Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Territorios perdidos

Ignacio Gracia Noriega

Al Sur de Oviedo

Saliendo de Oviedo por la plaza de Castilla, en medio de donde ahora está la autopista que lleva a Mieres y a León, había un merendero con una cerca rectangular, con arbustos y mesas de piedra. Era muy agradable estar allí las tardes de verano, charlando, bebiendo o jugando a la rana. Incluso a veces me ponía a escribir, y alguna vez lo hice a máquina, con una máquina de escribir portátil, se entiende. Ahora, cuando el coche está detenido en los atascos de la plaza de Castilla, me hago la ilusión de que me encuentro de nuevo en el merendero que hace cuarenta años ocupaba este lugar, en la actualidad pasto de automóviles rugientes y de automovilistas impacientes. Todavía estaban a la vista los campos de deportes de los Colegios Mayores, y al fondo la sierra del Aramo, de contornos azulados, y ante ella el Monsacro como un peñón negruzco en el que los días muy claros de Nordeste o de viento Sur se veían las dos capillas sobre la campa ondulada. El merendero era un lugar muy tranquilo, y los dueños gente muy amable.

La nueva carretera de Mieres significó una alteración de estas afueras, aunque ni los más visionarios imaginaban que toda aquella zona acabara enteramente urbanizada en un plazo de tiempo extremadamente corto. La nueva carretera de Mieres supuso otra gran innovación en el aspecto de la hostelería, sección de copas nocturnas: pues la cafetería de la gasolinera de Argame se convirtió en lugar de reunión inevitable cuando ya no había manera de convencer a los camareros de los bares ovetenses que cerraban más tarde de que sirvieran otra copa. Es preciso tener en cuenta que por aquel entonces todavía no se le había ocurrido a Belarmino inaugurar Tigre Juan en el Oviedo viejo, y a raíz de su éxito se abrieron en la zona otros bares que también cerraban muy tarde y a veces no cerraban. Pero antes de tener el recurso del Oviedo antiguo, no quedaba otro remedio que ir a la cafetería del pabellón de Maternidad del Hospital o esperar a que abriera la cantina de la Estación del Norte. Si el bar en el que se estaba aguantaba abierto (y esto casi siempre se debía al arte del cliente para que no le echaran) se podía enlazar con la estación; si no, había que ir a Argame, con el único inconveniente de que era indispensable hacerlo en coche. Y el inconveniente mayor no era ir en coche con copas, sino encontrar algún conductor que llevara al sediento, porque entonces había muy pocos coches en la ciudad. Como el coche no saliera a la cuneta o no embistiera contra un muro, la Guardia Civil no intervenía. Así debe ser. Si alguien ocasiona un accidente por conductor borracho, caiga sobre él todo el peso de la ley: pero lo que no se puede admitir es considerar a todos los conductores como presuntos bebedores y someterlos a rígidos controles de carretera con el bienintencionado zapaterismo.

Ciertamente, las escapadas a Argame ocasionaron algunas víctimas. Riesgos de la noche. Aquello fue como cuando un amigo heredó un par de millones de pesetas de los de entonces: le duraron poco más de un año, pero dejó fuera de circulación a más de una docena de golfos y gorrones. A quien no quedó tocado del hígado se le puso la tensión arterial por las nubes. El propio filántropo marchó al otro barrio antes de tiempo. O quién sabe: como si en la actual sociedad histérica y dietética no murieran también muchos jóvenes. Cada cual «petatea», como dicen en Méjico, cuando le toca.

Por los alrededores de Argame había algunos lugares en los que se comía bien. En Tellego tenía fama el cordero, en Soto de Ribera había un par de bares con cocina muy aceptable, y en Begalencia un buen bar-tienda al borde de la carretera. Entre Begalencia y Soto de Ribera se reúnen el Nalón y el Caudal, los dos ríos de las cuencas mineras centrales. El agua antes bajaba tiznada de carbón y espesa por la acumulación de residuos mineros, y ahora vuelve a bajar limpia por falta de actividad industrial. Por el contrario, el cielo de esta Mesopotamia suele estar cubierto por los humos de las imponentes chimeneas de la térmica, a los que se unen las nieblas de los ríos que con frecuencia ascienden las escarpadas laderas del Monsacro, el monte negro y sagrado del centro de Asturias, que atrae las tormentas y sirvió de refugio a las santas reliquias después de la invasión de los musulmanes que derrumbaron Toledo y que por aquellos días de espadas no parecían muy dispuestos a la «alianza de las civilizaciones». Según una leyenda de la que se hace eco, entre otros, el historiador gijonés Gregorio Menéndez Valdés (a quien Jovellanos concedía poco crédito), el propio don Pelayo depositó allí las reliquias llegadas mágicamente en el Arca Santa desde Jerusalén y que él había salvado de la profanación y de la destrucción a la caída de la imperial capital de los visigodos. El Monsacro es un monte extraño, con dos capillas, una de ellas octogonal, y en días despejados se ve el mar desde sus alturas y, naturalmente, casi en primer plano, la esbelta chimenea de Soto de Ribera.

Soto de Ribera es un pueblo muy cuesta arriba, y al final de la cuesta había un bar en el que cocinaban grandes cachopos, que se servían en un comedor que estaba en la galería del piso alto. Desde allí, además, se podía observar un amplio paisaje. Por Soto de Ribera se va a Peñerudes y a Pedroveya, que era el punto de partida para recorrer el desfiladero de las Xanas, una especie de garganta del Cares en versión reducida, que en los años cincuenta y sesenta era objeto de excursiones que se preparaban como si se tratara de ir en busca de las fuentes del Nilo. Aunque esta vía se utilizaba poco, ya que los excursionistas preferían tomar el Vasco hasta Palomar y desde allí subir hasta Peñerudes por una senda que sale debajo de los restos de la torre vigía medieval. Peñerudes era lugar de reunión a la vuelta de los que habían hecho el desfiladero de las Xanas procedentes de Villanueva a Santo Adriano, y se comía muy bien en un bar muy agradable, con ventanales al Monsacro y a los temibles Prados de la Leche, llamados de ese modo por los excursionistas porque costaba una leche subirlos, que todavía está abierto. De Peñerudes a Pedroveya se iba llaneando, y allí también se podía comer en un bar al lado de un hórreo muy abundante en gatos. Después de atravesar el desfiladero, se salía a Villanueva de Santo Adriano, para esperar el autobús de Trubia. Un atardecer llegó al bar un veterinario que había sido compañero de colegio y me llevó en su coche, aunque antes tuvo que hacer una visita, razón por la cual asistí al parto de una vaca, que es un espectáculo poco estimulante.

Volvemos a Oviedo y volvemos a salir por la antigua carretera de Las Segadas, que era entonces un lugar de paseos moderados: quiero decir, que acogía a pocos paseantes, porque entonces la «ciudadanía» no estaba tan obsesionada por el colesterol. A la mitad de esta carretera, blanca, con curvas y rodeada de prados, se alzaba una mansión en ruinas dentro de un jardín ocupado por la maleza en el que destacaba una gran mesa de mármol bajo los restos de un cenador. No era ésta la única gran casa en ruinas de los alrededores de Oviedo. Las Segadas está a un paso de Bueño y a dos de Soto de Ribera. En Bueño, Maribel y Víctor Serrano alquilaron una casa con huerta, en la que plantaban arvejos que les salían morados, pero se podían comer y eran sabrosos. Yo comí algunas veces en el bar del pueblo, cuando paseaba hasta Las Caldas, entrando bien por Las Segadas o bien por La Bolgachina, y en cierta ocasión, al querer pagar, el dueño me dijo que no debía nada, que estaba invitado. Me extrañó y se lo comenté a Víctor, que me dijo que como me veía sacar una agenda y la pluma y hacer anotaciones entre plato y plato, me había tomado por un inspector de Hacienda.

En otra ocasión, en Morcín, una paisana me llamó desde un caserío para comprar el cupón. Se conoce que la despistó que llevara gafas de sol y bastón, y me acompañaran dos perros, los fabulosos «Black», pointer, y «Revólver», setter averack. Cuando anda uno por el monte corre el riesgo de ser confundido por los lugareños o por la Guardia Civil. Yo, al menos, tuve suerte. A Ximielga, una vez que andaba buscando setas, le tomaron por Bernabé, el famoso bandolero, y Álvaro Galmés pasó una noche en la cárcel de un pueblo de la parte del Sil porque el Alcalde no veía muy propio de personas de orden andar recogiendo romances antiguos.

Por Las Segadas se iba a Las Caldas, siguiendo el curso del río Nalón: un paseo bordeado de castañares y praderas. Me detenía en Palomar, en un bar con mesas de madera bajo un emperrado, y con la dueña muy simpática y habladora. Después estaban Siones y Puerto, de donde era Julín, veterano del Partido Socialista, de pelo rizado, rostro colorado y muy reidor: jamás perdía la sonrisa. Y, en fin, en Caces se comía magníficamente en Casa Lupercio. Por no hablar de los bares, tan agradables, de Las Caldas. Me parece que va a ser necesario repetir esta excursión.

La Nueva España ·15 diciembre 2007