Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Bares mínimos

En materia de bares, hubo de todo: más en los años sesenta, en que los buenos bares empezaron a cerrar, en parte porque también se había retirado o muerto la buena clientela y quienes la sustituían dieron en confundir toda la calle, primero en San Bernabé y más tarde en el Rosal, con la barra del bar Y con la decadencia del bar proliferaron las cafeterías, que se consideraban como establecimientos más respetables, a los que podían entrar mujeres sin prolocar escándalo, pero a las que cierto aire de modernidad y el sintasol les impedía alcanzar la respetabilidad de los viejos cafés entre los que el Peñalba era el paradigma. Como a los revolucionarios siempre les gustaron los lugares respetables, cuanto más burgueses, mejor, la gran aspiración de los que atacaban Oviedo en 1934 era tomar café en el Peñalba. Así tituló Ricardo Vázquez Prada una de sus novelas. Un par de años más tarde, el general Mola, que podía ser cualquier cosa que se quiera antes que revolucionario, también se proponía tomar café en la Puerta del Sol durante los primeros días del cerco de Madrid. De lo que se deduce que lo que más les apetece a los sitiadores de cualquier ciudad, sea Oviedo o Madrid. es tomar café servido por un camarero de chaquetilla blanca y corbatín negro.

Puse arriba que las cafeterías eran establecimientos tan respetables que podían entrar a ellos las mujeres. En Tuto no se les permitía la entrada, y a La Perla lo hacían raramente. Una vez llevé yo a María Eugenia Yagüe a tornar un vino a El Manantial y se produjo un asombrado silencio: todos los parroquianos se quedaron mirándola. Bien es verdad que María Eugenia, entonces, con falda escocesa y los ojos pintados, estaba muy guapa. ¡Vaya si lo estaba, qué tiempos aquellos! Por aquella época se consideraba que los bares eran establecimientos poco finos o elegantes. y por lo tanto, inapropiados para las mujeres. No se trataba de discriminación. sino de todo lo contrario. A la mujer se la elevaba sobre un pedestal: no se consideraba oportuno. por tanto, que entrara en las tabernas ni en los cuarteles, lo que las eximía del servicio militar y las permitía aprovechar mejor el tiempo para preparar oposiciones en tanto que los hombres lo perdían marcando el paso. Tampoco estaba bien visto que fumaran por la calle ni que bebieran. ni que usaran pantalones ni gafas. Yo mismo reconozco que una mujer con falda está mucho mejor que con pantalones, y en cuanto a lo de beber, le doy la razón a Humphrey Bogart, que despreciaba a las mujeres que bebían y a las mujeres que despreciaban a los hombres que bebían. Las mujeres, en los años sesenta, se apartaban de las tascas y se iban a las cafeterías o al Cabo Peñas, que como tenía taburetes altos lo llamaban el Cabo Piernas.

Luego también entraron en decadencia las cafeterías. incluso mucho antes de que se pretendiera usar los gimnasios como sustitutivos de las tabernas, y ahora se vuelven a poner en boga las sidrerías, destacando sus aspectos exóticos, lo que las convierte en equivalentes de las pizzerías o de los restaurantes turcos, mejicanos o chinos. Lo que no deja de tener su coña marinera: vender en Asturias la sidrería como exotismo. En cuanto a las vinaterías, son bares pretenciosos, de pura pedantería vinícola. Ya se sabe que a los bares se va a beber vino. Al «nuevo rico» se le distingue a la legua por lo mucho que sabe de golf y de vino. Yo, desde que los doctores Baena y Sobrino me decretaron «ley seca», va para tres años, me borré como suscriptor de revistas vinícolas y gastronómicas en general. Nada pierdo: se trata de publicaciones de lo más monótono, aunque eso sí, con fotografías fastuosas de esbeltas copas de diseño y de enormes platos semivacíos.

Entre las incontables variedades de bares los había muy pequeños. No sé si habrá llegado a haber un bar para el barman y un solo cliente, pero yo conocí algunos en los que cabían pocos más. Uno de ellos estaba al final de la calle de San Pedro Mestallón, cuando todos los alrededores eran por una parte Santo Domingo y por la otra la vía del Vasco y prados verdes y una colina redonda recorrida por un camino en forma de ese. Lo atendía una señora mayor, con toquilla, que debía ser buena cocinera, pues recuerdo haber charlado con ella sobre preparaciones de la caza mayor. No le gustaba el venado: lo encontraba montuno.

El más característico bar minúsculo de Oviedo se encontraba frente al cine Filarmónica. Se abrió por primera vez al público el 14 de abril de 1930, y no inauguró de paso la República por un año de diferencia. Al principio se rotulaba Bar Económico, pero como era tan reducido de espacio, la clientela dio en llamarlo «el barín», y El Barín quedó. Era estrecho y más largo que ancho; tenía la barra a la izquierda, una barra muy especial, de azulejos y mostrador de mármol. Por aquel entonces había bastantes bares con la barra adornada con azulejos, y todavía hubo uno en Santander abierto hasta hace pocos años, con una serie de azulejos que representaban escenas holandesas: una señora con cofia y delantal grande y muy blanco, dándole de comer a unza oca; una señora y un señor muy gordos y con zuecos: un río pasando por delante de un molino de viento... Los azulejos de El Barín contenían figuras geométricas y probablemente algún tipo de decoración floral. El Barín cerró el 6 de marzo de 1973. Su único propietario durante esos cuarenta y tres años se llamaba Modesto Herrero, y era samerano de Villalpando. Desde detrás de la barra de azulejos, contempló, impasible, el paso de la historia. «Empecé en tiempo del rey. Al año siguiente se proclamaba la República. Luego, la revolución del 34, después el movimiento del 36...», le confió Modesto a Luís Arrones Peón, gran cronista de la hostelería antigua.

Siendo un bar tan pequeño, se había especializado en bocadillos, La barrera solfa estar llena de la más asombrosa variedad: bocadillos de jamón, de chorizo, de queso, de anchoas, de sardinas, de mortadela, de berberechos, de tortilla de patata, de jamón york ... Como solían agotarse antes de la hora de comer, por la tarde se hacia otra tanda de bocadillos, para sustentar a los que iban a la sesión de las cinco del cine Filarmónica. Se trataba de un cine de reestreno, con lo que ya está dicho que lo frecuentaba un público entusiasta y pintoresco. Al lado de la taquilla y entrada al cine, había un portón por el que se subía a las localidades de general. Cuando suprimieron las entradas de general. se cerró el portón, y entonces, algunos especialistas en entrar en el cine sin pasar por taquilla, abrían el portón a patadas y corrían escaleras arriba perseguidos por el portero. Una vez aposentados, lanzaban un grito-contraseña que sonaba algo así como «!ue!», para anunciar al resto de los espectadores que habían entrado.

En cierta ocasión. un conocido tabernero fue a comer al bar Pelayo con cierto famoso limpiabotas, pero en rigor quien comió fue el tabernero y el limpiabotas sólo le invitó a un vaso de vino. Después salieron a dar un paseo y entraron en El Barín, donde estaban dispuestos los bocadillos para la sesión de la tarde del Filarmónica. Al verlos, el tabernero comentó que su acompañante era capaz de comérselos todo. Don Modesto respondió que era imposible, a lo que alegó el tabernero: «Con el hambre que me trae P... es capaz de comer imposibles». Apostaron, pues, que el limpiabotas comería todos los bocadillos de la barra en una hora. de no ser así, su acompañante desembolsaría mil pesetas más lo que costaran los bocadillos. Faltaban unos minutos para que sonara la hora y un bocadillo de tortilla de patata por comer, cuando el limpiabotas se plantó: «Qué no puedo más, Enrique!», le decía al tabernero. Y cuando éste hubo soltado los duros por la apuesta perdida y por los bocadillos, el limpiabotas alargó la manó, tomó el bocadillo de tortilla de patata que quedaba y diciendo: «Total, como ya está pagado», se lo comió, con mucho gusto.

En la calle Covadonga, casi a la entrada de la calle San Bernabé, estaba el bar de Ludi. seguramente más pequeño que El Barín, pero siempre lleno de clientela que a las horas punta llegaba a la puerta. El lema de Ludi era: «Calidad por comodidad». Ludi, grueso y calvo, era un barman tranquilo y legal, amigo de todos sus clientes. Cuando le sustituía su esposa, Clara, se marchaba con los clientes-amigos a beber vino a los bares de San Bernabé, y en las horas de sosiego, que también había, leía un «Un kilo de versos», de Ludi, el poeta festivo de Gijón. Más que nada por la coincidencia del nombre: porque el bar de Ludi era uno de los santuarios de la afición oviedista, cuando cualquier socio del Real Oviedo hubiera considerado como una tragedia irreparable e inconcebible la posibilidad de que el «Oviedín del alma» pudiera descender a Segunda.

La Nueva España ·12 abril 2008