Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Por el Naranco

Volvemos al Naranco. Antes de que hubiera pistas finlandesas y cosas así, la gente subía al Naranco normalmente, dando un paseo. Como afirmó el economista José Luis Sampedro una de las pocas veces que manifestó sentido común después de hacerse «progre», siendo pasear una de las pocas cosas verdaderamente baratas que se pueden hacer en esta vida, los nuevos paseantes se consideran en la obligación de calzar zapatillas de tal marca y los horripilantes «chándales», que es el hábito de deportista que suelen vestir ostentosamente los que son poco deportistas. El Camarriu, el gran filósofo natural de Nueva, que siendo joven iba andando a La Tejera, a Burgo por el puerto de Piedras Luengas después de atravesar la Liébana, cuando ve a un par de urbanícolas sudando la gorda dentro del «chándal», dice moviendo compasivamente la cabeza: «Andar por gusto...» Y es que, verdaderamente, andar por gusto tiene poco sentido. Los antiguos andaban mucho, no tenían coche y no todo el mundo tenía caballo, y, en consecuencia, no les quedaba otro remedio, y los griegos organizaban las Olimpiadas para prepararse para la guerra, es decir, para lo contrario de lo que se hace ahora, o al menos se da el pretexto de la paz para un gasto desmesurado del presupuesto nacional de los países a los que les toca la China olímpica. Cuando yo hacía el Bachillerato en el Colegio de los Dominicos de Oviedo, el gran atleta Manolo García certificó que Manuel de la Cera, Antonio Masip y yo fuimos los peores deportistas que encontró en su vida, y no dejaba de causarle estupor que los dos primeros hayan llegado a ser consejeros de Cultura y Deportes. Por aquellos días, el P. Cerrillo, que era el encargado de los deportes, puso a la venta una partida de «chándales». Naturalmente, yo no lo compré, y a los que lo compraron les sirvió de muy poco, porque en mi época sólo hubo dos grandes deportistas en el colegio: Manolo Vela Carriles, excelente saltador de pértiga, y Guillermo Encinas, que era el deportista total y completo, con todas las virtudes que deben adornar al deportista y que todavía conserva, aunque haya perdido un poco de pelo. Con todo esto señalo que hace cuarenta años se subía al Naranco sin necesidad de uniforme ni de alardes especiales. Se subía andando y si eran altas horas de la madrugada, en taxi, ustedes me entienden.

Oviedo es una ciudad recostada en el monte Naranco, de la misma manera que Edimburgo tiene el monte dentro de la ciudad. Algún fanático del «progreso » lamentó que el Naranco no estuviera en Barcelona, porque valiendo mucho más como monte que el Tibidabo los catalanes lo pondrían a funcionar adecuadamente y le sacarían buen jugo, es decir, buena rentabilidad. Pero, por fortuna para nosotros, el Naranco está en Oviedo, aunque Woody Allen lo haya trasladado a Barcelona en una película que, según parece, es peor que «Oviedo Express», lo que ya es decir. En la película salen algunos paisajes que sólo los que los conocen saben que son asturianos, de manera que quienes piensen que todos los intelectuales de Nueva York van a venir al Naranco atraídos por la película están aviados. Lo más probable es que siendo la película tan mala no la vean ni en Manhattan, aunque en España haya tenido éxito porque el país es así de hortera. Pero aunque se trata de un éxito mundial, los que se sientan atraídos por el Naranco de la película de Woody Allen creerán que se encuentran en Barcelona, porque en ningún momento se dice que está en Asturias. Al bueno de Woody lo único que le interesó fue aprovechar los beneficios que le proporcionaron los poderes públicos, como si se tratara de un Gonzalo Suárez con algo de mejor pelaje, a cambio de filmar algunas escenas en esta tierra de manera rutinaria. No sé quién le explicó a los capitostes la enorme imbecilidad de que la mención de Asturias o de Oviedo en la pequeña y en la gran pantalla es una inversión segura, porque se lo creyeron, y gracias a ello, el águila de las subvenciones, Gonzalo Suárez pudo al fin realizar su «sueño dorado» de sacarle los cuartos a Gabino de Lorenzo, cuando Arturo Fernández le resultaría también en este caso más económico.

Antes de que el Naranco estuviera en Barcelona (según Woody Allen), de que Scarlett Johansson hubiera nacido e, incluso, antes de que el propio Woody fuera algo más pedante que un remedo de Jerry Lewis, algunas personas con gran sentido del negocio lamentaban que el Naranco no estuviera en Barcelona y otros de condición peatonal, como yo mismo, subíamos al Naranco a pie, salvo a altas horas, que se solía hacer en taxi, como queda dicho. Y un conocido personaje que incumplió la norma del taxi, no al subir, sino al bajar, se vio metido en un lío, porque antes que Los Monumentos (no nos referimos en este caso a San Miguel de Lillo y a Santa María) estaba el colegio de las piadosas Madres Ursulinas, y cierto día del Domund, a primera hora, este conocido personaje bajaba del Naranco dando bandazos cuando lo abordó una angelical niña que le tendió la hucha reclamándole unas monedas «para los negritos», y el personaje, que acababa de dejar sus últimas monedas en poder de alguna negraza de las de arriba (aunque de aquélla no era frecuente el estamento exótico), se puso a bramar por la boca hasta asustar a la tierna infanta, la cual corrió hacia el colegio, comunicó a la madre portera lo que había escuchado, ésta avisó a la superiora y la superiora llamó a la Policía, por lo que cuando el personaje entraba en Vallobín, sin dejar de dar bandazos, fue abordado por un par de agentes, que recriminaron su pecaminosa locuacidad y le impusieron una multa en metálico.

Al Naranco se subía por calles que llevaban nombres de reyes caudillos para llegar a la cumbre coronada por la Media Luna: lo que le parecía a Gustavo Bueno del todo incoherente, y además lo era. Poco después de pasar el Colegio de las Madres Ursulinas se pasaba ente el local llamado mismamente Los Monumentos, quién sabe si a causa de las edificaciones mierenses, joyas de la arquitectura alto medieval situadas un poco más arriba, que anteriormente había sido merendero y en la actualidad vuelve a serlo. Otros aventuran que recibía el nombre de Los Monumentos por las monumentales señoras o señoritas que amenizaban las «noches de amor y alegría», que diría Henry Miller, aunque esto sólo podía admitirse en un sentido más bien metafórico y entusiasta, porque lo que se dice mozas monumentales sólo las había de vez en cuando, y el resto era del montón, aunque con menos ropa, hasta que las señoritas empezaron a ponerse menos ropa para salir a la calle que las «vedettes» para salir al escenario, y entonces fue, más o menos, cuando dejaron de funcionar los «cabarets». En la misma acera de Los Monumentos estaba el Yuma, que era la línea más dura. A Los Monumentos se podía llevar a la legítima en viaje de estudios y exploración, pues las mujeres de hace cuarenta años tenían la extraña sospecha de que los «cabarets» repetían los placeres prohibidos de Sodoma y Gomorra, y cuando veían lo que había, se decepcionaban. Y pasemos de largo, pues, por la golfería, para entrar en la Casa Lobato, que siempre fue el gran establecimiento hostelero del Naranco, aunque entonces todavía no tuviera las ampliaciones para banquetes y bodas. El lugar era tan delicioso como hoy, pues, como dice Cholo Lobato, no hay manera de que le vayan a edificar delante o atrás: al frente se ve el gran paisaje del este de Oviedo que alcanza hasta los Picos de Europa en días despejados y por detrás la gran giba del Naranco, perfectamente a la vista desde los ventanales de los comedores, su monumento más emblemático, Santa María del Naranco, una de las obras más importantes de la arquitectura medieval europea.

Delante de Casa Lobato se tomaba la desviación de Ules, donde había dos bares, Casa Tello y La Cuca, los dos con buena cocina casera y el primero con una espléndida terraza sobre Oviedo, y desde aquí se podía subir por El Boquerón y luego bajar hasta Brañes, donde hubo otro restaurante que durante algún tiempo gozó de buena fama, o bajar hasta Ponteo, donde en cierta ocasión nos cobraron a José Luis García Delgado y a mí un Martínez Lacuesta del 64 como si fuera un Preferido. De nuevo en la carretera del Naranco, en el tramo anterior a Santa María, estaba Vistalegre, con una pequeña terraza y cocina honesta muy barata, y enfrente El Mirador, del que recuerdo la excelente merluza a la cazuela. La terraza de este establecimiento era magnífica para escribir, leer o contemplar Oviedo mientras se bebía vino, por encima de las copas de los vinos se encontraba El Descanso del Vaquero: era una buena marca llegar hasta allí andando, sólo para tomar un vaso de vino. Las noches de incendios en el monte solían llenarse de curiosos hasta que alguien corría la voz de que los apagafuegos iban a reclamarlos como bomberos voluntarios, y entonces todo el mundo se iba, o nos íbamos, a todo correr. Enfrente vigilaba un «búnker» bien conservado. Y ya en lo alto, el bar que hay allí ofrece uno de los mejores paisajes imaginables: la ciudad, el gran Valle y la Cordillera a lo lejos están a nuestros pies.

La Nueva España ·4 octubre 2008