Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Despedidas & necrológicas

Ignacio Gracia Noriega

Taro

Santiago González Noriega nació en el segundo piso del número 2 de la calle Gumersindo Gutiérrez de la Gándara, más conocida por calle Nueva, por haber sido la zona en la que algunos indianos construyeron sus viviendas unifamiliares a comienzos del siglo XX, entre la plazuela de Las Barqueras (que antes de ser cubierta había sido marisma) y el inicio de la colina de la Guía. Yo nací en el número 3 de esa calle, de manera que, pese a ser tres años más joven que él y más que por motivos de vecindad y familia, siempre poderosos, no obstante, por iniciarse en ambos aficiones e intereses comunes, mantuvimos una gran relación durante nuestra infancia y juventud. No siempre fácil, he de reconocerlo. El gran defecto de Taro era su orgullo, y, como vicio menor, una cierta suspicacia. Le gustaba ser el centro de todas las reuniones, cosa normal dada su extraordinaria brillantez intelectual, mas cuando no conseguía serlo, se enfadaba y se iba. También se encontraba incómodo entre gente desconocida, seguramente por timidez, y enmascaraba su timidez con una ironía helada. En cierta ocasión nos enfadamos por no recuerdo qué tontería, y estuvimos quince o veinte años sin hablarnos, hasta cierto día que fui a Madrid y el novelista José Avello nos invitó a los dos a cenar en un restaurante especializado en arroces. Pepe Avello, he de decirlo en su honor, tiene una tendencia franciscana en su carácter que le lleva a preocuparse por sus amigos y a mediar entre ellos si hay menester. En cualquier caso, lo cierto es que ni Taro ni yo nos acordábamos del motivo de nuestro enfado. Es natural, al cabo de veinte años.

Algo que nos unía mucho a Taro y a mí eran los tebeos. No los tebeos habituales, sino los que nos enviaban de México. Taro y yo teníamos mucha familia en México; incluso nuestras madres respectivas, aunque ambas de Cue por los cuatro costados, nacieron allá, en Veracruz. Y desde México, nuestros familiares nos enviaban paquetes de tebeos con viñetas de colores, que nosotros llamábamos «cuentos»: Superman, Gene Autry, Dick Tracy, El Llanero Solitario (quien, pese al título, siempre iba acompañado de un indio), el formidable Terry y los piratas (que Taro rechazaba por su carácter anticomunista de la posguerra de Corea), etcétera. Yo tenía grandes montones de «cuentos». Sin embargo, uno de los que más recuerdo era de Taro: se trataba de una ilustración de Historias extraordinarias, de Poe, que contenía, muy bien dibujados y sintetizados, «El escarabajo de oro», «El barril de amontillado», «El corazón delator» y «El extraño caso del señor Valdemar». No sé si sería por este motivo por lo que Poe figura entre mis primeras lecturas, y una lectura a la que siempre vuelvo, con total fascinación.

En las buhardillas de la casa de la abuela de Taro, en el número 6 de nuestra calle, Taro tenía un rudimentario laboratorio de química. Cierta tarde produjimos un incendio de poca monta, pero, al apagarlo con agua, se nos olvidó cerrar los grifos y ocasionamos una regular inundación que se filtró hasta el piso de abajo. Aquí creo que se terminó para siempre mi escaso interés hacia la química.

Taro hizo el Bachillerato en León, donde coincidió, en el Colegio de los Maristas, con Melchor Fernández, y el preuniversitario, en el Colegio de los Dominicos de Oviedo, en el que volvimos a encontrarnos. Durante las vacaciones de verano solíamos pasear mucho por los alrededores de nuestra villa natal, entonces de arrebatadora belleza y que ahora están en trance de ser destruidos. A Taro le gustaba ir a la playa, a la de Toró o las de Cue, e incluso bañarse, cosa que yo jamás hice. Creía entonces, y continúo creyéndolo ahora, que si el agua del mar fuera un elemento adecuado para el hombre, hubiéramos nacido con escamas. Por aquellos años estaba siempre con nosotros Francisco Fierro, hijo del secretario del juzgado, y también estudiante de Filosofía y Letras, en Madrid, lo mismo que Taro. A Paco Fierro le gustaba la playa tanto como a mí, por lo que, mientras Taro se iba a bañar, le esperábamos tomando vino en la tasca más cercana y, para hacer tiempo, inventábamos poetas metafísicos ingleses o románticos alemanes, que le dábamos a conocer al bañista a su regreso: luego, cuando se enteraba de la mixtificación, montaba en cólera.

Por aquellos veranos de finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta del pasado siglo solían organizarse «pandillas» de jóvenes veraneantes y de nativos con pretensiones, más o menos de la misma edad. Confieso que Paco Fierro y yo siempre mantuvimos el más absoluto desprecio hacia las pandillas, que eran grupos de jóvenes que iban a la playa juntos, a las romerías juntos, a los guateques juntos, a los merenderos juntos y siempre estaban juntos y las más de las veces muy mal avenidos. Se insinuaba por aquel entonces y en aquella férrea endogamia el «fantasma de los celos». Incomprensiblemente, mi primo cometió la tontería de ingresar en una pandilla, y siendo como era hombre muy enamoradizo, intentaba «ligar» hablando de Sartre, de Camus, de Ingmar Bergman y de Bardem y Berlanga. Paco Fierro y yo le llamábamos el «beau», con lo que rabiaba muchísimo: pero no sólo hubo una época en la que andaba enamorado, sino que se había vuelto muy presumido.

Pronto nos dimos cuenta de que las «pandillas» podían ser reuniones realmente peligrosas. En cierta ocasión nos presentaron a Taro y a mí a un par de chicarrones morenos y forzudos, que acababan de llegar de Madrid, entusiasmados porque habían visto El séptimo sello, de Bergman. Taro y yo hablamos con ellos de la película largo y tendido, y como de aquélla tanto mi primo como yo estábamos convencidos de que quien se interesaba por el cine de Bergman era un intelectual y de que todos los intelectuales eran antifranquistas, pasamos del elogio a Bergman a hablar mal de Franco, lo que provocó la airada y casi violenta reacción de los dos chicos madrileños, hijos de un teniente coronel más franquista que la cabra de la Legión, y ellos muy robustos, además de cinéfilos.

Además de Paco Fierro, solía salir con nosotros Blanca Uría, que veraneaba en Celorio. Y manteníamos largas parrafadas con Alfonso «el Pitu», un marinero comunista que había estado en la cárcel después de la guerra y que nunca disimuló sus ideas y siempre dijo bien claro lo que tenía que decir. Naturalmente, Taro y yo fuimos adquiriendo fama de «rojillos» y las personas que hoy son grandes defensoras del «soviet» socialista de la «Marbella del Norte» entonces nos criticaban y «ninguneaban». Cierto día, en misa de doce, el párroco lanzó desde el púlpito una advertencia contra «esos dos primos que viven en la calle Nueva y leen libros prohibidos».

Otra vez nos abordó un jesuita muy pedante, por petición de nuestras madres, con el propósito de echarnos un sermón, que acabó afirmando que Pío Baroja era un ignorante que no había leído un libro en su vida y que escribía muy malas novelas. No sé qué tendrán los secuaces de San Ignacio contra Baroja, porque más o menos lo mismo se lo oí decir a Martín Vigil una vez que Antonio Masip me llevó a visitarle a su piso de la calle Uría. También nos dijo el autor de Tierra brava que las novelas de Baroja eran muy malas al lado de las suyas. Y para demostrarlo, nos enseñó un original limpiamente mecanografiado y encuadernado. «En cambio», añadió Martín Vigil, «los originales de Baroja están llenos de tachaduras».

En Llanes sentaba muy mal que leyéramos. ¡Habrase visto extravagancia mayor y mayor pérdida de tiempo! Recuerdo las lecturas de Freud, Heidegger, Sartre y Joyce, que Taro comentaba con afanes didácticos. Pero cuando se puso realmente pesado fue cuando dio en leer a Jacques Lacan, hasta el punto que Paco Fierro y yo huíamos de él. Años más tarde tradujo un breve libro de Jean-Marie Auzias, Clefs pour le structuralisme, pero al cabo se instaló en posadas más acogedoras y confortables. Hubo un tiempo en que primero el marxismo y después el estructuralismo se presentaron como panaceas. De todos modos, y pese a Taro, el marxismo (lo poco que leí de esa cofradía) me pareció aburrido y pedante, y el estructuralismo, pero a Juan Cueto, su gran propagandista en Asturias, una forma bastante eficaz de hacer pedantería de lo obvio. No digo que no tenga interés leer a Barthes, a Foucault o a Levi-Strauss, sobre todo cuando se refieren a cuestiones concretas; cuando teorizan, resultan algo gaseosos.

En materia literaria, Taro siempre le prestó mucha atención a la poesía: a Pablo Neruda, Rafael Alberti, el Nicolás Guillén de Songoro Cosongo, César Vallejo, Blas de Otero, Bertolt Brecht, por militancia; mas descubrió pronto a Hölderlin a través de Heidegger, y esto le libró de incurrir en desatinos. De las viejas lecturas sólo quedó la de César Vallejo, cuyos Poemas humanos leyó durante toda su vida, y siempre se sintió impresionado por la concisión y hondura del poeta peruano. En parte gracias a mi fue descubriendo la belleza y riqueza de la poesía clásica española, Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz, fray Luis de León, Quevedo, Góngora y la prosa de Cervantes y Gracián. También leyó a Shakespeare y a Faulkner, con atención y provecho. De ser un teórico de libro capaz de asegurar que en la obra de Beethoven se suman lo cósmico y lo fenomenológico, pasó a ser un buen conocedor de la mejor poesía, un indesmayable amante del cine y un aficionado a la música, tanto la de Beethoven como la de Wagner (en este sentido era bastante germánico) como la de «jazz».

En el aspecto político fue hombre «muy de izquierda», tal como se entendía ser «de izquierda» en los años sesenta: es decir, en la órbita del PC. Y dado que Blas de Otero escribió aquel verso sobre «quisiera ir a China para orientarse un poco», Taro se hizo «pro chino» para desorientarse. En sus años de Universidad, en Madrid, perteneció al Felipe, sección FUDE, un curioso movimiento con mucho de «cajón de sastre», en el que cabía de todo, compuesto por jóvenes, entusiastas e ingenuos estudiantes dispuestos a «hacer la revolución»; y la revolución, en efecto, se hizo, a partir de Mayo del 68, aunque no en el sentido que ellos preveían, pese a que algunos de los pretendidos dirigentes revolucionarios se fueron convirtiendo con el tiempo en los dirigentes efectivos del gran «pacto social» que fue fraguándose a partir de aquella fecha emblemática. Taro se tomaba muy en serio la militancia política, por lo que a veces se expresaba y, lo que es peor, se comportaba, como un monje laico, austero y sombrío. Pero en otro orden de cosas era independiente, intelectualmente brillante, de «lucidez pasmosa», muy culto, muy agudo y con mucho sentido del humor. Haber estudiado en Alemania le libró de ser un afrancesado tópico y al uso. Cuando se decepcionó de la militancia empezó a hablar de la «convivencia de la pareja», y me parece que en ese campo se decepcionó también. Pasó, pues, del mundo de Bellocchio al de Antonioni, aunque al final le fascinaban el mundo lúcidamente moral de Orson Welles y el sentido épico de las cosas sencillas de John Ford, aquel viejo irlandés a quien cierta vez unos críticos sabihondos le preguntaron si sabía quién era Ingmar Bergman y él contestó: «Sí, un sueco que dice que soy el mejor director de cine del mundo.» De ser filósofo militante y de guardia pasó a considerar con simpatía al «filósofo rentista» a la manera de Arthur Schopenhauer (cuya obra Sobre la voluntad de la naturaleza tradujo y prologó). Y a ensimismarse, a apartarse del «ruido del mundo» (que sólo sirve para hacer perder el tiempo), y adquirir una erudición adicional y complementaria sobre vinos, porcelanas y otros refugios agradables. Y aunque al final de sus días se había vuelto bastante conservador en algunos aspectos, y sentía desprecio, auténtico desprecio, por la política de los profesionales, no por eso se desentendió de la política como actividad moral, ni incurrió en la grosera y cínica actitud de tantos otros personajes, también del Felipe y protagonistas, según algunos, de Mayo del 68, auténticos golfos de la revolución, que culminaron su profesión revolucionaria ocupando cargos importantes en el PSOE, cuando no en otros partidos de centro-derecha. En este sentido, Taro tuvo respeto hacia sí mismo en todo momento, y no eludió el compromiso ecologista, ni la crítica severa a la «sociedad del bienestar». Y así escribió, por ejemplo: «En algunas áreas geográficas del mundo, como en Europa occidental, los viejos métodos han sido sustituidos por formas mucho menos crueles o estúpidas de control social, por una cierta participación de los ciudadanos en la gestión de los asuntos comunes y a niveles de educación muy superiores a todo lo conocido anteriormente. Parece razonable pensar que si se quiere llevar a cabo cambios radicales en la organización social y abandonar la orientación productivista que ha determinado las metas fundamentales de la misma es en zonas como ésta donde se podría intentar hacerlo con posibilidades de éxito. Pero hasta ahora se diría que contemplamos la catástrofe que se avecina como si no fuera más que un tema de conversación, no muy agradable, pero de recurrencia inevitable. No sólo parecemos guiarnos por máximas morales tan elevadas como el «aprés moi le déluge» o su traducción castellana, el ciertamente menos cortesano «el que venga detrás que arree», sino que damos tan poco crédito a lo que sabemos que toda la información sobre la disminución de la capa de ozono y el consiguiente incremento de cáncer de piel no impide que buena parte de los europeos occidentales siga dedicando sus vacaciones a torrarse al sol cargados de aceites».

En el aspecto político no renunció a lo que había sido, por lo que escribe en 1992: «La enormidad de los problemas a que tenemos que enfrentarnos –deterioro del medio ambiente, extensión de los integrismos, emigración de los países pobres– exige imperiosamente la movilización en empresas políticas de amplios sectores de la sociedad civil. ¿Será posible contar con una izquierda que haya replanteado radicalmente sus fuentes teóricas o seguirá dominada por un marxismo que pase una y otra vez las páginas de su gastado catecismo?». Y cierra de este modo el ensayo «El viaje a Siracusa» (que da título a su único libro): «Tras estas consideraciones querría terminar recordando que en el título de las mismas figura uno de los términos filosóficos de mayor dignidad y solera: la razón, que es al mismo tiempo creadora de ciencia y de instituciones sociales en que se plasma un orden moral. A ella, a la razón en sentido fuerte, a aquellos que piensan que su individualidad es indisociable de la participación en el "logos" común es a quienes están dirigidas estas líneas, en el convencimiento de que hay que impregnar de pensamiento racional a la actividad política y que todo filósofo tiene pendiente un viaje a Siracusa».

Tuvo la ambición de ser a la vez hombre de acción y filósofo, pero no tardó en darse cuenta de que a estas alturas de la historia, al filósofo no le quedan otras que ser rentista o funcionario. Y acabó de funcionario con algunas rentas.

Escribió muy poco y fue un excelente traductor del francés (Rousseau, Durkheim, el poeta René Char) y del alemán, aunque sin excederse. Su «obra completa», de momento, se reduce al volumen El viaje de Siracusa (1994), que reúne diecisiete textos (ensayos y prólogos). Con esta recopilación se cierra, en cierto modo, la labor de González Noriega como filósofo. Lo poco que publicó después dispersó en revistas («Joyce y Dublín» «Los autores» del Quijote, un ensayo sobre Proust) y un trabajo sobre Bruegel, «La subida de Calvario» de Pieter Bruegel, que estaba ampliando al morir ya entra de lleno en los territorios de la literatura y del arte alejándose cada vez más y de forma decidida de las formalidades académicas (aunque no de la manía de aderezar los textos con multitud de notas, pese a que, sensatamente, reconoce que «introducen una ruptura en la línea discursiva del argumento principal y en el ritmo de la prosa»; bien es cierto que estas zonas suyas son más bien glosas que impertinentes precisiones eruditas). Estos últimos trabajos se aproximan a un ensayismo al modo anglosajón, en cuanto que son comentarios de textos, sean éstos el Quijote, A la recherche du temps perdu, la ciudad de Dublín vista por Joyce o un cuadro de Bruegel. En este último trabajo predomina un sentido pesimista y desolado de la historia, con unas consideraciones finales sobre la tortura y la represión de las «clases dominantes» que deben ser interpretadas más en términos existencialistas que marxistas.

Escribía con mucha lentitud, como si le costara escribir, aunque en realidad pensaba mucho lo que escribía, jamás se dejaba tentar por la improvisación y no le importaba dedicar seis meses a componer un prólogo. Su prosa, sobre todo en los últimos escritos, es magnífica, matizada, plástica, sonora y precisa, sazonada con chispazos humorísticos o con elaborada ironía. Una prosa de esta calidad no surge únicamente con el estudio, por lo que debemos considerarle no sólo como filósofo, sino, sobre todo, como un buen escritor.

En sus años finales tuvo cierta tendencia a la soledad. Vivía en Madrid, con su gata y su hijo Juan, y recibía pocas visitas. A Asturias venía muy poco, y sólo a su pueblo: mas tenía escasísimo trato con los llaniscos, aunque, como buen llanisco, vivía de espalda al resto de Asturias. Una cirrosis hepática que le acompañó durante años le impedía pasear, que era lo que en verdad le gustaba; y además, los paisajes de nuestra juventud, que recorríamos con auténtico entusiasmo, ya han desaparecido bajo montones de hormigón y bajo las urbanizaciones de adosados, víctimas de la especulación inmobiliaria y del «progreso». Ante el paisaje era ante lo único que sentía (y se le notaba) un estremecimiento, como si se encontrara en presencia de lo sagrado. Había aprendido a amar el paisaje en Asturias, por lo que Asturias era, para él, ante todo paisaje. Lamentaba no conocer mejor los Picos de Europa y no haber recorrido la senda del Cares, que en los años sesenta era lugar de excursión casi imprescindible, pero que en la actualidad, según tengo entendido, está más concurrida que la calle principal de una capital populosa en hora punta. En su último viaje a su pueblo, el pasado verano, estuvo tan poco tiempo (creo que no más de dos días) que ni nos vimos. Al poco de llegar se sintió mal y regresó a Madrid. Bien es verdad que era raro que se quedara en su pueblo ni siquiera una semana, desde hace años. Por lo demás, le gustaba viajar, ir a México o a Dublín, a Italia o a Grecia. Nunca entenderé el afán viajero, existiendo en las librerías buenos libros de viajes, pero él era así. Familiarmente le llamábamos Taro, y su madre, Tarín.

La Nueva España · 4 diciembre 2003