Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El mostrador y la barra
de los años sesenta

Frente a la desaparición de bares, tabernas y restaurantes del centro histórico de Oviedo, las librerías sobrevivieron al paso del tiempo

El pasado sábado, haciendo «zapping» (palabra que, extrañamente, todavía no figura en el Diccionario de la Real Academia, donde, en plan almoneda, tiene cabida toda palabreja de aspecto extranjero y de uso gremial entre gente «modelna»; el día menos pensado le quitan lo de «Real» al rótulo por «corrección política»), di de bruces, es decir, boca abajo, con un programa que veo sólo por casualidad, «Informe semanal», en el que, después de largo espacio dedicado a la mayor gloria y mejor éxito de la última película de ¿Fernando Trueba?, el gran cronista de la «España golfa y zaragatera de la progresía posmodema» junto con el «divine» Almodóvar y ¿Fernando? Colomo, llenó la pantalla una señorita que con mucho desparpajo comunicó a sus oyentes que en los años sesenta del pasado siglo apenas había librerías en España: tuvo que venir una empresa extranjera, el Círculo de Lectores, a enseñarnos a leer a los españoles. Tal parecía que estábamos viendo la televisión de Z., yes que España y su TV son así, señora, y además, España es diferente, frase que no es invento de Fraga, sino del recientemente fallecido Fernando Díaz-Plaja. Y si no, la prueba.

Las grandes figuras literarias de la transición fueron los grandes popes del franquismo (Cela, Laín Entralgo, Tovar, Torrente Ballester, etcétera), convenientemente «conversos de la democracia», según confesó el incalificable Laín Entralgo. Yen la actualidad, los que están en el candelero no hace falta que sean conversos de nada, porque el PP apechuga con todo, hasta con Natalio Grueso (¿alguna vez se explicará por qué ese protegido del PSOE en Avilés pasó a ser protegido del PP en Madrid?; horrendo misterio, si alguna vez se desvela), y llama a Miguelito Bosé, uno de los conspicuos de la ceja, para el programa de fin de año de la misma manera que la Comunidad de Madrid contrató a Ana Belén para que cantara su himno. Yo no criticaría estos contratos si la TV fuera privada, pero en una televisión pública y política está mal que se contrate a personas con mucha significación política.

En los años de la transición los partidos políticos de izquierdas tenían su comparsa de «intelectuales y artistas» anexionados, siempre dispuestos a firmar manifiestos y protestas del tipo de «yo también aborté» yen primer lugar la firma de Fernando (hoy en día de fernandos) Fernán-Gómez, de la misma manera que los partidos políticos del siglo XIX tenía su espadón siempre dispuestos al cuartelazo si en las urnas les venían mal dadas. La casi totalidad de la farándula revoloteaba en torno al PC; el PSOE entonces sólo tenía al cantautor Avelino, que anunciaba dramático que dejaría los jirones de su voz cantando a la UGT, aunque fueron PSOE-UGT quienes lo dejaron a él cuando toda la farándula fetén se pasó al socialismo democrático y paniaguado de Willy Brandt (como ceñudamente le reprochaban meses antes) «por mor del duro caliente» que escribió el Vate del Paraguas (un «pub» entonces de moda), en proceso semejante al de otros correligionarios menos dotados para el cante y el baile que después de haber sido clientes del plato del día del restaurante Niza cruzaron la calle para sentarse en las mesas de Casa Conrado a pedir lubina unánimemente: tanto que se les llamaban entonces «Yolubina».

Y como al PP lo de los artistas y la cultura en general no les interesa lo más mínimo, al final se quedaron con Norma Duval. Merecido lo tiene porque no conozco yo a ningún «intelectual o artista» (o como diría Farfán de los Godos, nuestra Norma Duval local, en el cabaret «El Suizo», «las artistas y los maestros»), que tenga el valor necesario para inclinarse por el PP por razones de simple supervivencia: pues cuando se trata de actuaciones sustanciosas los del PP contratan a los de la ceja para que no se diga que su criterio no es abierto, y después de no haber rascado bola con los suyos, el improbable «artista conservador» se encuentra que cuando vuelven los otros no le contratan a causa de sus simpatías por el «centro-derecha» (por cierto que eso del «centro-derecha» del que los del PP están tan ufanos es una «chorrada» de tamaño natural: vayan ustedes a decir a un socialista que es de «centro-izquierda» y verán como lo mandan a paseo, y con razón).

En fin, estábamos en que una señorita joven informaba a los telespectadores el pasado sábado de que en España no había casi librerías en los años sesenta. Y supongo que los de su edad se lo creerán. También Alejandro Dumas sr. anunciaba en el siglo XIX que en España no había restaurantes, salvo Lhardy, porque era de extranjeros. Esto es tomar muy al pie de la letra aquel verso de Alberti que pone en boca del general Queipo de llano que se cierren las universidades y se abran las tabernas. No hará falta recordar quiénes quemaron en Oviedo la Universidad, pero ahora me explico el remonte de la hija de cierto ilustre lingüista y bibliotecario: la ofendía que reconociendo que su padre era bibliotecario se reconocía que en la España de Franco había bibliotecas como si fuera la URSS de Stalin (el único lugar del mundo donde había bibliotecas, a lo que parece, con «libros buenos y convenientes»).

Que se digan estas ridiculeces a estas alturas es contraproducente. Pase que en las ikastolas y sus equivalentes catalanas se explique que España es el fiero país opresor al que, por lo menos los vascos, van a tomar copas los fines de semana. Pero no se puede decir que durante el franquismo no había librerías porque los que vivimos esa época conocimos algunas. Y refiriéndonos a las grandes librerías del centro de Oviedo debemos precisar que las librerías sobrevivieron a la mayoría de los bares, tabernas y restaurantes situados a su alrededor.

Ahora el edificio antiguo de la librería Ojanguren, en la plaza de Riego (en la que antes estuvo el busto del ingeniero Schultz, por lo que Dolores Medio lo confundió con «el Cabecilla»), está en peligro de derrumbamiento, como se derrumbó Casa Bango en el Fontán. Otro «territorio perdido», ya que este buen edificio urbano, con miradores a la plaza, albergaba en sus bajos desde hace muchísimos años a la Librería Martínez, luego Ojanguren, la más antigua de Oviedo. No es territorio perdido del todo porque su antigüedad está asegurada por las nuevas instalaciones, abiertas hace años en la misma plaza. El lugar no puede ser más adecuado para una librería: frente a la Universidad.

Los que no han sobrevivido fueron los establecimientos más o menos relacionados con la hostelería situados en la misma plaza: el destartalado bar Tambar, cobijo de maleteros, ex legionarios y ex divisionarios y otras gentes, y el cabaret «El Suizo», gloria de la golfería nocturna, con su entrada de madera con la pintura descascarillada y la pizarra en la que invariablemente figuraba escrito con tiza: «Hoy Gran Debut. Farfán de los Godos». Farfán de los Godos se llamaba María Luisa y era muy señora sobre el escenario, en el que se plantaba con mucha profesionalidady sin moverse demasiado; su novio era un señorito de la ciudad, como en las novelas. «El Suizo» tenía todo el aroma de los viejos tiempos, por lo que no sobrevivió a los nuevos tiempos asténicos en los que todo es virtual y nada real. «El Suizo» era la realidad pura: una España que agonizaba sin darse cuenta. Como escribió Pío Baroja: «Los extranjeros quieren que dejemos nuestra intuición y nuestra fantasía y que seamos españoles asépticos». En los últimos treinta años se ha cumplido exactamente ese programa foráneo.

Metros arriba de la esquina de la librería Ojanguren, antigua Martínez, calle Altamirano arriba, estaban dos ilustres establecimientos, uno al lado del otro: Casa Lito y Casa Manolo. Casa Manolo fue una de las legendarias sidrerías de Oviedo, catedral de las peleas de gallos, de la tonada coral y de la gran cocina de la caza y de la setas cuando doraba otoño; ¡qué codornices encapotadas (en pimientos rojos) hacía Tinina, que además era guapa, rubia y cantaba muy bien!, yAngelón, detrás de la barra alta como la cubierta de un barco, hablaba de cacerías y de palomas mensajeras: cuando cerró, infinidad de clientes de todas las edades (entonces los jóvenes convivían con los de más edad con educación y sin problemas) y condición social quedaron como huérfanos. Lito, en cambio, sigue felizmente abierto, con las espléndidas patatas con merluza que hace Maite y Oscar detrás de la barra, gijonés clásico en el Oviedo de siempre.

Al lado de Santa Teresa, otra librería clásica, cuyo dueño, Alberto Polledo es un librero que escribe libros, estaba el bar Pelayo, yen la calle del Doctor Casal, una frente a otra, la librería Cervantes, a cuyo dueño, muy atildado y con corbata de lazo, Alarcos le llamaba Papini, y Gráficas Summa, en cuya reducida trastienda se encontraban toda clase de libros de difícil circulación entonces (y hoy merecidamente olvidados) y las muy nombradas novedades de París de la Francia. Frontera a Cervantes se encontraba la whiskería Noel (porque se anunciaba como especializada en whiskies muy raros aunque a la larga fueran todos Dyc, y no porque hubiera señoritas de alterne, entiéndanme), propiedad de un argentino muy típico (se llamaba ni más ni menos Héctor), que daba grandes cenas verbales a la distinguida clientela y a quien llamaban «Héctor das Mortes, o Matador de Camareiros», por influencia de las películas de Glauber Rochar, entonces en boga, y por la celeridad con que los camareros desaparecían de aquella casa. Para que no faltara nada, por la Universidad andaba un alargado y sombrío «Antonio das Mortes», vestido de negro y con chambergo, que creo que era de León y poeta.

De todas estas famosas librerías en medio siglo solo cerró Gráficas Summa (Cervantes cambió de sitio sin abandonar la calle Doctor Casal, ahora más abajo), mientras que de los bares y restaurantes limítrofes sólo permanece abierto Lito. ¿Se puede sacar alguna conclusión de esto? Por lo menos, la de que en Oviedo había librerías. Y de momento deseemos que el emplazamiento de siempre de la veterana librería Martínez no sea, como tantos otros, otro «territorio perdido».

La Nueva España · 17 noviembre 2012