Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Semblanzas

Ignacio Gracia Noriega

Josefa Fernández: Hermana Josefa

Una de las características del español (la señalaba Azorín, que ,conocía muy bien la especie) es el odio al árbol, a la luz. Las grandes casonas hidalgas, las catedrales, las iglesias, tienen la mayor parte de las ventanas tapiadas: en el Norte, se dice, para proteger el interior del frío y de la nieve; en Castilla, para protegerlo del frío del invierno y del seco calor del verano; en el Sur, para que la luz no distraiga a mis ocupantes, vestidos de negro y las mujeres con mantilla, de sus graves ocupaciones y pensamientos. Bernarda Alba, al comienzo de la obra de García Lorca, ordena a sus hijos que cierren todas las ventanas: en esa España «inferior, que ora y embiste / cuando se digna usar de la cabeza», que denostó con tanta amargura Antonio Machado. Es el triunfo de las tinieblas de Trento cuando toda Europa aspiraba a la Luz: a esa luz por la que clamaba Goethe al morir. Hasta que no volvieron los indianos, con sus imitaciones de quintas y palacetes europeos, que eran recuerdo de los que habían visto trasplantados en América, no hubo ventanales abiertos al campo y grandes galerías de cristales, ni trajes claros ni señores muy serios tocados con alegres sombreros de «jipi» de Panamá. El gótico ofrecía grandes ventanales altos, a través de los cuales apenas llegaba la luz al fondo de los templos; y aún así, la luz había de filtrarse a través de vidrieras multicolores, porque para aquellas mentalidades que vivían obsesionadas con las sombras rojizas del infierno no era aceptable, sino pecaminosa, la luz natural: la luz que impregna todo el arte de los paganos griegos.

Y con la luz, el árbol, el otro enemigo. «Un español con un hacha en la mano, frente a un árbol, era la guerra», escribió Víctor de la Serna, que, como hombre civilizado, se escandalizaba de la «tremenda y secular querella entre el español y el árbol». No obstante, un asturiano, el marqués de Santa Cruz de Marcenado, propuso normas en su «Rapsodia económico político monárquica» para la protección de las especies arbóreas, que antes, en la antigüedad, cubrían casi la totalidad del territorio del país: una ardilla, escribió Plinio, podía ir desde las estribaciones de los Pirineos hasta las columnas de Hércules sin pisar tierra, de árbol en árbol, como muchos siglos más tarde viviría el «Barón rampante» de la novela de Italo Calvino.

Otro asturiano, Armando Palacio Valdés, amaba a los árboles y a los animales; en «Sinfonía pastoral», Angelina evita que su tío tale un manzano enfermo. En las novelas y en los cuentos de Clarín y Juan Ochoa también se percibe un cordial, un emocionado amor hacia los animales: al potro «Pichón», a la vaca «Cordera», al perro «Quin», a los gatos de «Doña Berta» y de «Historia de un cojo»... Pero, a fin de cuentas, todos éstos son, más estimados unos que otros, animales domésticos; mas Juan Ochoa incluso llega a ocuparse, compadeciéndola, de la muerte de una mosca. No por capricho afirmó Salvador de Madariaga en párrafos famosos que los asturianos somos los más europeos entre todos los españoles.

Y entre estos europeos asturianos debe figurar en primerísimo lugar Josefa Fernández Bardón, de Tinco y sesenta y un años de edad, que se distingue por su amor hacia los animales, especialmente hacia los más desvalidos; por este motivo recibió el premio «Rufo II», instaurado por la Sociedad Protectora de Animales y Plantas de Oviedo en homenaje a «Rufo», perro emblemático de Oviedo y el más famoso de Vetusta después del «Quin» literario. Que una Sociedad Protectora de Animales otorgue premios como éste indica su madurez, aunque los medios de que dispone sean siempre insuficientes; y la propia ciudad de Oviedo demuestra que es madura y civilizada al permitir que vivan apaciblemente en ella perros como «Rufo» o «Buenón», que aman la vida libre y la amistad de los humanos, sin hacerlos víctimas de absurdas ordenanzas municipales.

Josefa Fernández cuida personalmente de los perros abandonados y de las palomas que bajan de los aleros para recibir su caricia de granos de maíz. Su ejemplo es meritorio, aunque no único: en Oviedo hay muchas personas que dan de comerá los pájaros y a los animales, en vivo contraste con aquellos desalmados que abandonan a sus perros para irse de vacaciones (¿no envían también a sus ancianos padres al asilo para desembarazarse de ellos?) o de aquellas malas bestias que pedían la tala de los pocos árboles que quedan en Oviedo para que no anidaran pájaros en ellos que pudieran ensuciarles las capotas de los coches.

Lejos de la cursilería atroz y de los intereses políticos radicales de los ecologistas, Josefa Fernández sólo procura vivir lo más de acuerdo posible con la Naturaleza, en una ciudad, como todas, que, por momentos, se está tornando más deshumanizada y antipática. Si el Santo de Asís, que también amaba los animales y las cosas pequeñas, la conociera, seguro que le diría: «Hermana Josefa».

La Nueva España · 28 octubre 1988