Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Bajo las nieblas de Asturias

Ignacio Gracia Noriega

Tan cerca y tan lejos de César González Ruano

Estamos en el año del centenario del nacimiento de César González Ruano. Parece como si los centenarios alejaran de nosotros a quienes cumplen un siglo, como si les quitaran definitivamente la proximidad, como si quien cumple los cien años, sobre todo si es personaje que gozó de fama en vida, ingresara en el Panteón ya para siempre, como si fuera una figura de museo o una letra en el Diccionario. Y, sin embargo, César González Ruano, con su aspecto de señorito golfo, el pitillo en la mano, el anillo en el dedo, el bigote recortado y dirigido hacia arriba, para que quienes no tienen cosa mejor que hacer lo describieran como mefistofélico, haciéndose limpiar los zapatos por el limpiabotas de turno o escribiendo artículo tras artículo, infatigablemente, en su mesa del café, con estilográfica o empleando el recado de escribir de la casa, está vivo y coleando: no hay más que leer cualquiera de sus artículos, breves artículos sobre cualquier cosa, y el periódico donde está publicado ya puede ser de hace setenta años, que olerá a tinta fresca: pues los artículos de César siempre parecerán recién publicados, como los de Julio Camba, otro prodigio del artículo brevísimo, porque los dos eran capaces de escribir lo que se les ocurriera o pasara ante sus ojos durante el transcurso peregrino del día: una mujer guapa, el olor de unas flores o de unas gambas a la plancha, cualquier excentricidad leída en el periódico de la mañana. A veces los artículos de César destilaban cinismo, otras veces poesía, otras ingenio, otras ternura, otras melancolía profunda, como cuan-do iba a visitar a Baroja a su casa de la calle Ruiz de Alarcón, y don Pío le decía: «Aquí estoy solo, sintiendo pasar el tiempo». César González Ruano era un tipo prodigioso, capaz de emocionarse ante un pajarillo o de hacer de general Della Rovere sin redención en el París ocupado por los nacionalsocialistas.

César González Ruano era un golfo, pero un golfo que trabajaba a destajo, escribiendo tres, cuatro o cinco artículos diarios: los que hiciera falta, mientras le quedara fuerza en la mano y tinta en la pluma. Por eso fue capaz de escribir la mejor biografía de Baudelaire en español: porque Baudelaire, aunque poeta, opinaba que la única inspiración posible es el trabajo. González Ruano era también poeta, aunque su obra en prosa es capaz de apabullar a la de cualquier poeta, aunque sea él mismo. Escribió toneladas de artículos, y todo esto sin contar los libros de memorias, los diarios, las novelas cortas, las obras de teatro, las antologías (como su «Antología de poetas españoles contemporáneos en lengua castellana», de 1946), las impresiones de viaje... Era un escritor múltiple y a la vez total, que tocó con mayor o menor fortuna todos los géneros, y cuyo timbre de gloria, no obstante, fue el de periodista, para él característica, definitorio e irrenunciable. César González Ruano periodista. ¿Qué otra cosa podía ser? Desde luego, poeta. Aunque no se le reconozca como poeta, tal como se queja Francisco Rivas en el prólogo a su «Poesía», editada en Trieste, en 1983, pues siendo «uno de los escritores que más renombre y fama de buen prosista alcanzó entre los de su generación (.:.) no existe como poeta, pues nadie, hoy, lo reconoce como tal. Y esto a pesar de haber escrito nada menos que 22 libros de versos». Se comprende la decepción de Francisco Rivas. César González Ruano, nacido en Madrid en 1903, de familia montañesa, ya hacia 1920 se destacaba entre los poetas ultraístas; de ese año es «De la locura, del pecado y de la muerte», de título d'annunzianoy en la onda de Marinetti: «Ruido ensordecedor; /motor / el hidroavión como una avispa mecánica». Aquello era la moda, tan perniciosa como teñirse el pelo de colores o ponerse un aro en la nariz. Pero esas cosas accesorias se pierden con el tiempo, y a César le redimió el periodismo de seguir por caminos poéticos trillados o extravagantes. Hasta llegó a estrenar una comedia poética, «La luna en las manos», en 1934, o aleluyas que más bien parecen greguerías: «Ruleta: se jugó la cara, perdió la careta». Mas en la «Balada de Cherche-Midi», este estimable y juguetón poeta lírico alcanza su auténtica altura de poeta elegiaco: con lo que no hay mal que por bien no venga, porque mientras estuvo encarcelado en Cherche-Midi por los nazis (no por altos ideales, según se conjetura), él mismo confesó haberlas pasado «canutas». En estas páginas graves está el poeta que Ruano era. Como afirma Gerardo Diego, «quedará corvó escritor en prosa (...) pero si esto es y ha de ser así, la razón profunda de ello es que era un poeta».

La Nueva España · 3 diciembre 2003