo mejor, si había mala suerte, les echaban una multa. Franco estaba dispuesto a dirigir España como si fuera un cuartel; y doña Carmen, como si fuera una casa familiar de clase media. Por eso, el franquismo, en su agonía, presenta más aspectos ridículos y sórdidos que verdaderamente terribles. Cierto que se ejecutaron algunas condenas a muerte a terroristas, que se hubieran ejecutado también en otros países de funcionamiento democrático. Pero sería un error (es un error muy grave) presentar el franquismo de los años sesenta y primeros setenta como el de los terribles años cuarenta. El franquismo es, desde luego, los sótanos de la Policía político-social pero también los interminables oficios de Semana Santa, las intromisiones del estamento clerical en la vida ciudadana o la estupidez de una censura que no se enteraba de nada, como lo demuestra el fenomenal hecho de que por evitar un adulterio en la película «Mogambo» cometió un incesto. Se reparaba en nimiedades y en tonterías, y aunque entonces el fútbol no alcanzaba la exagerada utilización demagógica actual, los mismos que ahora lo emplean para adormecer a las masas clamaban porque era el «opio del pueblo» del franquismo. Fútbol, toros, folclóricas: ¿hay alguna diferencia entre la «España de charanga y pandereta» del franquismo y la del zapaterismo? Claro que la hay: a la Formación del Espíritu Nacional ahora se la llama Educación del Ciudadano, con la importante diferencia de que a la «política» (como se le llamaba a la asignatura ideológica de entonces) no la tomaban en consideración ni los propios profesores, en tanto que los actuales gobernantes confían en que la «política» de ahora produzca ciudadanos «políticamente correctos», socialistas y laicos: la otra cara, pues, del totalitarismo educativo. Una vez más, como entonces, la enseñanza privada rechaza las intromisiones estatales en defensa de la libertad. En mis tiempos, los colegios religiosos pasaban olímpicamente de la «política»; en la época presente, han de enfrentarse dolorosamente a ella.

Pero volvamos al asunto de este artículo. Digo yo que hacía falta una gran perspicacia, tanto psicológica como sociológica, para intuir quién era obrero y quién iba a la playa. Un sentido de la percepción tan agudo como el de los curas, que de un solo vistazo distinguían a la feligresa que llevaba medias de la que iba con las piernas a pelo, irreverencia por la que no se le permitía la entrada en el templo. Razón por la que la aparición de las medias sin costura influyó de manera muy negativa en la solemnidad de la liturgia y en el relajamiento de las costumbres.

Hace cincuenta años el paseo de la calle Uría era el gran ritual de Oviedo a la caída de la tarde. En otras localidades se paseaba a la orilla del río o se iba a la estación a contemplar la llegada del último tren. El paseo de la calle Uría recorría la calle entera, desde la plaza de la Escandalera hasta la estación del Norte, aunque sin entrar en ella. La zona más concurrida era, naturalmente, el centro de la calle. Se paseaba en grupos y más raramente en solitario. Las personas de edad hacían el paseo de acuerdo con su condición social y sexo, y el público joven era más numeroso. Dicho sin tapujos: se iba al «paseo» lo mismo que a la biblioteca de Filosofía y Letras: a «ligar». Los paseantes se cruzaban dos, tres y cuatro veces, y todas se saludaban ceremoniosamente. Se dispersaban con la caída de las sombras de la noche, para ir a casa a cenar la sopa de fideos y la merluza rebozada. Cierto día se produjo un acontecimiento insólito y extraordinario en el «paseo». Varios mocetones altos, vestidos de negro con pantalones de pata de elefante se presentaban en sociedad alardeando de «largas melenas» a la manera de la recién aparecidos «Escarabajos» de Liverpool. La «ciudadanía paseante» se sintió agredida por la ofensa de las melenas y con ese impulso colectivo e impremeditado que se encuentra en el origen de las grandes revueltas populares, resolvió arrojar a los transgresores a la Fuentona. Los melenudos buscaron la salvación en la fuga, viéndose obligados a buscar refugio en el Gobierno Civil, que se encontraba en la calle San Francisco. El pueblo ofendido se acercó a las puertas del edificio en manifestación espontánea y vociferante. El propio poncio, Mateu de Ros, salió al balcón: con su presencia invitaba a los manifestantes a disolverse y con su silencio aprobaba su vigorosa actuación en defensa de las buenas costumbres. Yo vi aquella corrida desde la barrera del bar Azul y recuerdo que el alboroto duró un buen rato. Aquello era el franquismo en su salsa de los años sesenta: la «España zaragatera» de Antonio Machado en pleno esplendor.

Medio siglo justo más tarde, se celebra en Madrid el Día de Juan Orgullo Gay con asistencia de la ministra de Cultura. Como diría, tristemente, don Pedro Muñoz Seca: los extremos se tocan. Este país, en punto a extremosidades, no tiene remedio.

La Nueva España · 16 julio 2007