Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, De Transición y copas

Ignacio Gracia Noriega

Las primeras elecciones libres

Diez años y mes y medio después de la manifestación contra la guerra de Vietnam (Viet-nam, según la ortografía del PC, que la había convocado), se celebraron en España, también en Oviedo, las primeras elecciones libres desde febrero de 1936. En consecuencia, el 15 de junio de 1977 es una fecha importante en la historia española moderna, ya que supone un mojón, un antes y un después. El 14 de junio había una situación que ya no sería la del 16 de junio. Desde el amanecer de la muerte de Franco (no sé si simbólicamente, pero el general murió al amanecer), se había avanzado con la suficiente firmeza y tiento como para hacer posible aquellas elecciones, a pesar de las actitudes contrarias, a veces encrespadas, de quienes opinaban que se estaba avanzando demasiado deprisa, y, por la otra banda, que los avances se hacían con exasperante lentitud. Tanto los continuistas del régimen como los extremistas exaltados que no querían perder la oportunidad de tomar el Palacio de Invierno representaban actitudes felizmente minoritarias. De un lado, estaban aspirantes al caudillaje en tono menor, como Girón de Velasco y Blas Piñar, que más que a la política pertenecían a la paleontología, y de otro bullidores grupúsculos de extrema izquierda, voluntaristas y mal avenidos, que discrepaban entre ellos por cuestiones de detalle y parecían proponerse batir marcas olímpicas si el radicalismo fuera admitido en las Olimpiadas, y que dieron lugar a lo que los periódicos, perspicaces, como de costumbre, denominaron «sopa de letras». Todas las letras que formaban las siglas de los diferentes partidos que luego serían llamados «extraparlamentarios» (porque, evidentemente, actuaban con vocación extraparlamentaria) constituían un diccionario muy completo, y sus militantes, pese a ser muy activos y valerosos, no conseguían superar la mentalidad de célula. Eran, como decía Manolito Villa, que acababa de llegar de Bélgica para europeizar un poco a la UGT asturiana, partidos-taxi o partidos-cabina de teléfonos, porque podían celebrar sus asambleas, dado el minúsculo número de miembros, en un taxi o en una cabina de teléfonos. Y en medio de ambos extremismos se encontraba el futuro pueblo soberano, a la expectativa y, por lo general, desconfiado. La palabra «involución» era entonces de uso corriente, y la desconfianza de la mayoría de los españoles obedecía tanto al temor a un retroceso («involución») como al riesgo de una revolución. Pero, como escribió el poeta Aquilino Duque, los supermercados estaban llenos, de manera que la posibilidad de una revolución era muy remota. La mayoría de la población tenía vagas esperanzas y aspiraciones, que el poeta mencionado expresó de manera irónica: piden divorcio los seglares, matrimonio los curas, igualdad los feos y libertad los stalinistas.

En cualquier caso, a la muerte de Franco, en España, solamente había un partido político verdaderamente organizado: el Partido Comunista o el Partido por antonomasia. La derecha no supo o no se atrevió a desmarcarse a tiempo del franquismo, y la izquierda moderada prácticamente no existía. Como bien dijo Ramón Tamames, el PSOE se había echado una siesta de cuarenta años, y a la muerte del dictador todavía se estaba desperezando. Como decía un policía de La Felguera cada vez que caía un ugetista: «¡Menos mal! Porque si seguís como hasta ahora, os comen la tostada los comunistas».

A lo largo de 1976 sucedieron en España cosas muy importantes y decisivas, pero yo me pregunto, por la parte que conozco por haberla vivido, qué legitimidad podía tener la oposición, dado que malamente se representaba a sí misma. Mal que nos pese, la transición la pusieron en marcha elementos del régimen anterior que se dieron cuenta de que, si no se avanzaba, el estancamiento sería irremediable.

Los españoles fuimos llamados a votar el 15 de junio de 1977: hace la friolera de treinta años, que pasaron como si nada. Anteriormente, el franquismo había convocado un referéndum, que la oposición denominaba «síferendum», y Annick, secretaria de la Alianza Francesa de Oviedo, «referendún», y en el que la escasa izquierda actuante aconsejaba no votar. Yo me sumé a la abstención, que no fue grande y, desde luego, no tan clamorosa como las de los recientes estatutos de Cataluña y Andalucía. Comentando mi propósito de abstenerme con don Pedro Caravia, el viejo maestro me lo reprochó.

–No son elecciones libres -objeté.

–¡Claro que son libres! Pero puede usted votar «no», aunque sólo esté permitido hacer propaganda a favor del «sí».

–¿Y qué sentido tiene votar «no» o «sí» en las presentes circunstancias?

–Mucho sentido. Votar «no» no es responder a la pregunta del referéndum, sino rechazar al régimen en su totalidad.

Hoy estos argumentos me parecen dignos de ser tenidos en cuenta: porque por aquel entonces los españoles estaban divididos en dos bloques, los que votaban «sí» y los que no votaban. Y ya se sabe lo que se puede suponer de los que no votan: que muchos de ellos prefirieron quedarse en la cama o irse a pescar.

El 15 de junio de 1977, próximo a cumplir los 32 años de edad, voté por primera vez en mi vida. En aquella ocasión voté al PSOE, naturalmente; nunca más volvería a hacerlo, ni volveré a hacerlo. A un partido que uno contribuyó a crear se le pueden disculpar algunas cosas, pero jamás que haya promovido casos vergonzosos y descarados de especulación inmobiliaria y que, a estas alturas del siglo XXI, incurra una vez más en otra «enfermedad infantil».

Pocos días antes, el 11 de junio, había muerto Roberto Rossellini: un cineasta verdaderamente grande, de la talla de Renoir o Ford. Ese día y el siguiente llovió a cántaros e hizo frío. El PSOE convocó un mitin en El Molinón el día 12, con intervención de Felipe González; antes que él hablaron Carlos Zapico, en nombre de las Juventudes; el candidato Palacios, que como de costumbre estuvo gris y desteñido, y Luis Gómez Llorente, que hizo alardes, también como de costumbre, de demagogia mecánica. Hizo las presentaciones el veterano ugetista Marcelo García y al final tomó la palabra entre clamores el señorito González, que por aquellos años era un guaperas con aire agitanado. Como el Sporting acababa de ascender a Primera División, empezó diciendo que el PSOE también había subido a Primera División. Los asistentes aplaudieron a rabiar, hasta los no aficionados al fútbol, que entonces constituirían la mayoría, porque la izquierda era antifutbolera y entendía que el fútbol era el «opio del pueblo» del franquismo.

El día 13, lunes, se cerró la campaña con un mitin de la candidatura Por un Senado Democrático, con intervención efectista del democristiano Atanasio Corte Zapico, que había sido desautorizado por Izquierda Democrática, el partido de Ruiz Giménez, al que pertenecía, por haber entrado en una coalición con los comunistas. Siete democristianos asturianos anunciaron su retirada de Izquierda Democrática con este motivo y pidieron el voto para cualquier partido de izquierdas.

El día 15 madrugué más de lo que acostumbraba, porque me tocaba actuar como interventor del PSOE en la Escuela de Comercio, Distrito 11, Sección 6, que tenía un censo muy pequeño: 268 electores. Componíamos la mesa el presidente, dos adjuntos (una señora y un señor de cierta edad) y, como interventores, otro del PSP y Joaquín, el hermano de Manolo Mieres, en representación de Unidad Regionalista. El colegio electoral se abrió a las 9 de la mañana, y las primeras en votar fueron tres señoras mayores. A las 3 de la tarde ya habían votado 170 personas. Yo bajé a comer a Marchica y de paso compré en Galerías Preciados «Victoria», de Joseph Conrad, en la renovada edición de Muntaner y Simón, que estaba de saldo. También pasé por nuestra mañanera tertulia de Casa Lito, en la que Santiago Melón elogiaba el «voto ideológico» de uno de los contertulios: se había pasado las jornadas preelectorales poniendo a Manuel Fraga como «chupa de dómine», pero en el momento de la verdad votó por AP.

Durante toda la mañana corrió el rumor de que Tierno Galván había sido asesinado en Madrid. También se llegó a decir que Ybarra había muerto a manos de sus secuestradores. Al regresar al colegio electoral, encontré a don Luis Castañón, mi antiguo profesor de Latín en la Universidad, ante el hotel Reconquista (vivía enfrente), muy preocupado. Yo procuré animarle, aunque era evidente que no ganaría la derecha. A la hora del cierre, en nuestro colegio se recogieron 230 votos, de los que fueron válidos 226. El resultado fue como sigue: UCD, 89 votos; AP, 46; PSP, 31; PSOE, 26; PC, 19; Regionalistas, 5; DC, 5; PSOE (H), 3; 18 de Julio, 2, y con un voto: Falange Auténtica, FUT y AETA. Para el Senado, los votos se distribuyeron de la siguiente manera: Alonso Vega, 95; Barthe Aza, 89; Antuña, 82; Rafael Fernández, 55; Wenceslao Roces, 51, y Corte Zapico, 50. Como los votos eran pocos y no se nos planteó ningún problema, hecho el recuento, Joaquín y yo nos fuimos a tomar un vaso de vino y después bajé al colegio situado en Sindicatos, en una de cuyas mesas estaba mi mujer como interventora. Allí había mucho más ambiente. Antonio Masip, que por entonces financiaba Unidad Regionalista (aunque en aquel momento todavía no sabía que le tocaría pagar parte de los platos rotos en el desastre de aquella coalición), quería impugnar todas las mesas, alegando que detrás de donde estaban las papeletas había un gran ventanal, por lo que se transparentaba el voto al recogerlo. Me dijo:

–¿A vosotros qué más os da? Total, en este distrito no ganáis.

Yo me encogí de hombros. Quienes desde luego no ganaron en aquella zona, que es la más burguesa de Oviedo, fueron los de Unidad Regionalista, que sólo obtuvieron un voto (casualmente, el del presidente de la mesa, pues, al votar el último, su voto fue el primero que se abrió).

Por allí andaban numerosos personajes a la espera de acontecimientos: entre otros, Teodoro López-Cuesta y Atanasio Corte Zapico. Cuando le dije a Corte que ya era senador, le duró la sonrisa medio minuto.

–Habrá que ver, habrá que ver -murmuraba, sin dejar de sonreír.

Luego recorrí los colegios de la Argañosa y de la plaza de la Gesta, en los que se perfilaba la mayoría del PSOE; en Ciudad Naranco iba muy por encima de UCD y hubo una mesa de Pumarín en la que el PSOE sacó más votos que los demás partidos juntos. En Las Caldas y Trubia el PSOE ganaba con amplitud, y llegaban noticias de las Cuencas que confirmaban la victoria de la candidatura Por un Senado Democrático. Los socialistas se disponían a celebrar el triunfo en el bar La Madreña, cerca de los locales del partido, con una juerga fenomenal que pretendían que se prolongara hasta la madrugada.

Como curiosidad, el PSP obtuvo más votos en las zonas céntricas de Oviedo que el PC. Ello se debe al natural clasismo y a cierta pedantería novedosa de nuestra burguesía medianamente ilustrada, que no veía en Tierno Galván a un auténtico camelo, sino a todo un señor catedrático de Universidad, lo que en los años setenta todavía vestía bastante. Los propios militantes del PSP cultivaban tales prejuicios, pretendiendo señalar su superioridad de «intelectuales» sobre el «socialismo de los obreros». Preciso es añadir que en aquellos años tan lejanos se tenían en cuenta cosas que en la actualidad no tienen ninguna importancia: se consideraba a un abogado de más categoría que un minero, y el propio Felipe González, para demostrar que era más «rojo» que todos los «rojos» juntos, se empeñaba en no usar corbata ni para acudir a una audiencia con el Rey. Todavía estábamos, qué se quiere que hiciéramos, bajo el dominio de lo signos.

Aquella noche fui a cenar al restaurante Niza con el matemático Jesús Hernández. Aunque el Niza era el lugar de reunión de los socialistas ovetenses y de los que llegaban de las Cuencas, en aquella ocasión había mesas libres: calculo que los clientes habituales estarían en las mesas electorales o en los locales del partido. Sin esperarlo, apareció a la puerta del comedor Juan Benito Argüelles, echó un vistazo de inspección y se acercó a nuestra mesa, diciéndonos:

–Estoy leyendo «Al faro», de Virginia Woolf.

Jesús Hernández le miró con cómica severidad.

–¿No te da vergüenza? Esta noche deberías leer «La madre», de Gorki.

La Nueva España · 18 junio 2007