Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Café de Alfonso

El establecimiento, en la calle Palacio Valdés, cerró en 1995, y dos años después murió Alfonso Diez

Alfonso Diez Díaz, cuyo último negocio en Oviedo fue el famoso Café de Alfonso, era una institución en la hostelería ovetense. Un perfecto caballero, siempre pulcro y amable, siempre atento y eficaz, profesional cien por cien por encima de todo: como dice su entrañable colega y amigo Ubaldo el de La Paloma: «Alfonso representa un antes y un después en la historia de la hostelería de Oviedo». Formado al pie del mostrador, a Alfonso poco le faltó para morir en la barra, y de hecho, sólo sobrevivió en dos años al cierre del Café de Alfonso.

Debo muchos datos de este artículo a la hermana de Alfonso, a sus dos sobrinos y a Ubaldo el de La Paloma, en cuyo establecimiento comimos los cinco paella y albóndigas de bacalao. La hermana es una señora de más de noventa años confesados que aparenta menos de setenta y cinco, muy simpática, elegante y bien conservada, que cuando creía que yo no la oía, murmuraba: «¿Éste qué sabrá?».Yo a veces no oigo nada y otras tengo fino oído. Lo mismo me sucede con la memoria, que muchas veces recuerdo cosas, sobre todo cuando me pongo a escribir, que creía olvidadas o simplemente no me había dado cuenta de ellas, pero ahí están, almacenadas en la memoria. El sobrino, farmacéutico de muy buena planta, muy vinculado a Villaviciosa, donde tenemos amigos comunes, insiste en que Oviedo no se comportó como debía con Alfonso, un ovetense de pies a cabeza que siempre hizo gala de ovetensismo: pero de un ovetensismo de buena ley, con esa elegancia y ese señorío que son caracteres distintivos de la ciudad. Ahora bien: ni yo soy hostelero, ni pertenezco a la Asociación de Hostelería, ni soy concejal del Ayuntamiento para remediar la desatención ovetense hacia el hostelero ilustre. En la medida de mis posibilidades, procuraré enaltecer en este artículo el recuerdo de Alfonso, que siempre fue amable conmigo (como con todo el mundo) siempre que entré en su café. El sobrino insiste en que tenía que haberle tratado más, pero no fue así, yo no vivo en Oviedo desde hace más de treinta años, de manera que en ese aspecto del mayor conocimiento personal, no hay remedio. Aprovecho para insinuar que ya que quedan innominadas muchas calles de Oviedo, alguna de ellas reciba el nombre de Alfonso Diez Díaz, hostelero ejemplar y modélico. Pero calculo que a esta petición tendrían que respaldarla personas e instituciones varias, empezando por la asociación o asociaciones de hostelería vigentes. Si los hosteleros no apoyan esta petición, temo que no hay mucho que hacer. Pero como ovetense sentimental que soy (pues como decía Unamuno, cada uno es de donde hizo el Bachillerato), no me gustaría que «mi ciudad» no se comportara con Alfonso como debe.

Alfonso Diez Díaz nació en la calle San Francisco de Oviedo el año 1916 (cuando los cañones tronaban al otro lado de los montes Pirineos y España estaba en paz) de recia estirpe leonesa. Su padre, Benigno Diez, era natural de Valporquero de Torío, comarca leonesa de montaña por la que tengo gran efecto.Y una advertencia: se dice Torío, no Torio, que fue como yo lo pronuncié en cierta ocasión en una cafetería de Boñar, al preguntarle a un guardia civil vestido de guardia civil con tricornio por donde se iba a Valporquero de Tório (así dije yo); y el imponente guardia civil, mirándome de arriba abajo, me contestó:

—Torío. Se dice Torío.

Y dándome la espalda, continuó la conversación en la barra con otros parroquianos. Seguramente pensó: «Otro que no sabe».

En fin, Benigno Diez, de Valporquero de Torío, venía habitualmente a Oviedo a vender legumbres: lentejas y garbanzos principalmente, esos garbanzos pequeños y sin pellejo que son ideales para el cocido maragato, que se hace al sudoeste de estas tierras. De tanto venir a Oviedo Benigno Diez decidió quedarse en la ciudad, trabajando como camarero del Café Suizo, que por entonces era un establecimiento frecuentado por personas tan de orden que se le denominaba «el café de los curas». El nombre de Café Suizo obedece a que pertenecía a una cadena comercial suiza, con lo que se demuestra que lo de la globalización y lo de las cadenas comerciales internacionales no es invento nuevo. No sé si el paso de café de los curas al café cantante se produjo con Benigno Diez de camarero, pero debo hacer constar que en sus primeros tiempos de dedicación al género frívolo, las «artistas», como decía Farfán de los Godos, no enseñaban arriba del tobillo ni alternaban con la distinguida clientela. Ajeno a estos avatares, Benigno Diez Fernández se establece en el bar Scar, en la plaza de la Escandalera, con un socio llamado Pedro Laiz, también leonés, el año 1912: todavía faltaban cuatro años para que naciera Alfonso. Previamente, Benigno había contraído matrimonio con Rosa Díaz, de Soto de Aller, una excelente cocinera y sobre todo repostera, cuyas casadiellas y polvorones todavía recuerdan sus nietos poniendo los ojos en blanco. Rosa llegó a vivir más de cien años, conservando sus facultades físicas y su buena mano para la repostería casera hasta muy avanzada su extraordinaria longevidad. Ahora hay ya mucha gente que cumple los cien años, pero cumplirlos hace medio siglo era noticia digna de salir en los periódicos. En compensación, en la actualidad se sale en los periódicos por cualquier cosa, a veces tan irrelevantes como tener el colesterol alto o ser concejal. El matrimonio fijó su residencia en la calle San Francisco, frente a la Universidad, y allí nació Alfonso en 1916, como queda dicho, realizando posteriormente sus estudios en la Academia Ojanguren.

Su aprendizaje en hostelería lo recibe en el bar Scar, teniendo a su padre a la vez como jefe y maestro. El bar Scar permaneció abierto hasta 1946, año en que Benigno Diez toma en traspaso el bar «Lisboa», fundado en 1983: en el próximo artículo me ocuparé de estos dos establecimientos. El bar Lisboa era todo un mundo, en el que concurría una muestra importantísima de la sociedad ovetense, desde limpiabotas a vendedores de lotería, desde profesionales liberales a personas de alta posición. En la cocina del bar se calentaban ladrillos sobre la chapa para las señoras que vendían lotería durante el invierno. Este bar, muy típico y nombrado, cerró en 1963, y unos años más tarde, Alfonso abre el café que llevó su nombre en un entrante de la calle Palacio Valdés, con un amplio espacio ante él, que por el verano era una de las terrazas más concurridas de Oviedo.

El café de Alfonso, moderno, acogedor y confortable, fue desde su fundación uno de los mejores de Oviedo. Alfonso quería lo mejor. Por este motivo, le estuvo pagando el sueldo a un camarero muy conocido, Mariano el del Kopa, durante medio año antes de abrir el café, para que no se comprometiera con ningún otro. El café tenía un frente de cristalera con dorados, la barra a la izquierda y sobre ella un gran farol que ponía Café de Alfonso. La barra era de acero inoxidable, y el techo estaba pintado de panes de oro. En la pared de enfrente había un mural que representaba un boulevar francés en tonos ocres y amarillos. Las mesitas eran veladores con tabla de mármol y las sillas negras, con el respaldo redondo y el asiento de rejilla: bajando unos escalones, al fondo, había otro salón, en el que se reunían tertulias y personas que iban a pasar un rato al café, mientras que se entendía que la parte de arriba y la barra eran para aquellos clientes que tomaban su consumición y marchaban. Alfonso, de poca estatura, con gafas, corbata y chaquetilla blanca, muy atildado y caballero, las mejillas un poco rojas, siempre en su sitio, no perdía detalle. Servía las copas en la mano y recibía y despedía a los clientes con amabilidad y sonrisas. Aunque no frecuenté mucho este café, guardo muy buen recuerdo. Fuera del café, Alfonso fue directivo del Centro Asturiano, y era un oviedista acérrimo, que en los tiempos del bar Lisboa tenía como clientela fija a Sande, a Álvarez, a Sánchez Lage, a Romero y Amarilla...Y una anécdota curiosa: Amarilla no estaba bautizado, lo que barrunto un descuido debido a la abolición de las misiones jesuíticas del Paraguay: porque a los de Sociedad de Jesús, esas cosas no se les escapaban. Siendo Oviedo ciudad levítica, según «Clarín», con tanto cura como había en ella, Amarilla aprovechó para bautizarles, y llevó a Alfonso como padrino. Luego Amarilla, cuando dejó el fútbol, se dedicó a hacer papeles de indio en los «spaguetti western » que se rodaban en Almería. El Café de Alfonso cerró en 1995. En 1997 murió Alfonso.

La Nueva España · 28 marzo 2009