Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El bar de la Casa Sindical

Los de «la calle» comenzaron a acceder al local al darse cuenta de que era más barato que otros bares

Nos hemos referido en otro artículo a los «ambigús», que por lo general se situaban en los cines. En cambio, al establecimiento de la Casa Sindical de Oviedo, en el que se daban bebidas y pinchos, se le llamaba sencillamente bar y, como además se servían comidas, restaurante. De manera que se decía lo de «ir a comer a la Sindical» como si se tratara de ir a comer a Casa Modesta, a Casa Noriega, a Casa Bango o a Marchica. El bar de la Sindical era al mismo tiempo un restaurante de categoría, muy famoso en Oviedo, ya que se había hecho cargo de él Ubaldo el de La Paloma, que ya por entonces empezaba a ser una institución en la hostelería ovetense.

Los bares de las oficinas e instituciones públicas cumplían una labor muy definida e importante. Ni más ni menos que atender las necesidades en el aspecto alimentario y en el de amortiguar la sed al numeroso público que por motivos ineludibles se veían en la necesidad de hacer uso de tales oficinas con mayor o menor frecuencia. Y de paso, los propios empleados de la casa podrían hacer uso de tales servicios para tomar su café de las once.

No hay nada que mejor defina al empleado español que el café. A las once se va a tomar el café y a veces hasta la una de la tarde, ya no hay con quién contar. Yo conocí a un empleado del Ayuntamiento que se iba a tomar el café a la cantina de la estación del Norte, y a la vuelta todavía se detenía a tomar un vaso de vino o dos en la calle de San Bernabé, que le cogía de paso (según por donde fuera). Por lo general se salía a tomar el café y el pincho como ahora se sale a fumar un cigarrillo en los lugares donde el tabaco está proscrito. En consecuencia, a tomar el aperitivo o un «tentempié» se le llamaba «salir a tomar las once». Las once que a veces eran las dos de la tarde, que es hora más apropiada para el aperitivo (o lo era hace un cuarto de siglo, cuando se comía más tarde) que a las once, hora en la que todavía no están puestas ni las calles, en opinión de los que no son madrugadores. En estas cuestiones el lenguaje es muy poco preciso, porque se le llamaba «descanso» a la interrupción de las proyecciones cinematográficas a los diez minutos de comenzadas, cuando era previsible que ningún espectador estuviera cansado, e ir a «tomar el café», o simplemente salir de la oficina durante media hora, en la que el burócrata de turno podía tomar lo que le diera en gana. Pero el «café» es como la justificación de los bebedores vergonzantes: dicen que va a tomar café para explicar por qué entran en los bares, aunque una vez en ellos pidan un copazo. Lo mismo ocurre con los bebedores de sidra. Se entiende que por ser bebida folclórica, está más admitida socialmente que la cazalla, pongo por caso, razón por la que yo le tengo antipatía a esa bebida, sobre todo desde que un tipo como Cosme Sordo, fulminantemente converso a la socialdemocracia, declaró a este periódico que él era abstemio y muy demócrata, y a veces, si acaso y por no decir que no, se permitía beber un «culín» de sidra. Baudelaire despreciaba a este tipo de gentes, a las que calificaba como «fanfarrones de la templanza».Y fanfarrones de la templanza son también aquellos que siempre están diciendo «vamos a tomar un café», cuando en lo que piensan es en tomar una copa. Quedan para consideraciones superiores los que dicen «vamos a comer un arroz» o «vamos a comer un pescado», que pertenecen al ámbito de la política, más que al de la burocracia. Ahora bien, antes de que Zapatero nos hiciera abstemios a todos, era de muy buen tono entender de vinos, y así Vigil y el notario Rosales se hicieron grandes expertos en añadas cuando se dieron cuenta de que lo del PSOE podía ir en serio y ellos ser llamados a cumplir altos destinos.

El café nunca se toma solo. Se toma con cucharilla, claro es. Pero también se toma con «pincho», por lo que el burócrata, cuando se ausentaba de su mesa de trabajo, solía decir «voy a tomar el café», pero si pertenecía al género femenino decía: «Voy a tomar el pincho». El pincho por antonomasia era el de tortilla de patata. Millones y millones de burócratas españoles se sustentaron gracias a la tortilla de patata entre las ocho de la mañana y la hora de irse a comer. Patata, pues, nutricia y suculenta, que mereció el canto casi pindárico del Vate de Somines: «Oh, vitamínico tubérculo, oh fécula que anima el organismo». La tortilla de patata conoce miles de variedades: jugosa, seca, en bloque, suelta, en trozos grandes como ladrillos, en trozos pequeños, con cebolla, sin cebolla, etcétera, etcétera. Para mí, la ideal es sin cebolla, tal como la prepara Cheres Barthe, o bien la suculenta tortilla de la cafetería Ramsés, de Infiesto: esos son los verdaderos pinchos, los pinchos de toda la vida, los que dieron ánimo y fuerzas a numerosas generaciones de burócratas para llegar al final de la jornada laboral. O si no son de tortilla, los pinchos son de jamón, de chorizo, de chorizo de Pamplona, de queso o de pollo, que preparaban muy bien en un bar junto al Ayuntamiento de Llanera. Cualquier cosa puede ser un pincho, siempre que haya pan y otro ingrediente clásico, por lo que yo no comprendo por qué se les llama «pinchos» a los barroquismos de ciertos cocineros con pretensiones que no saben qué hacer con tal de llamar la atención y que me recuerdan a la esposa del policía de «Frenesí», de Alfred Hitchcock, que seguía un curso de cocina francesa por correspondencia y le servía a su marido todos los días las elaboradas ingeniosidades de aquella alta gastronomía, ante las que el marido reaccionaba con resignación y a veces con un conato de rebeldía, cuando precisa que para él, comer es comer chuletas, y no pijadas. De la misma manera, yo creo que cuando se habla de pinchos, se debe hablar del de tortilla, y en su defecto, del de jamón o queso, e incluso del de jamón y queso. Lo demás son ganas de sacar las cosas de quicio y de llamar «pinchos» a lo que puede ser excelente, no lo discuto, pero no son «pinchos».

Los empleados del sindicato vertical eran muy característicos, con su bigote recortado y algunos con la uña del dedo meñique desmesuradamente larga. Acaso para que no salieran a «tomar el pincho» fuera de casa se abrió el bar de la Sindical. Cuando menos, la empresa ganaría en horas de trabajo y el empleado lo notaría en el bolsillo, porque las consumiciones eran más baratas que en la calle. Con lo que se demuestra que el sindicalismo vertical, al meter en el mismo saco a empresarios y trabajadores (o «productores», de acuerdo con la terminología de la época), beneficiaba a todo el mundo: con el bar en los bajos, el empleado no perdía tiempo saliendo a la calle y, en compensación, el café y el pincho eran más baratos que en la calle. Fuera lo uno por lo otro.

Pronto la gente «de la calle» se enteró de que las consumiciones del bar de Sindicatos eran más baratas que en la propia calle, y gracias a ello, aquel famoso barrestaurante se volvió uno de los más concurridos de Oviedo. En 1957 se hace cargo de él el popular Ubaldo el de La Paloma, pagando un alquiler de 2.000 pesetas; cuando lo abandonó, en 1976, el alquiler había subido a las 10.000 pesetas. Durante estos años fueron delegados de Sindicatos José Ramón Martínez Galán, de Infiesto, y José Antonio Caldevilla, de Zaragoza: ambos perfectos caballeros y, según la peculiar terminología de Ubaldo, «marcaron una época».

Aunque en la calle se supusiera lo contrario, en el edificio de Sindicatos había diariamente grande actividad: se negociaban convenios colectivos (de Ensidesa, de Hunosa, de Duro Felguera, de El Carbonero, etcétera), que a veces duraban tres y cuatro días con sus noches, por lo que la «empresa» y los «productores» necesitaban de algún suplemento alimenticio para mantenerse en pie durante tan ásperas jornadas. También estaban la Escuela Sindical, que había dirigido Martínez Galán, y los enlaces sindicales, y se desarrollaban otras actividades. Por ejemplo, la Central Lechera Asturiana se fundó en el piso séptimo de la Casa Sindical. A toda esta humanidad sindicalista que diariamente entraba y salía del edificio se sumaban las gentes «de la calle» que iban a comer y beber bien y barato. El bar de la Casa Sindical permanecía abierto desde las 7.30 a la 1.30 de la madrugada, si no mediaban convenio o conflicto que aconsejaban que permaneciera abierto durante toda la noche. Daba trabajo a diez personas, entre cocineros y camareros, que repartían su actividad en la cocina, el bar y el restaurante. Se servían comidas hasta las 7 de la tarde y el plato del día empezó costando 5 pesetas, y cuando se marchó Ubaldo, porque el edificio pasaba a otras manos, costaba 25 pesetas. Los platos de más salida eran los de la cocina asturiana clásica: el pote, la fabada, las patatas rellenas, las patatas a la marinera, etcétera, cocinados de acuerdo con el arte de Orfelina Menéndez Pérez, la mujer de Ubaldo.Y en la barra del bar triunfaba, cómo no, el prestigioso vermut de solera de La Paloma. Durante casi veinte años, Ubaldo se desdobló entre Sindicatos y La Paloma.

El local, de 340 metros cuadrados, entre el bar, los dos comedores y la cocina, era de los mejores de Oviedo por su amplitud. Los dos salones comedor, pintados en tonos grises, se llenaban todos los días. Allí se servía de todo, desde banquetes a comidas de empresa y el plato del día, y lo mejor del caso es que se servía muy bien.

La Nueva España ·7 marzo 2009