Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

El bar Rosal

La calle del Rosal es una de las clásicas de Oviedo no sólo en el aspecto hostelero, en el que en los años sesenta y setenta del pasado siglo llegó a rivalizar con la calle de San Bernabé, de la que fue sucesora cuando ésta quedó anegada por la invasión juvenil. Hasta que se abrió la calle Fruela en 1880, era la continuación de la calle de los Pozos hasta Santa Susana, y su antigüedad se remonta cuando menos al siglo XIII, ya que un documento fechado en 1237 la menciona junto con el Fontán. Tolivar Faes nos advierte que «por Santa Susana debemos entender la parte alta del Rosal y no la actual calle de ese nombre, que todavía no existía. Había en esa zona alta, en medio de la calle, una capilla dedicada a dicha santa que, por constituir un serio obstáculo, en 1857 fue derribada y reconstruida en la esquina donde estuvo hasta que en 1947 fue definitivamente demolida. Las casas pares de la parte alta del Rosal tenían una típica arquitectura de soportales y volados que hubieron de suprimirse por sentencia de la Real Audiencia el año 1805».

En la parte alta de esta calle se encontraba la «huerta de la Valesquida», donación de doña Velasquita Giráldez, la famosa doña Balesquida, a la Cofradía de los Sastres en el año 1232. Casi setenta años más tarde, en 1301, la abadesa de San Pelayo cambia a la viuda del mercader Pedro Giráldez «un hero que nuestro monesterio ha saliente la villa de Oviedo a partir del Rosal». Tolivar Faes conjetura que este Pedro Giráldez podría ser un pariente de doña Balesquida. En cuanto al nombre de la calle, Tolivar lo relaciona con la leyenda de un soldado que arrastraba cadenas, prisionero del turco, al que aguarda desconsolada la novia amorosa hasta que un rosal le revela la desgracia del cautivo, asunto del romance «El rosal y las cadenas», publicado por don Fermín Canella a comienzos del siglo XX. Del Rosal viene el nombre de la calle del Rosal, y de las cadenas el de la ermita del Cristo de las Cadenas, a la que la calle del Rosal conduce: antes con mucho campo por delante y ahora con los obstáculos del nuevo trazado urbano y del tráfico descomunal que se forma en la entrada de la carretera de Mieres.Y los ovetenses mantuvieron este nombre poético y fragante como mantuvieron los de la Escandalera y el paseo de los Álamos frente a las tentaciones de los poderes políticos sucesivos, y, aunque recibió el nombre de don Félix Cantalicio de la Ballina Bustamante por haber sido alcalde de Oviedo en el siglo XIX, nadie se acordó de él a pesar de llamarse Cantalicio. También nacieron en la calle del Rosal el general de Artillería Salvador Díaz Ordóñez y el cardenal Victoriano Guisasola, y en una de sus casas estuvo de pensión Francisco Franco Bahamonde cuando todavía era el «comandantín». Muchos años después, también estuvo de pensión en esa misma casa Amalita Maceda, que fue diputada comunista y ya era comunista cuando era estudiante, y, no obstante, jamás se le apareció el fantasma del comandante Franco, a quien imagino redactando por entonces la prosa marcial y en exceso dura del «Diario de una bandera». A pesar de tan singulares personajes relacionados con la calle, el Rosal siempre fue el Rosal.

La calle del Rosal, tal como hoy la conocemos, parte de la calle Fruela en la zona de la ciudad que concentra más farmacias. Es una calle estrecha y cuesta arriba, que en su arranque tiene, a mano izquierda, una entrada al mercado cubierto del Fontán y el antiguo Conservatorio, y a la derecha estaba el popular bar Perucha, con un diminuto escaparate de desteñida madera roja, un escalón para bajar, la barra a la izquierda y, sobre ella, fuentes con pinchos muy apetitosos, entre los que destacaban los de tortilla de setas, que competían con los de Casa Manolo. Era la primera parada, casi obligatoria, y como el aperitivo de lo que venía después de cruzar la calle Suárez de la Riva, que atraviesa a la del Rosal desde el Fontán a la de Santa Cruz y el Campo San Francisco. El primer bar con el que nos encontrábamos era el de Manolo Heres, estrecho y alargado, bastante oscuro, y con el dueño vestido con un blusón azul y despachando vasos de vino de Azpiazu. Seguía Casa Perón y, ya haciendo esquina con la calle Cabo Noval, el bar de Ismael, que tenía una máquina tocadiscos en la que se metía un duro y se escuchaba una canción, algo así como «La hora del oyente» en las radios. Un compañero de colegio descubrió que entre los discos figuraba el famoso (de aquélla, que nos escandalizábamos por cualquier cosa) «Je t’aime... moi non plus», donde Serge Gainsbourg cantaba con indiferente voz de crápula teniendo como fondo los jadeos de Sylvie Vartan. Un verdadero escándalo, en una palabra, que atraía a mucho público, hasta que se rayó el disco de tanto ponerlo, o lo mandó retirar la autoridad correspondiente. El público de este bar era un tanto «lumpen». En él charlé con un limpiabotas que decía que había conocido a Hemingway en Pamplona, durante unos Sanfermines; debía ser verdad, porque le llamaba Minguai.

En la otra acera abría de manera intermitente un bar dependiente del Club de Fútbol del Rosal, en la hermosa casa modernista que es verdadero ornamento de la calle. El Club Rosal le llamaba mucho la atención a Vidal Peña, porque era el más antiguo de Oviedo y nunca había ascendido ni descendido de categoría en sesenta o setenta años.

El bar de Manolo Heres fue traspasado a dos hombres jóvenes y emprendedores que le dieron otro enfoque. En contraste con Manolo Heres, con su blusón azul, boina y madreñas, parecían los encargados de una cafetería, y pasaron de los chatos de vino al mistela y, sobre todo, a la «caipiriña», bebida exótica de resonancias brasileñas, que se servía en vasos pequeños llenos de hielo desmenuzado y que de inmediato tuvo un gran éxito en Oviedo, especialmente entre la juventud. La «caipiriña» y la mistela contribuyeron a poner de moda la calle del Rosal, atrayendo a un público estudiantil, errante, de tendencia peripatética, que en poco tiempo convirtió la calle del Rosal en lo que hasta entonces había sido la calle de San Bernabé, de manera que, dada la tendencia de aquellas clientelas a ocupar no sólo los bares, sino también las aceras y la propia calle, en horas punta el autobús tenía dificultades para hacer su recorrido.

Casa Perón tenía el bar abajo, la barra a la derecha y el comedor arriba y, como la cocina también estaba en la planta baja, había un cochecito adosado a la escalera por el que subían los platos: lo que le hacía muchísima gracia a Emilio Alarcos. Los dueños eran Perón y su mujer, Rosario, que se lo alquilaron a un matrimonio andaluz y después, en 1974, a Pepe el Porretu, de Latores, hijo del Porretu, veterano socialista, y el propio Pepe socialista de los primeros tiempos, de manera que, como llamara a los clientes «compañero», siguiendo la costumbre del partido, el profesor Melón solía decir: «Vamos a tomar un vino al bar del compañero». Pepe el Porretu seguía los pasos de otro vecino de Latores a quien el Ayuntamiento de la ciudad foró una casa «en Rosal», el lejano año de 1301. Pepe en su juventud había acompañado a su padre, ganadero trashumante que iba con los ganados a Torrestío por el puerto Ventana y después había sido camionero; no tenía ninguna experiencia en el gremio de los bares; no así su mujer, Mari Paz, de Arriondas, que desde el primer momento se ocupó de la cocina, y en la actualidad sigue dirigiendo la de Casa Amparo. El establecimiento quedó tal como estaba en tiempos de Perón: la barra a la derecha, unos escalones separaban el bar de otra estancia al fondo, donde se hacían tertulias y se jugaban partidas, la cocina (muy reducida) abajo y el comedor arriba, aunque ya no funcionaba el cochecito de la época de Perón.

Durante treinta años, el Porretu trabajó firme (por eso se hizo rico). Era entonces, y lo sigue siendo ahora, un mocetón fuerte y rubio, de buena raza asturiana. Abría a las ocho de la mañana y sus primeros clientes eran los empleados de Enrique Justa, Abundio Gascón y tapicerías El Mundo. Durante la mañana se servían pinchos de calamares, de tortilla y de picadillo, y al mediodía, cuando llegaban los empleados del Banco Herrero y de la Diputación a tomar el aperitivo, ya había vendido entre pitos y flautas alrededor de mil pinchos, que se dicen luego. El comedor tenía capacidad para cuarenta y cinco personas y había dos turnos, con plato del día a 90 pesetas. El primer turno empezaba a la una de la tarde, con trabajadores de la construcción. Mari Paz cocinaba, Pepe atendía la barra y una chica servía las mesas. Cómo podían organizarse con tanto trabajo es para mí un misterio, pero así era. El segundo turno de comidas era más desahogado, y entonces solía Pepe subir al comedor y echarse una faria. Aunque no convenía dormirse, porque enseguida llegaban las tertulias de sobremesa, no menos numerosas que las del aperitivo, entre las que se contaba una mesa a la que se sentaban Telenti, Casaprima, Escotet, Collera y otros que bebían vino, menos los días de Nochebuena y Fin de Año, que tomaban Tío Pepe. Había otra tertulia de pintores alrededor de Juan de la Viuda, y otra que integrábamos Santiago Melón, Vidal Peña, Manolo Díaz Faes, Pepín Guisasola, a veces Pepín Fidalgo y siempre Jesús Hernández cuando estaba en Oviedo; Alberto Alonso, que por entonces llevaba una larga barba negra y cuadrada de misionero, que le llegaba a la mitad del pecho, y Amalita Maceda, que era la única mujer de la peña. De aquélla, Amalita estaba haciendo una tesis doctoral de Geografía, que consistía en contar gallinas y otras amenidades. Teníamos el Rosal como punto de partida, y luego seguíamos el vinoteo itinerante por el resto de la calle y por el Fontán.

Entre los clientes de la casa se encontraba Rafael, andaluz fino, de Santa Eufemia, y peluquero de categoría, aficionado a los toros y gran admirador de Antonio Bienvenida, a quien había dedicado unos versos que terminaban:

—¿Qué te pasa, Rafael (y Rafael, mientras recitaba, añadía: «Soy yo») que tan contento te veo?

—Es que he visto a don Antonio
y es tan bueno su toreo,
que ya no vuelvo a los toros
mientras no toree de nuevo.

A Rafael le sentaba muy mal que le tiraran corchos a la calva, y entonces lanzaba el peor insulto que se le ocurría: «¡Aldeanos!». Otro cliente también medio poeta era el Gure, pintor de brocha gorda cuando no se dedicaba al levantamiento de vidrio. Cierto día que entró con unos vasos de más Pepe le dijo: «Hoy no te sirvo, Gure, que estás “colocado”», y Gure contestó inmediatamente: «Tal era hora de que con dos millones de parados el Gure estuviera colocado». A ingenio y a beber vino pocos ganaban al Gure.

La Nueva España ·14 febrero 2009