Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Historias de fantasmas

Cierta noche de Luna, ante la iglesia de San Vicente de la Barquera, mientras la niebla, que venía de los bosques y de las montañas, descendía hacia el valle y se desparramaba sobre el río, Alfredo Mourenza le dijo a dos alemanes que nos acompañaban que en la niebla nacían las hadas y los duendes, la literatura fantástica romántica y los fantasmas. Por eso es de extrañar que en Asturias no haya aparecido nunca una literatura fantástica apreciable, a diferencia de la excelente de Galicia y aun la de Santander, con autores como Manuel Llano. Pero la literatura escrita por asturianos tuvo siempre el lastre del realismo, y una tendencia urbana de mesa camilla, como bien protesta J. E. Casariego, quien, por cierto, escribió «El mayorazgo navegante», una novela de aventuras, de duelos, de amores y de fantasmas. Clarín, en «Superchería», estuvo a punto de escribir una novela corta de fantasmas a la manera de Henry James, pero se lo impidieron las orejeras realistas.

Dentro de la literatura fantástica, los cuentos de fantasmas constituyen un subgénero ilustre. No hay fantasmas más ilustres que los ingleses y, en consecuencia, los mejores relatos de fantasmas están escritos por autores nacidos en esa fuerte isla. Pese a ello, Pedro Penzol, el anglófilo de Castropol, señala que en «El peregrino en su patria», de Lope de Vega, obra publicada en 1603, «según algunos escritores ingleses, se contiene el mejor cuento de fantasmas moderno».

Los fantasmas no son ajenos a la literatura clásica española. Tenemos la sombra («¡Horrendo espectáculo!») que aborda al rey en «El rey don Pedro en Madrid», también de Lope de Vega, cuando no se trata de la muerte misma, como en «La fuerza del desengaño», de Juan Pérez de Montalbán. Y no olvidemos, en cualquier caso, que el antagonista de una de las figuras arquetípicas de nuestra literatura no es otra cosa que un fantasma, convidado de piedra que quema cuando da su mano helada; lo mismo que la de la sombra de Lope. Fray Antonio de Fuentelapeña, quien, en «El ente dilucidado», clasificó todo género de seres extraños y fantásticos («seres del aire», que diría Shakespeare), nos tranquiliza un tanto respecto a los fantasmas, ya que «los trasgos, fantasmas o duendes no son, como se juzgan, demonios ni otra cosa espiritual, sino solamente unos animales irracionales o unos engendros naturales vivientes sensitivos y nada ofensivos ni dañosos», degradándolos poco menos que a la condición de «diañu burlón», ya que «no hacen más daño que un poco de ruido y otras travesuras». De tal modo identifica al fantasma con el duende, que en el índice de su libro dice: «Fantasmas, mira la palabra duendes», y a quienes describe mejor que define por lo que son y por lo que no son: no son animales corpóreos, no son demonios y, esto es muy importante, no son ánimas separadas ni ánimas unidas, con lo que tienen poco que ver con los ensabanados y muy solemnes fantasmas ingleses; en cambio, son vivientes sensitivos, se producen de la corrupción y pueden mudar platos y contar dineros. Los fantasmas (y esta condición acoge también a los ingleses y más aún a los escoceses, habitantes de viejos castillos) son engendrados de la corrupción de los vapores gruesos, en desvanes, sótanos y lobregueces, y, en general, en lugares húmedos, deshabitados y en los que el aire no rompe.

Si dispusiéramos de espacio nos detendríamos en Feijoo, que también se ocupó de seres extraños (sirenas, sátiros, hombres convertidos en peces, endemoniados, etcétera), aunque con un planteamiento diametralmente opuesto al de Fuentelapeña. El asunto de los fantasmas excede con mucho los dos folios de un artículo. Por ello, nos reduciremos a copiar una historia de fantasmas, referida por Nicolás Castor de Caunedo en «Álbum de un viaje por Asturias» (1858): «En las altas horas de la noche que antecedió a la celebrada batalla de las Navas de Tolosa sonaron repetidos golpes en las puertas de San Salvador de Oviedo. Acudieron los sirvientes de la iglesia demandando quién turbaba el silencio de aquel santo lugar y les fue respondido que eran el Cid y el conde Fernán González, que venían desde el cielo por singular permisión de Dios a dar aviso, al Rey Alfonso IX de León, que se hallaba a la sazón en Oviedo que marchaban en ayuda del rey Alfonso de Castilla, el cual iba dar gran batalla a los moros. En la noche siguiente se repitieron los golpes y los dos muerto paladines anunciaron el gran triunfo de los cristianos». No cabe duda de que estos dos fantasmas correspondían a ilustres muertos.

La Nueva España · 13 enero 2004